En un recóndito
planeta de un Sistema de los arrabales de la Vía Láctea –de cuyo
nombre acordarme no quiero…-, por una azarosa carambola del
Destino, se produjo el milagro que a continuación te quisiera
referir –venerando e hipócrita lector, mi semejante…-:
Sucedió que un feo,
sucio y apestoso mono, un cuadrúpedo piojoso como otro cualquiera,
va y se yergue sobre sus cuartos traseros -así, sin más, como quien
no quiere la cosa-, consiguiendo de este modo liberar las
extremidades delanteras, es decir, superiores, de la pedestre función
locomotriz. Este gesto, intrascendente en apariencia, es el germen de
todo lo que después vendrá. ¡Fíjate! Una mano liberada que puede
ser empleada para un sinfín de menesteres: blandir una garrota,
sujetar a la hembra para que no se escape, dar alcance a toda suerte
de frutos –especialmente a los prohibidos-, aferrar con fuerza el
mástil de la propia masculinidad para mejor conjurar el horror
vacui -¡ego te absolvo in nomine patri…!-, etc., etc.
La más importante de estas utilidades, no obstante, fue la primera.
En efecto. Esa mano ociosa, teledirigida por un neocórtex aún
incipiente, será la responsable de la aparición de la técnica. Al
principio una simple piedra, después una tibia de tapir, a
continuación un palo de afilada e incisiva punta… Después, mucho
tiempo después, este primitivo instrumento, al ser arrojado hacia
las alturas en apoteósico y desprendido gesto, acabará
convirtiéndose, tras la correspondiente elipsis de cuatro millones
de años, en los actuales artefactos espaciales con su
correspondiente paramento psicodélico. ¿Te resulta familiar la
historia? ¡Claro que te suena! Esta es la famosísima versión que
el optimista Kubrick nos ofrece en 2001. Una odisea en el espacio.
Pero no, en realidad el cuento no termina así. Lo que en verdad
ocurre es otra cosa bien distinta. Es cierto que el artilugio, en la
medida en que se somete a la dinámica rectilínea del progreso,
experimenta múltiples transformaciones que desembocan en la
aparición de aparatos capaces de pensar por sí mismos; es cierto
que durante un tiempo la máquina es puesta al servicio del hombre;
pero también es cierto que llega un momento en que la máquina deja
de ser un simple medio, un simple utensilio al servicio del hombre,
para convertirse en un fin en sí mismo. El hombre se olvida de la
Inteligencia que le dio el ser y se humilla ante el nuevo dios de
silicio y circuitos integrados. HAL triunfa sobre el osado
astronauta. Y es entonces cuando ocurre eso que Kubrick no cuenta: el
hueso primigenio, vencido por la fuerza de la gravedad, no consigue
llegar a las regiones estratosféricas y vuelve a caer
sobre….¿Adivinas…? Efectivamente: sobre la cabeza del mono. De
modo que ahora tenemos un mono feo, sucio, apestoso, piojoso y, para
más inri, con la crisma abollada. Este es la verdadera
historia de la humanidad.
Es necesario aprender
de los fracasos. El asunto que en estos momentos nos urge es el
siguiente: ¿dónde colocar el próximo monolito?
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