jueves, 13 de diciembre de 2012

DOS REFLEXIONES SOBRE EL AMOR


1.- Stendhal, en su estudio Sobre el amor, expone la famosa teoría de la cristalización. Básicamente, esta teoría afirma que el alma capaz de amar opera sobre la imagen del objeto amado un laborioso proceso de transfiguración mediante el cual éste queda adornado con una serie de perfecciones que de suyo no posee. Significa esto que el amante no es capaz de contemplar al objeto de su veneración de manera objetiva, puesto que lo que realmente hace es recrearlo imaginativamente, idealizarlo, sublimarlo y maquillarlo. No se trata, como en la leyenda de Cupido y Psiqué, de que el amor sea ciego sin más, sino, principalmente, de que sólo es capaz de ver en lo amado lo que previamente ha puesto en ello. Stendhal, tal como señala Ortega en su Estudios sobre el amor, es hijo de su tiempo, puesto que da por válida una de las principales tesis del idealismo alemán que se origina a partir de Kant: sólo conocemos aquello que previamente ha sido reelaborado por nuestras propias facultades cognoscitivas; lo que las cosas sean en sí mismas –el noumeno- siempre será un misterio para nosotros. Ahora bien, si el ser amado se presenta ante nuestra conciencia con una apariencia que no coincide con su auténtica realidad, si es pura fantasmagoría, cabe plantearse las siguientes cuestiones: ¿es posible vivir siempre bajo unos efectos alucinatorios similares?, ¿pueden las apariencias imponerse a nuestra conciencia de forma indefinida? La experiencia nos enseña que sólo el desamor tiene capacidad suficiente para disolver el grueso maquillaje con que el amor suele encubrir al objeto amado. Pero no se piense que al dejar de querer despertamos de un ensueño para recobrar el contacto con la realidad objetiva. No es esto lo que ocurre en un principio. Lo que realmente ocurre es que pasamos de una alucinación a otra, puesto que el mucho querer sólo puede conducirnos de manera inmediata al mucho odiar y al mucho despreciar. Si la otra persona era una princesa cuando estábamos enamorados, el desamor nos la ha de mostrar, necesariamente, como una auténtica bruja de nariz verrugosa. Sólo después, cuando las aguas se hayan amansado, podremos recuperar la objetividad relativa del término medio.

2.- ¿Qué nos enseña sobre el amor el cuento griego sobre Cupido y Psiqué? No hay que desdeñar las enseñanzas de los mitos y cuentos tradicionales, dado que son, como sabemos, los colectores donde se recogen los sedimentos de la experiencia vital de un pueblo a lo largo de muchos siglos. De hecho, no hay ninguna experiencia fundamental que no haya sido abordada, de una manera o de otra, por el arte y el pensamiento clásico. Todo está allí y, en este sentido, nuestra cultura occidental moderna no pasa de ser una glosa o nota a pie de página de esta cultura primigenia en la que hunde sus raíces. El cuento en cuestión nos enseñaría que la curiosidad, -base del pecado original y del conocimiento-, la duda y el recelo terminan por matar el amor. Es decir, que el amor es ciego en el sentido de que debe ser vivido. En el momento en que tratamos de conocerlo de manera intelectiva huye de nosotros para siempre. Es preciso, por tanto, disfrutar de sus dones de manera espontánea e irreflexiva si no queremos que se nos vuele de las manos como un pajarillo asustado. Fe y confianza es lo que necesita el amor, no análisis especulativos. Pero también nos enseña este cuento que es preciso pasar por el infierno del desamor para, finalmente, poder disfrutar del amor verdadero y auténtico. El pecado y la desobediencia nos llevan al dolor derivado del castigo correspondiente, pero es este dolor lo que en definitiva nos permite una experiencia más profunda y auténtica de las cosas. Este es el gran legado de la cultura griega, y Sófocles, ese personaje simpático y dicharachero –ese Goethe de la antigüedad- fue quien mejor supo hablarnos del poder formativo del dolor.

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