La conciencia es una
ventana abierta al mundo que nos permite contemplar todo esa realidad
que rodea al hogar de nuestro YO. Se trata de una capacidad que, en
cierto modo, el hombre comparte con otros muchos animales,
concretamente, con todos aquellos que se orientan mediante los
sentidos. Pero hay una diferencia muy importante entre la conciencia
animal y la humana: aquélla es una flecha que apunta siempre en
dirección al mundo objetivo, es una pura transitividad que recae
sobre el correspondiente complemento directo; la conciencia humana,
en cambio, tiene la capacidad de tornarse reflexiva y, por tanto, de
considerar al propio sujeto como objeto de su interés. Es decir, los
animales conocen, pero sólo el hombre conoce que conoce, sólo el
hombre es capaz de hacer abstracción de su interés por el mundo y
volcarse plenamente en el escrutinio de su propia realidad interior.
Esta es la gran diferencia, la gran ventaja del hombre y, al mismo
tiempo, su gran inconveniente y su cruz, pues no sería descabellado
afirmar que la autoconciencia es la principal causa del sufrimiento
humano.
Todos los hombres
desean por naturaleza saber, dejó sentenciado Aristóteles en
los prolegómenos de su Metafísica. Como la necesidad de
conocimiento es una cualidad que está incrustada en la propia médula
de la esencia humana, se entiende que el hombre pueda experimentar
placer como consecuencia del acto de comprender y de saber el porqué
de las cosas, es decir, que una buena parte de la felicidad de la que
es capaz derive directamente de su capacidad intelectiva. Aristóteles
podría haber sintetizado sus ideas al respecto en una fórmula
sucinta que dijese algo así como: “El grado de felicidad de que es
capaz un hombre es directamente proporcional a su grado de
intelección”. Quienes saben serían más felices que los que no
saben. Pero tenemos la impresión de que al Estagirita se le pasó
por alto un dato de suma relevancia: ¿acaso no es cierto que cuanto
más sabemos más conscientes somos de lo que ignoramos? No tenemos
ninguna duda al respecto. Y, como resulta que la ignorancia se
identifica con la infelicidad, al final resulta que la tesis de
nuestro filósofo queda anulada por el procedimiento de reducción al
absurdo: saber nos hace felices y saber nos hace infelices. ¡Una
pura contradicción!
El conocimiento,
especialmente el de tipo reflexivo, es la principal causa de dolor y
de sufrimiento para el hombre, el pecado original que ocasiona la
expulsión del paraíso terrenal de la infancia inocente e
irreflexiva. Quien añade conocimiento, añade dolor,
sentenció el Eclesiastés.
De estas
ramificaciones de mi enmarañado discurso se desprende, como un fruto
maduro al final de la canícula, toda una terapéutica: a la salud
–del espíritu, al menos- a través del ofuscamiento de la
conciencia. ¡Qué gran terapeuta debió de ser el tal Cómodo! ¿Que
por qué? En primer lugar, conjeturó que el origen de la enfermedad
de la existencia radicaba en la excrecencia tumorosa del
conocimiento, y de ahí, quizá, que se decidiera a liquidar a su
padre Marco Aurelio, seguramente no por cuestiones de poder, sino por
el simple hecho de ser el autor de las Meditaciones, uno de
los muchos virus oportunistas de la época mutado a partir de
aquellos otros diseñados a conciencia por toda la caterva de
filósofos griegos en el perverso alambique de sus ociosas mentes.
Además, una vez extirpado el tumor, tuvo la felicísima ocurrencia
de administrar un tratamiento paliativo de una eficacia tal que aún
hoy en día se sigue utilizando: dictaminó que el hueco ocasionado
por la cruenta intervención amputadora debía ser rellenado, día
tras día, mediante altas dosis de pan y circo, el sedante de mayor
eficacia que uno pueda imaginar. Por estas razones, por lo tanto,
solicitamos desde aquí al Ilustre Colegio de Médicos y
Farmacéuticos del país –si no existe, que alguien lo invente-,
que incluyan al denostado Cómodo en el listado que recoge a los
representantes más egregios de la historia de la medicina paliativa.
Es de justicia que su busto de mármol inmarcesible aparezca junto a
los de Hipócrates, Galeno, Pasteur, Semmelweis, Sinmund Freud y
Patarroyo.
*
Dicen que si tomamos
un alacrán y lo colocamos en el interior de un círculo de fuego, él
mismo, temiendo morir abrasado, se inyecta su propio veneno y muere.
Pues bien, la autoconciencia del hombre, su capacidad de reflexión,
es su propia cola de alacrán preñada de veneno. La diferencia entre
el proceder del hombre y el del siniestro y especulativo animalejo
radica en que éste se mata por sobredosis al inocularse todo el
veneno de una sola vez, en una única dosis, mientras que aquél
prefiere hacer lo mismo de manera gradual y progresiva, es decir,
inyectándose una pequeña cantidad de veneno cada equis tiempo,
consiguiendo así el paradójico efecto de la inmunización.
Filosofar, pensar, -dijo el filósofo- es aprender a morir. ¿Y si la
capacidad de raciocinio no fuese sino una tara psíquica consecuencia
directa de la endogamia de nuestros primeros padres?
Saber o no saber, ésta
es la cuestión, amigo Hamlet. ¿Es el conocimiento un premio o un
castigo? No me resisto a cerrar esta digresión de alto voltaje
filosófico haciendo alusión a las conjeturas del desgraciado y
neurótico J. S. Mill sobre este respecto. En su Autobiografía
podemos leer lo siguiente: “Un ser de facultades superiores
requiere más para ser feliz, es probablemente capaz de más agudo
sufrimiento, y ciertamente accesible a él en más puntos, que uno de
un tipo inferior; pero, pese a estos riesgos, nunca puede realmente
desear sumergirse en lo que le parece un grado inferior de
existencia”. Y en otro lugar, por si lo anterior no se ha
entendido, dejará caer un mazazo que ya no deja resquicio alguno
para la duda: “Prefiero un Sócrates insatisfecho a un cerdo
satisfecho”.
Cómodo el misósofo
versus el filósofo Mill. La DUDA, siempre la duda, esa cola de
alacrán preñada de veneno que se cierne sobre nuestras cabezas como
un siniestro signo de interrogación, como una pregunta sin
respuesta.
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