Si es usted profesor o
trabaja en contacto directo con los jovencitos en proceso de
puberización, habrá reparado en esa chavala de nombre
impronunciable que, con la cabeza gacha, y cada vez que la ocasión
se tercia, canaliza sus cinco sentidos en una mirada rectilínea que
apunta hacia un algo situado entre el pupitre y su propio cuerpo,
hacia un algo que todos sabemos que no es un libro -cinco segundos es
mucho tiempo para dedicárselos a un libro-. Habrá reparado en el
dato de que no sólo no parpadea, sino que, además, ni siquiera
habla con su compañera, siendo ella la mismísima personificación
de la locuacidad. Habrá tenido que reprimir la tentación de
golpearle en la frente con los nudillos -¡toc, toc…!- para a
continuación inquirir: ¿hay alguien ahí?. Se habrá acordado usted
de esos personajes de las películas de marcianos que vuelven a la
tierra después de haber sido abducidos y que miran sin ver porque
sus mentes han sido reprogramadas en el interior del platillo
volante. O quizás se halla acordado de la gallina hipnotizada
mediante el procedimiento de trazarle una raya con tiza justo delante
de los ojos.
El fenómeno,
ciertamente, no es exclusivo de los más jóvenes. Los abducidos por
la tecnología son legión y los podemos encontrar en cualquier lugar
del mapa, por recóndito o reservado que éste sea: en el cercanías,
en el autobús, en el metro, en el avión, en el talego, en
los despachos, en el parque, en el restaurante, en la playa, en la
cima del Kilimanjaro, en el váter, en el paritorio, en el velorio…
De hecho, es muy probable que usted mismo sea uno de estos, dado que
el fenómeno es ya pandemia.
He decidido sentarme
delante del portátil y redactar estas líneas porque el otro día
caí en la cuenta de que no es normal que un fenómeno social tan
difundido carezca de nombre. ¿Cómo podríamos llamarlo sin
necesidad de bajarse los calzones echando manos del inglés? Mis
propuestas son estas dos: Síndrome de la Gallina
Hipnotizada o Trastorno de Abducción Tecnológica.
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