1.- Stendhal, en su
estudio Sobre el amor, expone la famosa teoría de la
cristalización. Básicamente, esta teoría afirma que el alma capaz
de amar opera sobre la imagen del objeto amado un laborioso proceso
de transfiguración mediante el cual éste queda adornado con una
serie de perfecciones que de suyo no posee. Significa esto que el
amante no es capaz de contemplar al objeto de su veneración de
manera objetiva, puesto que lo que realmente hace es recrearlo
imaginativamente, idealizarlo, sublimarlo y maquillarlo. No se trata,
como en la leyenda de Cupido y Psiqué, de que el amor sea
ciego sin más, sino, principalmente, de que sólo es capaz de ver en
lo amado lo que previamente ha puesto en ello. Stendhal, tal como
señala Ortega en su Estudios sobre el amor, es hijo de su
tiempo, puesto que da por válida una de las principales tesis del
idealismo alemán que se origina a partir de Kant: sólo conocemos
aquello que previamente ha sido reelaborado por nuestras propias
facultades cognoscitivas; lo que las cosas sean en sí mismas –el
noumeno- siempre será un misterio para nosotros. Ahora bien,
si el ser amado se presenta ante nuestra conciencia con una
apariencia que no coincide con su auténtica realidad, si es pura
fantasmagoría, cabe plantearse las siguientes cuestiones: ¿es
posible vivir siempre bajo unos efectos alucinatorios similares?,
¿pueden las apariencias imponerse a nuestra conciencia de forma
indefinida? La experiencia nos enseña que sólo el desamor tiene
capacidad suficiente para disolver el grueso maquillaje con que el
amor suele encubrir al objeto amado. Pero no se piense que al dejar
de querer despertamos de un ensueño para recobrar el contacto con la
realidad objetiva. No es esto lo que ocurre en un principio. Lo que
realmente ocurre es que pasamos de una alucinación a otra, puesto
que el mucho querer sólo puede conducirnos de manera inmediata al
mucho odiar y al mucho despreciar. Si la otra persona era una
princesa cuando estábamos enamorados, el desamor nos la ha de
mostrar, necesariamente, como una auténtica bruja de nariz
verrugosa. Sólo después, cuando las aguas se hayan amansado,
podremos recuperar la objetividad relativa del término medio.
2.- ¿Qué nos enseña
sobre el amor el cuento griego sobre Cupido y Psiqué? No hay
que desdeñar las enseñanzas de los mitos y cuentos tradicionales,
dado que son, como sabemos, los colectores donde se recogen los
sedimentos de la experiencia vital de un pueblo a lo largo de muchos
siglos. De hecho, no hay ninguna experiencia fundamental que no haya
sido abordada, de una manera o de otra, por el arte y el pensamiento
clásico. Todo está allí y, en este sentido, nuestra cultura
occidental moderna no pasa de ser una glosa o nota a pie de página
de esta cultura primigenia en la que hunde sus raíces. El cuento en
cuestión nos enseñaría que la curiosidad, -base del pecado
original y del conocimiento-, la duda y el recelo terminan por matar
el amor. Es decir, que el amor es ciego en el sentido de que debe ser
vivido. En el momento en que tratamos de conocerlo de manera
intelectiva huye de nosotros para siempre. Es preciso, por tanto,
disfrutar de sus dones de manera espontánea e irreflexiva si no
queremos que se nos vuele de las manos como un pajarillo asustado. Fe
y confianza es lo que necesita el amor, no análisis especulativos.
Pero también nos enseña este cuento que es preciso pasar por el
infierno del desamor para, finalmente, poder disfrutar del amor
verdadero y auténtico. El pecado y la desobediencia nos llevan al
dolor derivado del castigo correspondiente, pero es este dolor lo que
en definitiva nos permite una experiencia más profunda y auténtica
de las cosas. Este es el gran legado de la cultura griega, y
Sófocles, ese personaje simpático y dicharachero –ese Goethe de
la antigüedad- fue quien mejor supo hablarnos del poder formativo
del dolor.
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