miércoles, 21 de noviembre de 2012

UNA RADIOGRAFÍA DEL MOMENTO PRESENTE


   La historia de la humanidad, desde la aparición de los primeros ejemplares de Homo Sapiens Sapiens hasta la actualidad, es un largo proceso en el que podemos observar claramente cómo los márgenes de la llamada juventud se han ido ampliando progresivamente, hasta el punto de haber llegado a copar casi la mitad del monto total del tiempo vital que a cada cual se le ha asignado. Nos da la impresión de que en la actualidad las etapas de la vida ya no son esas cuatro que, según los poetas clásicos, se correspondían con las estaciones del año. Hoy en día habría que hablar de dos: el verano de la juventud y el invierno de la vejez. Es más, habiéndose simplificado tanto las fases que ha de recorrer cualquier ser humano a lo largo de su vida, el tránsito de una a la otra sólo se puede producir mediante un salto, en modo alguno de manera gradual como antiguamente. Es decir, que te puedes acostar siendo un jovencito y levantarte a la mañana siguiente convertido en un auténtico carcamal.
    Ocurre, además, que la prelación de antaño se ha invertido. Infancia, juventud y madurez eran concebidos como peldaños que había que ir subiendo progresivamente hasta alcanzar lo que entonces se concebía como el lugar preeminente de la vejez. Pero ahora todo esto ha cambiado y el único estado digno de preeminencia y de respeto parece ser el correspondiente a la juventud. Los psicólogos han acuñado el término Síndrome de Peter Pan para aludir de alguna manera a esta nueva afección de tantos miembros de la sociedad. Si la infancia y la juventud son el modelo de referencia, es necesario pensar, hablar, vestir, divertirse y gesticular tal y como lo hacen los jóvenes. Es necesario, además, borrar de nuestro físico cualquier huella que nos convierta en sospechosos de intrusismo generacional, y de aquí el auténtico boom que están viviendo los talleres dedicados al tuneado de la maquinaria anatómica. El ideal de muchos abuelos –de los más pudientes, por supuesto- es poder dejar al morir un cuerpo lozano y de buena apariencia. Pero no siempre se trata de esto. Es posible también que algunos de ellos, al presentir la proximidad de la Parca, decidan hacerse una puesta a punto para así hacerla dudar y conseguir una pequeña prórroga para el inevitable encuentro. ¡Quién sabe! ¿Se imaginan a la Muerte plantada ante la ambigua figura de uno de estos abuelos víctimas de lo fashion y del tuneado anatómico? ¿Se la imaginan rascándose inquisitivamente la calavera con las descarnadas falanges de los dedos corazón e índice dudando de si el lozano ejemplar que tiene delante ha agotado realmente su cupo vital?
    Pero si existe un factor que contribuya como ningún otro a la difusión de este tipo de mentalidad, ése es, sin ninguna duda, el de la Globalización. La Globalización, para quien no lo sepa, no es otra cosa que la difusión a nivel mundial de la cultura de masas norteamericana –la cultura normativa o alta cultura es algo distinto y, por supuesto, bastante minoritario-. La de masas es una cultura que funciona a nivel de lo que Piaget denominó pensamiento operante o concreto, que es el que suele localizarse en los niños de entre siete y doce años. Consiste, básicamente, en vincular los procesos mentales con los relacionados con la manipulación manual y, si se nos permite la licencia, visual. El niño es empirista y sensualista por naturaleza, en el sentido de que no es capaz de echar a andar la maquinaria del razonamiento sin contar con la presencia de una serie de modelos concretos en los que se ejemplifique el proceso. Es decir, eso de: Mira, nene. Como ves…, ¿lo ves?..., en esta mano tengo dos naranjas y en la otra tengo tres. Si cojo las naranjas de mi mano izquierda y las pongo junto a las naranjas de la mano derecha, al final resulta que tengo cinco naranjas. ¿Ves? ¡Compruébalo por ti mismo si quieres!. Pues bien, este tipo de pensamiento vinculado a lo visual es el único que puede ser difundido con eficacia a través de los medios de comunicación de masas, puesto que es el único al que puede acceder la mayoría. En el fondo, evidentemente, se trata de una cuestión relacionada con el marketing, con el llamado arte de vender. Los productos que interesan a cuatro gatos, por muy interesantes y exclusivos que puedan resultar, no son dignos de circular a través de los medios de comunicación de masas, puesto que no resultan rentables.
    El criterio de la mayoría –o de los sedicentes intérpretes de las mismas- es el auténtico lecho procústeo para cualquier creación del espíritu humano, pero un lecho que ya no funciona como antaño, dado que en la actualidad sólo se aplica a aquellos productos que exceden el umbral máximo establecido por las masas. Aquéllos que no encajen dentro de sus límites predeterminados deben ser sometidos a una cura de humildad, a un proceso de jivarización que reduzca considerablemente su complejidad cualitativa. Sólo después de este proceso el producto puede ser marcado con el sello de DISNEY LAND, Made in USA, un sello que le permite circular libremente a lo largo y ancho del circuito de la globalización comercial y, al mismo tiempo, un indicativo de que es apto para todos los públicos. Toda obra, por tanto, ha de ser elaborada atendiendo al criterio prescrito por lo juvenil, que no es otro que el de las masas, el cual, a su vez, coincide a la perfección con el de lo comercial. Pensemos, por ejemplo, en una película, en una canción o en una novela. ¿Qué requisitos han de cumplir para gozar de la aceptación del público y convertirse en un fenómeno de superventas, en una auténtica mina de oro? No es necesario romperse demasiado la cabeza para dar con la mágica fórmula del éxito: mucha simplicidad argumentativa, una pizca de intriga, acción trepidante y abundante, predominio de lo visual-sensitivo sobre lo intelectivo, protagonistas jóvenes y hermosos que se ven envueltos por las brumas de lo marginal y extraño, presencia machacona de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación y, por supuesto –esto es de lo poco que se mantiene inalterable- mucho amor y un poquito de sexo. Introdúzcanse todos estos ingredientes en la coctelera, agítese a continuación con cierto esmero y ya tenemos ahí a nuestra obra a punto de ser abrazada por los ávidos y lubricados brazos del Mercado.
    Pero el Mercado es insaciable. Es como el mítico Minotauro del laberinto, que cada equis tiempo exigía su correspondiente ración de hermosa juventud virginal. A toda víctima que ha de ser ofrecida en holocausto se la recibe con los brazos abiertos y haciendo ostentación de las más refulgentes sonrisas, se la cuida, se la mima, se la agasaja y, finalmente, se la baña, perfuma y maquilla para que en el momento de la inmolación ofrezca un aspecto inmejorable. El suyo, y ellas lo saben, es un éxito efímero. En el fondo todas han hecho suya la filosofía popular de nuestro tiempo: quince minutos de gloria a expensas de lo que sea, reina por un día o, como dicen en México, mejor tres años como un rey que cincuenta como un buey.
    Vivimos, pues, bajo la dictadura de lo efímero, del usar y tirar, de lo desechable y caduco. Se valora lo novedoso por la sencilla razón de que es novedoso, pues lo nuevo y distinto, lo moderno, siempre ha sido el principal reclamo para los consumidores potenciales. ¡¿Qué más da la calidad del producto si no aspiramos a que perdure?! De lo que se trata es de adquirir y gastar para volver a repetir inmediatamente el mismo proceso. Y así, hasta el fin de nuestros días.

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