martes, 2 de agosto de 2011

SOBRE SCHOPENHAUER, ERIZOS Y SANDÍAS ENTERRADAS EN LA ORILLA DEL MAR PARA QUE SE PONGAN FRESQUITAS



   Los tres términos que figuran en el encabezado de este escrito tienen más en común de lo que de entrada pudiéramos suponer. Puedo afirmar, y afirmo, que lo más valioso que aprendí durante los cinco años que duró mi particular ascenso al mundo de las ideas –eso que popularmente se conoce como licenciatura- es que todo tiene que ver con todo, o, como le gustaba decir al catedrático de Metafísica citando a su venerado maestro –y suegro al mismo tiempo-: el universo en el ojo de una vaca (¡Cuidado con la endogamia eidética!). Que todo tiene que ver con todo significa que existe una suerte de hermandad universal entre todas las cosas, pero, sobre todo, entre las ideas que representan a estas cosas. Cuando consideramos brevemente cualquier idea, por insignificante y descuchimizada que nos parezca, al momento se produce una sinapsis –o cópula neuronal- que nos lleva a parar mientes sobre otra idea vecina y emparentada con la anterior. Pero, lo realmente curioso del asunto es que este proceso, cuando se produce en el interior de una mente aquejada de incontinencia asociativa –como la de un servidor- puede llegar a generar un movimiento uniforme y constante, por aquello de la inercia, que termine por dar una vuelta completa al orbe del universo eidético. Sabido es que las neuronas se relacionan entre sí de manera muy semejante a como lo hacen los conejos, esas criaturas juguetonas, promiscuas y con un sentido del ritmo harto particular ¿Por qué si no habrían de estar dotadas de un instrumento tan contundente y apabullante –y sin parangón en la especie humana, por cierto- como el axón? Así que…, señoras y señores…, ¡pasen y vean!:



