domingo, 18 de noviembre de 2012

CONOCIMIENTO Y DOLOR


    La conciencia es una ventana abierta al mundo que nos permite contemplar todo esa realidad que rodea al hogar de nuestro YO. Se trata de una capacidad que, en cierto modo, el hombre comparte con otros muchos animales, concretamente, con todos aquellos que se orientan mediante los sentidos. Pero hay una diferencia muy importante entre la conciencia animal y la humana: aquélla es una flecha que apunta siempre en dirección al mundo objetivo, es una pura transitividad que recae sobre el correspondiente complemento directo; la conciencia humana, en cambio, tiene la capacidad de tornarse reflexiva y, por tanto, de considerar al propio sujeto como objeto de su interés. Es decir, los animales conocen, pero sólo el hombre conoce que conoce, sólo el hombre es capaz de hacer abstracción de su interés por el mundo y volcarse plenamente en el escrutinio de su propia realidad interior. Esta es la gran diferencia, la gran ventaja del hombre y, al mismo tiempo, su gran inconveniente y su cruz, pues no sería descabellado afirmar que la autoconciencia es la principal causa del sufrimiento humano.
    Todos los hombres desean por naturaleza saber, dejó sentenciado Aristóteles en los prolegómenos de su Metafísica. Como la necesidad de conocimiento es una cualidad que está incrustada en la propia médula de la esencia humana, se entiende que el hombre pueda experimentar placer como consecuencia del acto de comprender y de saber el porqué de las cosas, es decir, que una buena parte de la felicidad de la que es capaz derive directamente de su capacidad intelectiva. Aristóteles podría haber sintetizado sus ideas al respecto en una fórmula sucinta que dijese algo así como: “El grado de felicidad de que es capaz un hombre es directamente proporcional a su grado de intelección”. Quienes saben serían más felices que los que no saben. Pero tenemos la impresión de que al Estagirita se le pasó por alto un dato de suma relevancia: ¿acaso no es cierto que cuanto más sabemos más conscientes somos de lo que ignoramos? No tenemos ninguna duda al respecto. Y, como resulta que la ignorancia se identifica con la infelicidad, al final resulta que la tesis de nuestro filósofo queda anulada por el procedimiento de reducción al absurdo: saber nos hace felices y saber nos hace infelices. ¡Una pura contradicción!
    El conocimiento, especialmente el de tipo reflexivo, es la principal causa de dolor y de sufrimiento para el hombre, el pecado original que ocasiona la expulsión del paraíso terrenal de la infancia inocente e irreflexiva. Quien añade conocimiento, añade dolor, sentenció el Eclesiastés.
    De estas ramificaciones de mi enmarañado discurso se desprende, como un fruto maduro al final de la canícula, toda una terapéutica: a la salud –del espíritu, al menos- a través del ofuscamiento de la conciencia. ¡Qué gran terapeuta debió de ser el tal Cómodo! ¿Que por qué? En primer lugar, conjeturó que el origen de la enfermedad de la existencia radicaba en la excrecencia tumorosa del conocimiento, y de ahí, quizá, que se decidiera a liquidar a su padre Marco Aurelio, seguramente no por cuestiones de poder, sino por el simple hecho de ser el autor de las Meditaciones, uno de los muchos virus oportunistas de la época mutado a partir de aquellos otros diseñados a conciencia por toda la caterva de filósofos griegos en el perverso alambique de sus ociosas mentes. Además, una vez extirpado el tumor, tuvo la felicísima ocurrencia de administrar un tratamiento paliativo de una eficacia tal que aún hoy en día se sigue utilizando: dictaminó que el hueco ocasionado por la cruenta intervención amputadora debía ser rellenado, día tras día, mediante altas dosis de pan y circo, el sedante de mayor eficacia que uno pueda imaginar. Por estas razones, por lo tanto, solicitamos desde aquí al Ilustre Colegio de Médicos y Farmacéuticos del país –si no existe, que alguien lo invente-, que incluyan al denostado Cómodo en el listado que recoge a los representantes más egregios de la historia de la medicina paliativa. Es de justicia que su busto de mármol inmarcesible aparezca junto a los de Hipócrates, Galeno, Pasteur, Semmelweis, Sinmund Freud y Patarroyo.

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    Dicen que si tomamos un alacrán y lo colocamos en el interior de un círculo de fuego, él mismo, temiendo morir abrasado, se inyecta su propio veneno y muere. Pues bien, la autoconciencia del hombre, su capacidad de reflexión, es su propia cola de alacrán preñada de veneno. La diferencia entre el proceder del hombre y el del siniestro y especulativo animalejo radica en que éste se mata por sobredosis al inocularse todo el veneno de una sola vez, en una única dosis, mientras que aquél prefiere hacer lo mismo de manera gradual y progresiva, es decir, inyectándose una pequeña cantidad de veneno cada equis tiempo, consiguiendo así el paradójico efecto de la inmunización. Filosofar, pensar, -dijo el filósofo- es aprender a morir. ¿Y si la capacidad de raciocinio no fuese sino una tara psíquica consecuencia directa de la endogamia de nuestros primeros padres?

    Saber o no saber, ésta es la cuestión, amigo Hamlet. ¿Es el conocimiento un premio o un castigo? No me resisto a cerrar esta digresión de alto voltaje filosófico haciendo alusión a las conjeturas del desgraciado y neurótico J. S. Mill sobre este respecto. En su Autobiografía podemos leer lo siguiente: “Un ser de facultades superiores requiere más para ser feliz, es probablemente capaz de más agudo sufrimiento, y ciertamente accesible a él en más puntos, que uno de un tipo inferior; pero, pese a estos riesgos, nunca puede realmente desear sumergirse en lo que le parece un grado inferior de existencia”. Y en otro lugar, por si lo anterior no se ha entendido, dejará caer un mazazo que ya no deja resquicio alguno para la duda: “Prefiero un Sócrates insatisfecho a un cerdo satisfecho”.
    Cómodo el misósofo versus el filósofo Mill. La DUDA, siempre la duda, esa cola de alacrán preñada de veneno que se cierne sobre nuestras cabezas como un siniestro signo de interrogación, como una pregunta sin respuesta.

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