Existen muchos
animales fascinantes, como la sensual y enigmática pantera de
elástico caminar, el broncíneo escualo de infernal mirada o el
vigoréxico rey de la selva, pero ninguno de éstos podrá jamás
ocupar el alto pedestal que en mi imaginario personal ocupan las aves
de presa. En el fondo, muy en el fondo, se trata de una cuestión de
altura, de verticalidad, de estar o no estar sujeto por ese cable de
acero con que la ley de la gravedad somete a la mayoría de las
criaturas. Pesadez o ligereza, materia o espíritu, en esta
disyuntiva radica la cuestión. Trascender la pesada materia de la
que estamos hechos y contemplar el mundo de abajo como un todo
mediante un único golpe de visión siempre ha sido la aspiración
suprema del filósofo. Contemplar el mundo desde el punto de vista de
la Divinidad, igualarse con Dios siguiendo el ejemplo de las aves,
¡casi nada! Téngase en cuenta, no obstante, que al decir que las
aves en general, y las de presa en particular, han de ser vistas como
un símbolo del nexo existente entre el hombre y Dios, no hemos
pretendido sugerir, ni mucho menos, que ambos se caractericen
igualmente por esa misma condición depredadora, aunque en materia de
antropología y de teología haya opiniones para todos los gustos.
En general, el
conjunto formado por la totalidad de los seres vivos también es
susceptible de ser dividido en otras dos subcategorías, y no me
refiero a eso del reino animal y del reino vegetal, me refiero a esto
otro: los que comen y los que son comidos. ¿Qué es la vida animal
si hacemos abstracción de la excepción que en el orden natural
supone la emergencia del espíritu en el hombre? Schopenhauer tenía
una opinión muy clara al respecto: unos afilados colmillos
ensangrentados que devoran un cuerpo que es el suyo propio.
Pero no nos pongamos
tremendistas. Si el primer puesto del escalafón yo lo tengo
reservado para las aves de presa, es de lógica plantearse a
continuación a qué especie le corresponde el más ínfimo de los
peldaños. ¿Quizás a la lombriz? Hay razones muy poderosas para
sospechar de este vil animalejo, puesto que es viscoso, se arrastra
bajo tierra alimentándose de desperdicios, vive completamente
ajeno a la luz y, para colmo, no vuela. Pero no, no se trata ni de la
lombriz, ni de la cucaracha ni de la zarrapastrosa rata. ¿Quieren
ustedes, estimados lectores, hacer uso del comodín del
público?...¿Sí? Pues no se lo aconsejo. La opinión de la mayoría
es importante de cara a la elección de nuestros representantes
políticos, pero en lo que atañe a las cuestiones más peliagudas de
la existencia es completamente inoperante y lo único que suele
conseguir en este orden es multiplicar por mil lo que en su origen es
un simple error. Respondo yo mismo, por tanto, a la difícil
pregunta: el animal que más me desagrada es el mono. ¿Que por qué?
Pues porque siempre lo he visto como una persona venida a menos,
como el resultado final de una especie de evolución a la inversa. Y
ahora, la pregunta del millón: ¿Quién desciende de quién, el
hombre del mono o el mono del hombre? A pesar de lo afirmado unas
líneas más arriba, cualquier persona con dos dedos de frente y con
ojos en la cara sabe que la única teoría realmente confirmada hasta
la saciedad es la que defiende el origen humano de los actuales
primates superiores. Son muchas las pruebas que lo confirman. De
hecho, los efectos de esta involución se perciben a simple vista sin
necesidad de coger una insolación escarbando en un secarral en busca
de cuatro huesitos, basta con salir a la puerta de la calle y
observar con cierto detenimiento la conducta cotidiana del personal.
El botón de muestras de rigor, para que no haya lugar para la duda:
decidimos acudir al parque de la esquina antes de que el
hipervitaminado e hipermineralizado niño acabe con la paciencia del
padre, de la madre y de toda la cohorte circundante de vecinos.