   ¡Menos mal que salimos de casa en torno a las 10:15 de la mañana! ¡Menos mal que la sesión de pedagogía doméstica de después del desayuno fue relegada a la hora pospandrial! ¡Menos mal que salimos ligeros de equipaje…, casi desnudos, como los hijos de la mar! Sí…, ¡menos mal! Porque, si llegamos a salir quince minutos después, hubiésemos tenido que plantar la toalla a la sombra de la barca que en el chiringuito utilizan para asar los espetos de sardinas. No me explico cómo puede haber tanto personal en la playa a una hora tan temprana. Así pues, gracias a las precauciones adoptadas -¿qué sería de mí sin ella, mi santa, paciente y previsora esposa?- conseguimos extender la toalla sobre una recoleta parcelita, especie de calva o de claro de bosque heideggeriano, que distaba del agua apenas quince metros. El sitio, siendo estrecho como la pelvis de una virgen, resultaba del todo suficiente, y ello a pesar de que éramos dos –el niño y yo-. ¿Cuándo se ha visto a un niño de seis años que sea capaz de permanecer sentado en el mismo sitio más de un minuto seguido? Una vez tomada la plaza, vinieron los trámites habituales en estos casos: embadurnar al retoño con el consabido ungüento factor 40; el dificilísimo proceso de acercarse hasta la orilla para catar  con el dedo gordo del pie la temperatura del líquido elemento al tiempo que aguantamos la respiración para mejor disimular esa barriguita que con tanto mimo hemos alimentado durante todo el invierno y que, viéndola tan dinámica y osada, cualquiera diría que aspirase a saltar por encima del cordón del bañador para echarse a descansar en tierra; y, ¿cómo no?, la panorámica cinemascope-subround de la que solemos servirnos para hacernos idea de la posición que ocupamos en medio del rebaño. Pero…¡Ah, siempre hay un maldito pero dispuesto a aguarnos la fiesta! ¿Verdad? Para quien no lo sepa, la vida es un polisíndeton (figura retórica consistente en enumerar mediante la reiteración de íes) en el que, de vez en vez, es preciso intercalar alguna que otra conjunción coordinada adversativa (pero, sino, aunque, no obstante…). Estas conjunciones adversativas son las encargadas de aguarnos la fiesta que supone el suma y sigue que posibilita la conjunción copulativa. De no ser por el gatillazo con que nos sorprenden las adversativas cada equis tiempo, la vida sería una orgía perpetua. No es casualidad, por otra parte, que el adjetivo latino interruptus se suela utilizar para aludir a experiencias altamente molestas, cuando no traumatizantes. ¡Ejem…! ¡Pues eso!...¿?...Creo que el epiciclo precedente me ha apartado más de lo debido del recorrido orbital iniciado al comienzo de este relato…¡Ah!, ¡sí!, ¡ya caigo! Decía que siempre tiene que haber un dichoso pero aguafiestas y malafollá, es decir, algún inconveniente inesperado que, tarde o temprano, termina con nuestro gozo en lo más profundo del pozo de la desolación y de la frustración. En el caso particular que aquí nos ocupa, la referida conjunción se manifestó bajo la advocación de una parejita oriunda de los madriles –lo adiviné al momento porque su conversación era una fuga de gas butano: ssssssssss- que, ni cortos ni perezosos, y aprovechando que yo había abandonado el usufructo de mi palmo de arenal para mejor vigilar el chapoteo del chavalín, decidieron clavar la estaca de su sombrilla a una distancia tan cercana que, a todas luces, difícilmente iba a permitir que entre ellos y un servidor corriese ese aire imprescindible para evitar el sobrecalentamiento que provoca la cercanía excesiva. Y me sentí incómodo. A pesar de que ella, la chavalita, no estaba del todo mal y me ofrecía un comodísimo plano ¾ -o plano americano-, me sentí muy incómodo. “¡Pero, bueno! ¿No se dan cuenta estas criaturas de que no se puede entrar en los sitios haciendo presión como las cuñas en la madera? ¿No se dan cuenta de que acaban de ocupar un espacio que, hasta hace apenas un minuto, formaba parte de mi particular perímetro de seguridad? ¿No se dan cuenta de que su conversación penetra hasta el mismísimo sanctasanctorum de mi intimidad?” –pensé yo en esos momentos-. Y no, no se daban cuenta, ¡claro está! De haberse dado cuenta hubiesen levantado el campamento para trasladarse a la parcelita de al lado, mucho más amplia que la tomada, pero que, por desgracia, exigía caminar un metro más para poder dar alcance a las juguetonas y refrescantes olas. Así que…¡agua y ajo! Sólo me quedó el consuelo de pensar que no podrían reprocharme nada en el caso nada improbable de que a mi rumbosa mirada  le diese por querenciarse[*] más de lo debido con ciertas turgencias y sinuosidades que, por lo general, suelen quedar más a trasmano. En estos casos, como sabemos, se trata de una tentación a la que sólo sucumbimos –¡todos sin excepción!- por mor de dar satisfacción a nuestra insaciable, desinteresada y aséptica curiosidad científica. Pero, evidentemente, aquí no acabó la cosa. Media hora después de nuestra llegada no quedaba un puñetero hueco sin la correspondiente parafernalia playera: toallas, sombrilla, bolsos, paletas, colchoneta hinchable, silla plegable para la abuela, nevera portátil repleta de botellines Cruzcampo y de zumos para los niños, la consabida sandía en trance de ser sepultada en el lugar que corresponde para que se vaya enfriando, etc., etc. ¡Para ir a la playa en plan proletario, mejor quedarse en casa!

  

   Es llegado, ya por fin, el momento de demostrar el postulado con que abrimos este escrito: Todo tiene que ver con Todo. Y es llegado también el momento de poner a funcionar la maquinaria meditativa con el fin de destilar las más puras esencias que, habitualmente, se hallan ocultas y entrañadas en la pulpa de las muchas experiencias de la vida cotidiana. Pensar filosóficamente es separar la pepita de oro de la ganga, el grano de la paja y el mosto de la pulpa. Pensar filosóficamente es someter la experiencia en bruto a tres filtros consecutivos y a cuál más riguroso y exigente: sensibilidad, entendimiento y razón. El producto minúsculo y altamente valioso que queda al final es la idea universal, la esencia.

