La historia de la
humanidad, desde la aparición de los primeros ejemplares de Homo
Sapiens Sapiens hasta la actualidad, es un largo proceso en el
que podemos observar claramente cómo los márgenes de la llamada
juventud se han ido ampliando progresivamente, hasta el punto
de haber llegado a copar casi la mitad del monto total del tiempo
vital que a cada cual se le ha asignado. Nos da la impresión de que
en la actualidad las etapas de la vida ya no son esas cuatro que,
según los poetas clásicos, se correspondían con las estaciones del
año. Hoy en día habría que hablar de dos: el verano de la juventud
y el invierno de la vejez. Es más, habiéndose simplificado tanto
las fases que ha de recorrer cualquier ser humano a lo largo de su
vida, el tránsito de una a la otra sólo se puede producir mediante
un salto, en modo alguno de manera gradual como antiguamente. Es
decir, que te puedes acostar siendo un jovencito y levantarte a la
mañana siguiente convertido en un auténtico carcamal.
Ocurre, además, que
la prelación de antaño se ha invertido. Infancia, juventud y
madurez eran concebidos como peldaños que había que ir subiendo
progresivamente hasta alcanzar lo que entonces se concebía como el
lugar preeminente de la vejez. Pero ahora todo esto ha cambiado y el
único estado digno de preeminencia y de respeto parece ser el
correspondiente a la juventud. Los psicólogos han acuñado el
término Síndrome de Peter Pan para aludir de alguna manera a
esta nueva afección de tantos miembros de la sociedad. Si la
infancia y la juventud son el modelo de referencia, es necesario
pensar, hablar, vestir, divertirse y gesticular tal y como lo hacen
los jóvenes. Es necesario, además, borrar de nuestro físico
cualquier huella que nos convierta en sospechosos de intrusismo
generacional, y de aquí el auténtico boom que están
viviendo los talleres dedicados al tuneado de la maquinaria
anatómica. El ideal de muchos abuelos –de los más pudientes, por
supuesto- es poder dejar al morir un cuerpo lozano y de buena
apariencia. Pero no siempre se trata de esto. Es posible también que
algunos de ellos, al presentir la proximidad de la Parca, decidan
hacerse una puesta a punto para así hacerla dudar y conseguir una
pequeña prórroga para el inevitable encuentro. ¡Quién sabe! ¿Se
imaginan a la Muerte plantada ante la ambigua figura de uno de estos
abuelos víctimas de lo fashion y del tuneado anatómico? ¿Se
la imaginan rascándose inquisitivamente la calavera con las
descarnadas falanges de los dedos corazón e índice dudando de si el
lozano ejemplar que tiene delante ha agotado realmente su cupo vital?
Pero si existe un
factor que contribuya como ningún otro a la difusión de este tipo
de mentalidad, ése es, sin ninguna duda, el de la Globalización. La
Globalización, para quien no lo sepa, no es otra cosa que la
difusión a nivel mundial de la cultura de masas norteamericana –la
cultura normativa o alta cultura es algo distinto y, por supuesto,
bastante minoritario-. La de masas es una cultura que funciona a
nivel de lo que Piaget denominó pensamiento operante o
concreto, que es el que suele localizarse en los niños de
entre siete y doce años. Consiste, básicamente, en vincular los
procesos mentales con los relacionados con la manipulación manual y,
si se nos permite la licencia, visual. El niño es empirista y
sensualista por naturaleza, en el sentido de que no es capaz de echar
a andar la maquinaria del razonamiento sin contar con la presencia de
una serie de modelos concretos en los que se ejemplifique el proceso.
Es decir, eso de: Mira, nene. Como ves…, ¿lo ves?..., en esta
mano tengo dos naranjas y en la otra tengo tres. Si cojo las naranjas
de mi mano izquierda y las pongo junto a las naranjas de la mano
derecha, al final resulta que tengo cinco naranjas. ¿Ves?
¡Compruébalo por ti mismo si quieres!. Pues bien, este tipo de
pensamiento vinculado a lo visual es el único que puede ser
difundido con eficacia a través de los medios de comunicación de
masas, puesto que es el único al que puede acceder la mayoría. En
el fondo, evidentemente, se trata de una cuestión relacionada con el
marketing, con el llamado arte de vender. Los productos
que interesan a cuatro gatos, por muy interesantes y exclusivos que
puedan resultar, no son dignos de circular a través de los medios de
comunicación de masas, puesto que no resultan rentables.
El criterio de la
mayoría –o de los sedicentes intérpretes de las mismas- es el
auténtico lecho procústeo para cualquier creación del
espíritu humano, pero un lecho que ya no funciona como antaño, dado
que en la actualidad sólo se aplica a aquellos productos que exceden
el umbral máximo establecido por las masas. Aquéllos que no
encajen dentro de sus límites predeterminados deben ser sometidos a
una cura de humildad, a un proceso de jivarización que
reduzca considerablemente su complejidad cualitativa. Sólo después
de este proceso el producto puede ser marcado con el sello de DISNEY
LAND, Made in USA, un sello que le permite circular libremente
a lo largo y ancho del circuito de la globalización comercial y, al
mismo tiempo, un indicativo de que es apto para todos los públicos.
Toda obra, por tanto, ha de ser elaborada atendiendo al criterio
prescrito por lo juvenil, que no es otro que el de las masas, el
cual, a su vez, coincide a la perfección con el de lo comercial.
Pensemos, por ejemplo, en una película, en una canción o en una
novela. ¿Qué requisitos han de cumplir para gozar de la aceptación
del público y convertirse en un fenómeno de superventas, en una
auténtica mina de oro? No es necesario romperse demasiado la cabeza
para dar con la mágica fórmula del éxito: mucha simplicidad
argumentativa, una pizca de intriga, acción trepidante y abundante,
predominio de lo visual-sensitivo sobre lo intelectivo, protagonistas
jóvenes y hermosos que se ven envueltos por las brumas de lo
marginal y extraño, presencia machacona de las nuevas tecnologías
de la información y la comunicación y, por supuesto –esto es de
lo poco que se mantiene inalterable- mucho amor y un poquito de sexo.
Introdúzcanse todos estos ingredientes en la coctelera, agítese a
continuación con cierto esmero y ya tenemos ahí a nuestra obra a
punto de ser abrazada por los ávidos y lubricados brazos del
Mercado.
Pero el Mercado es
insaciable. Es como el mítico Minotauro del laberinto, que cada
equis tiempo exigía su correspondiente ración de hermosa juventud
virginal. A toda víctima que ha de ser ofrecida en holocausto se la
recibe con los brazos abiertos y haciendo ostentación de las más
refulgentes sonrisas, se la cuida, se la mima, se la agasaja y,
finalmente, se la baña, perfuma y maquilla para que en el momento de
la inmolación ofrezca un aspecto inmejorable. El suyo, y ellas lo
saben, es un éxito efímero. En el fondo todas han hecho suya la
filosofía popular de nuestro tiempo: quince minutos de gloria a
expensas de lo que sea, reina por un día o, como dicen en México,
mejor tres años como un rey que cincuenta como un buey.
Vivimos, pues, bajo la
dictadura de lo efímero, del usar y tirar, de lo desechable y
caduco. Se valora lo novedoso por la sencilla razón de que es
novedoso, pues lo nuevo y distinto, lo moderno, siempre ha sido el
principal reclamo para los consumidores potenciales. ¡¿Qué más da
la calidad del producto si no aspiramos a que perdure?! De lo que se
trata es de adquirir y gastar para volver a repetir inmediatamente el
mismo proceso. Y así, hasta el fin de nuestros días.
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