Acudimos al lugar pensando lo que todo progenitor suele pensar en
estos casos: “a ver si se harta de retozar y cae rendido tempranito
en los brazos de Morfeo, que vaya si hace tiempo que mi Pili y yo…”
¡En fin…! Total, que arribamos al susodicho parque y… ¿en qué
reparamos nada más llegar?, pues en un venerable padre de familia,
seguramente harto también de bregar con el mocoso durante toda la
tarde canicular, - tiene la mala suerte de encontrarse de vacaciones-
que, con gesto monótono y displicente y la mirada perdida en un
imaginario horizonte, se dedica a la práctica de ese deporte de
muchos españoles consistente en la monda y posterior ingestión de
pipas. Hasta aquí, nada de particular. Pero sigamos observando con
detenimiento los gestos y la compostura del espécimen seleccionado
para llevar a cabo nuestro trabajo de campo con el rigor y
meticulosidad que las ciencias experimentales exigen. Si afinamos el
instrumental de los sentidos, podremos apreciar un detalle de enorme
relevancia que a punto hemos estado de pasar por alto: el ejemplar no
está sentado sobre las tablas que para tal fin suelen ser dispuestas
por todos aquellos que se dedican a la fabricación de este tipo de
mobiliario urbano –objeto por el que, dicho sea de paso, los
vándalos de todas las latitudes suelen sentir una especial
debilidad- sino que se halla encaramado directamente sobre el tablero
vertical y ligeramente reclinado habitualmente destinado a dar apoyo
y sostén a las, por lo general, fatigadas espaldas de la clase
trabajadora, de tal manera que ninguna de las partes de la compleja
anatomía humana está ocupando el lugar que las más elementales
normas de urbanidad le tienen prefijado. O sea, los pies usurpando el
lugar de las posaderas y éstas, a su vez, el destinado a la región
lumbar. Pero aquí no acaba la cosa. Seamos pacientes y sigamos
observando a nuestro ejemplar con detenimiento y cierto disimulo, no
sea que se sienta blanco de nuestras miradas y se nos espante. Otro
dato que nos llama tremendamente la atención es el gesto
espasmódico-compulsivo consistente en desplazar rítmicamente el
brazo del paquete de pipas a la boca y de la boca al paquete, tal y
como suelen hacer todos los primates cuando se dedican a la
filantrópica tarea de despiojar al vecino. Finalmente, por aportar
una última prueba a favor de nuestra tesis inicial, debemos llamar
la atención sobre el hecho de que la base del referido leño sobre
el que se halla encaramado el homínido aparezca alfombrada con todas
y cada una de las innúmeras mondas del dichoso y altamente adictivo
fruto del girasol, habiendo, como de hecho ocurre, una hambrienta
papelera al alcance de la mano.
Si alguien siente
curiosidad por observar al ser humano en ese estado primigenio y
original hacia el que caminamos –según todos los indicios-, que
acuda a cualquier parque infantil o, si esto no es posible, a
cualquier lugar destinado a dar satisfacción de manera expedita a
las necesidades gregarias consustanciales a cualquier homínido: a
una playa a las cuatro de la tarde durante un mes de agosto, a una
plaza pública tras la caída de la tarde, a una sala de conciertos o
a la sala de estudio de la biblioteca municipal –preferentemente,
durante los días previos a los exámenes de septiembre-. Los gestos
y ademanes que podemos observar en lugares como estos en poco o nada
se diferencian de aquellos otros que podemos observar en el
zoológico: esos dos de enfrente que se desparasitan mediante el
sucedáneo del chismorreo, el cachas hiperhormonado de camiseta
entallada que alardea ante las indiferentes y asqueadas féminas de
su presunta potencia genésica, aquel otro de más allá que presume
de lo mismo aparcando su flamante vehículo en la puerta misma del
recinto para que todo el mundo lo pueda admirar, la damita impaciente
por dejar atrás su pubertad y cuya recoleta faldita es un semáforo
que oscila continuamente del rojo al verde y del verde al rojo…En
fin, todos desviviéndonos siempre por eso mismo por lo que se
desviven nuestros parientes irracionales: por aver mantenençia
y por aver juntamiento con fembra plazentera, tal y como
dijera ese guasón genial que fue el Arcipreste de Hita.
Podemos aprender
muchísimo acerca de nosotros mismos observando a nuestros parientes
los animales, símbolos del pasado para todos y, según todos los
indicios, del futuro para algunos.
Interesante reflexión, que ya había yo realizado, pero que no sabría expresar de semejante manera. Un apunte: el mono tiene el pulgar del pie oponible, rasgo más evolucionado, que el Homo sapiens ni ha tenido, ni tiene, ni, con tales hábitos, va a tener.
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