   Dice Schopenhauer –no recuerdo dónde- que los seres humanos nos relacionamos los unos con los otros como los erizos -¿o eran puercoespines?-, animalitos que, como todo el mundo sabe, han de tener un cuidado sumo a la hora de medir las distancias, pues cualquier descuido en este sentido puede suponer un doloroso pinchazo. Y, claro, si esto es así en el trato cotidiano, ¡imagínense qué cuidado no habrán de tener cuando entran en época de celo! Es decir, que ni los seres humanos ni los erizos estaríamos preparados para soportar una proximidad excesiva de nuestros semejantes. Es cierto que nuestra condición de seres sociales nos hace buscar la compañía de otros como nosotros y que no es concebible una vida plenamente humana en aquellos individuos que, por circunstancias varias, han crecido al margen de la sociedad. Los casos registrados de individuos criados por animales desde su más tierna infancia coinciden todos en lo mismo: el contacto con el prójimo durante los primeros años de vida es un factor crucial para la adquisición y desarrollo de la capacidad lingüística y, por ende, racional. Una vez traspasado determinado umbral –los quince o dieciséis años- el mecanismo innato que nos posibilita la adquisición del habla se vuelve rígido y queda como desactivado. Pero también es cierto que en nuestra relación con los otros –“el infierno son los otros”, decía Sartre- hemos de andarnos con cien ojos para evitar intromisiones no deseadas, es decir, ese tipo de injerencias ante las que se suele responder con la clásica fórmula estereotipada: “¿cuándo hemos comido juntos usted y yo?”. Afortunadamente, la sociedad posee una serie de pautas que sirven para graduar el trato entre semejantes. En esto, como en casi todo, la virtud está en el término medio. Ni mucho, ni poco. Sólo lo justo. Los individuos nos relacionamos por razones de muy distinta índole: de familia, de amistad, amorosas, de vecindad,  laborales, de afinidad ideológica, etc., etc. El elemento común a todas ellas sería la afectividad. Y ésta se reparte entre las distintas modalidades de relación graduando su intensidad en un continuo que va de menos a más. A mayor afectividad, mayor intensidad e intimidad en la relación entre personas. Ahora bien…-la inevitable adversativa-, por muy intensa que sea la afectividad que nos une con nuestros amigos, familiares o parejas, todos tenemos un tope máximo, un ¡hasta aquí! infranqueable. Nuestro mundo interior es un castillo fuertemente defendido. Unos tienen permiso para pasar el puente levadizo y penetrar hasta el patio de armas, otros pueden llegar hasta el salón comedor destinado a los grandes fastos, otros pueden llegar hasta la cámara privada del castellano –de nosotros mismos-, pero, ¿quién puede decir que ha conseguido penetrar hasta la cámara del tesoro? ¿A quién podremos confiarle la llave que abre esa puerta acorazada cuando resulta que ni siquiera nosotros mismos somos capaces de entrar tan adentro? En efecto: ¿quién tendrá valor para realizar el recorrido completo toda vez que el tesoro de la interioridad sólo se conquista después de superar las más difíciles pruebas? Los cuentos y mitos nos enseñan que todo vellocinio de oro está defendido por su correspondiente Medusa.  

   Playas, plazas públicas, estadios de fútbol, cines, bares, medios de transporte y bibliotecas son lugares, de dimensiones relativamente reducidas, donde se suelen producir concentraciones altamente densas. Y ya sabemos lo que ocurre en estos casos: a mayor densidad, mayor temperatura; a mayor temperatura, o bien mayor conflictividad, o bien mayor facilidad para los escarceos amorosos; pero, como esto último es un fenómeno que no se prodiga lo suficiente, la consecuencia, en la mayoría de los casos, suele ser el consabido rifi-rafe verbal.

   Pero la validez de la parábola de los erizos es algo que depende de la validez de un postulado que Schopenhauer no parece cuestionar: el carácter permanente e inmutable de la moral. Si la moral de hoy fuese la misma que había hace ciento cincuenta años, un gesto como el de mis simpáticos acompañantes durante la referida jornada playera hubiese tenido que ser visto como una afrenta contra la intimidad, contra la dignidad y contra el honor de las personas. Pero…, los tiempos cambian que es una barbaridad. Vivimos en una época bastante permisiva en lo referente al acatamiento de normas y obligaciones. Vivimos en una época integrista en lo que a reclamar derechos se refiere y completamente relajada cuando de deberes y obligaciones se trata. Antaño usábamos guantes, gabanes, camisones talares, calzoncillos largos, bragas de cuello alto, pañuelos para recoger el cabello y bañadores tobilleros. Hogaño, nada de todo esto queda. Lo opaco ha cedido su lugar de preeminencia a lo translúcido, y lo íntimo, privado y personal a lo público. Acudir a un plató de televisión para airear los denominados trapos sucios, un gesto que hasta no hace mucho se hubiese considerado como una auténtica obscenidad, hoy se contempla como un fenómeno completamente normal. Y, ¿no es el mercadeo con las cosas íntimas una práctica equivalente a la prostitución y a la pornografía?

   ¡Si Schopenhauer levantara la cabeza…! ¿Quién sabe? Hay quienes necesitan un pinchacito de vez en cuando para darse cuenta de que están vivos.  



Bohórquez



[*] Según el DRAE, una de las acepciones de querencia es la siguiente: `tendencia o inclinación del toro a preferir un determinado lugar de la plaza donde fijarse´.

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