El fenómeno de los
cánones literarios no es nuevo, ciertamente. Lo que sí es nuevo es
el hecho de que estos se hayan convertido en los últimos tiempos en
un fenómeno social de moda.
El canon
occidental, de Harold Bloom, es, como sabemos, la obra
responsable de esta suerte de histeria colectiva que parece haberse
adueñado de la voluntad de los profesionales de las letras, tales
como profesores, críticos, editores y, cómo no, lectores. Uno de
los síntomas más evidentes de la nueva manía es el revival
de otros cánones anteriores a los que en su momento no se prestó la
atención debida. ¿Quién se acordaba, hace sólo unos años, de
obras como Mímesis, de Auerbach; de Si mi biblioteca
ardiera esta noche, de Aldous Huxley; o del capítulo VI de El
Quijote? Nadie. A lo sumo, cuatro gatos bibliópatas y
diletantes.
El Canon de
Bloom, como todo canon, es una obra parcial y sesgada. Es, si se nos
permite la valoración, la expresión supina del imperialismo
cultural anglosajón, la expresión de un imperialismo que deriva, en
última instancia, de la hegemonía a nivel planetario que la lengua
inglesa ha alcanzado a lo largo de los dos últimos siglos. Y es
también, y sobre todo, una obra que rezuma idealismo hegeliano por
los cuatro costados. Este hegelianismo está presente en los dos
postulados básicos sobre los que se sustenta todo el tinglado
argumental: a) la concepción evolutiva-lineal de la Historia de la
Literatura Occidental, y b) la creencia en que esta evolución
alcanza su momento culmen en la figura de un tal William Shakespeare,
entre los siglos XVI y XVII.
En efecto, para Bloom
la Historia de la Literatura Occidental es una cordillera que, de
buenas a primera, emerge del mar de la nada con el impresionante y
soberbio pico llamado Homero, extendiéndose a continuación, con las
correspondientes depresiones y llanuras, en una serie de cumbres de
igual o superior envergadura. Un Virgilio, un Dante, un Petrarca, un
Cervantes, un…¡SHAKESPEARE! Al vate inglés sólo se le puede
mirar de abajo hacia arriba, pues no hay un punto más alto al que
podamos encumbrarnos para poder contemplarlo. Shakespeare es el
Everest de esta cordillera, es la encarnación epifánica del
Espíritu Literario, un titán encaramado sobre hombros de gigantes.
Y, en consecuencia, -y esto ya no sería hegeliano- lo que viene
después de él habrá de ser visto como decadencia y mediocridad,
como un descenso progresivo hacia las profundidades abisales del
momento presente.
Pero esta concepción
del devenir de lo literario que nos presenta Bloom, como hemos dicho,
tiene mucho de sesgado y de parcial. Tiene mucho de etnocentrismo.
Veamos a continuación el parecer de quien, a todas luces, es el
olfato más fino y el oído más agudo que ha dado esta nuestra
cultura occidental. Estamos hablando, cómo no, de Federico
Nietzsche. En Humano, demasiado humano, dice lo siguiente:
Efecto
de la cantidad.- La paradoja más
grande de la historia de la poesía es afirmar que un hombre puede
ser un bárbaro en todo lo que constituía la grandeza de los poetas
antiguos; un bárbaro, es decir, un ser defectuoso y contrahecho de
pies a cabeza, y seguir siendo, a pesar de todo, el poeta más
grande. Es el caso de Shakespeare, que, en parangón con Sófocles,
parece una mina inagotable de oro, de plomo y de cascajos, frente a
un tesoro de oro puro, de oro de una cualidad tan preciosa, que casi
hace olvidar su valor como metal. Pero la cantidad, elevada a su más
alta potencia, obra como cualidad, y de esto es de lo que se
aprovecha Shakespeare.
Sobran los
comentarios. Nietzsche era corto de vista. Tuvo problemas de visión
desde muy temprano que se fueron agravando con la edad. Pero, en
contrapartida, como siempre ocurre en estos casos, desarrolló como
pocos los sentidos del olfato y, sobre todo, el del oído, órganos
mucho más certeros que el de la vista debido a su mayor cercanía
con el objeto que cae bajo su consideración. ¿Qué es el Idealismo
sino la consecuencia del encumbramiento del sentido de la vista sobre
los demás sentidos? ¿Qué es la Idea sino aquello que se ve
en el acto de la contemplación o theoría? Esto explica el
hecho de que una filosofía que se pretende crítica con el Idealismo
sólo sea posible con la condición de haberse rebelado previamente
contra la tiranía del sentido de la visión. ¿Cómo suena y cómo
huele?, este es el criterio de la nueva filosofía vitalista. Música,
Gastronomía, y Medicina también, como modelos para la nueva forma
de filosofar. ¿Y qué concluye el facultativo Nietzsche después de
haber aplicado a conciencia su hipersensible estetoscopio? Que
Shakespeare suena a hueco. Es decir, que tras su fastuosa fachada hay
poco de valor.
Un humilde servidor
sólo ha leído del insigne poeta inglés las obras tituladas Romeo
y Julieta y El rey Lear. Además, reconoce no dominar la
jerga inglesa. Reconoce también haber leído Edipo Rey y
Antígona y que su conocimiento de la nobilísima lengua
helénica es aun más limitado que el que pueda tener del inglés. Y,
sin embargo…, no hay color. No es preciso perder ni un minuto en
pensárselo. Un humilde servidor se queda con Sófocles.
Nuestro canon
personal, subjetivo y parcial como todos, está integrado por los
siguientes autores:
1.- Homero, quien,
como el Dios bíblico, crea un mundo completo y redondo a partir de
la nada.
2.- Juan Ruiz
(Arcipreste de Hita), por su inigualable sentido del humor y por la
indulgencia con que representa las debilidades humanas.
3.- Quevedo, por la
amplitud sin precedentes del espectro de sus intereses y por su
habilidad en la orfebrería conceptista.
4.- Gracián, por ser
el autor de la gran novela sobre la vida humana.
5.- Sterne, por ser el
autor de la primera novela de la historia capaz de morderse la cola y
por haber demostrado que lo literario se justifica a sí mismo.
6.- Flaubert, por ser
el autor de Bouvard y Pécuchet, la gran novela sobre la
estupidez humana.
7.- Dostoievski, por
su condición de pionero en la exploración de los bajos fondos del
espíritu humano.
8.- Nietzsche, por
haber hecho de la poesía un vehículo perfecto para la expresión
filosófica.
9.- Cortázar, por su
sabia decisión de abandonarse al ritmo o swing y por la
perfecta arquitectura de sus cuentos.
10.- García Márquez,
por ser el Dios creador de ese microcosmos llamado Macondo, síntesis
perfecta del universo y de las cosas humanas.