sábado, 6 de agosto de 2011

EL ANIMALISMO COMO SOFISTERÍA




   Para que las ideas se organicen en un todo coherente, en un sistema de teoremas –verdades demostradas-, es preciso que puedan deducirse de unas pocas verdades que no requieren demostración porque son evidentes –axiomas- y de una serie de definiciones objetivas aceptadas por todos. Si falta alguno de estos requisitos, el resultado no podrá considerarse consistente desde un punto de vista científico. A lo sumo, constituirá un simple cúmulo de ideas mal hilvanadas e inconexas, es decir, algo más relacionado con lo opinable que con lo científicamente demostrable. Ahora bien, el problema es doble: por una parte, el teorema de Gödel demuestra que los únicos sistemas coherentes al cien por cien –sólo constatables en Lógica y Matemáticas- son sistemas incompletos y deficitarios; por otra parte, existen teorías que para lograr una coherencia relativa han de echar mano de supuestas verdades –generalmente denominadas postulados- que ni están demostradas ni resultan evidentes por sí mismas, pero que son de una importancia vital de cara al sostenimiento del sistema. Esto último es lo que ocurrió, por ejemplo, con la geometría tal y como fue establecida por Euclides. Buena parte de sus teoremas presuponen el famoso postulado V, según el cual por un punto exterior a una recta sólo se puede trazar una paralela, lo cual equivale a la afirmación de que un ángulo recto suma 90º. Pues bien, fue precisamente el cuestionamiento de este postulado a mediados del siglo XIX lo que propició el surgimiento de las nuevas geometrías no-euclidianas de la mano de Bolyai, Reamann y Lobatchevsky, de capital importancia, por otra parte, en lo que respecta a la modelización de la nueva física –Teoría de la Relatividad y Teoría Cuántica-.

   Actualmente estamos asistiendo al surgimiento de una serie de movimientos que se autodenominan animalistas y cuyo cometido es la lucha en pro de los mal llamados derechos de los animales. Poco a poco, picoteando ideas de las más diversas escuelas y tendencias, han logrado elaborar una suerte de entramado ecléctico con apariencia de solidez y estabilidad que pretenden inculcarnos mediante los fórceps de la más ramplona sofistería. No se trata de que en las doctrinas animalistas se haga uso de algún que otro postulado –esto es inevitable-, de lo que se trata es de que precisan de un postulado para cada una de las supuestas verdades que necesitan demostrar. Además, para más inri, los postulados de los que suelen echar mano son tan inconsistentes desde el punto de vista teórico que no resisten ni siquiera un amago de crítica. Apenas se les hace “¡Buh!” delante de las narices, y se desvanecen en la nada de la más pura incoherencia. Al bueno de Euclides se le podrá reprochar la alegría con que aceptó la presencia en su fiesta del postulado V, pero, dadas las circunstancias de la época que le tocó vivir, el error era inevitable. De hecho, tuvieron que transcurrir más de dos mil años para que alguien se diese cuenta de que en sus Elementos había algo que no terminaba de cuadrar del todo. ¿Tendremos que esperar nosotros otros dos mil años para que afloren los absurdos sobre los que se sustentan las actuales teorías animalistas? Si tal cosa ocurriera, no tendríamos perdón de Dios, pues a nosotros nadie podría aplicarnos la eximente de la falta de evidencia ocasionada por la excesiva complejidad del asunto. Los absurdos presentes en las teorías animalistas están tan cerca de la superficie que saltan literalmente ante nuestros ojos nada más iniciar la lectura de los textos en donde aparecen formuladas.

   En estas teorías existe un postulado fundamental en el que se sustentan aquellos otros que sirven de soporte para todo su tinglado teórico. Se trata del mismo en el que en su momento se sustentó el movimiento sofístico: el significado de las palabras puede ser manipulado en función de nuestros intereses. Y si el significado de las palabras se puede manipular a voluntad, entonces cualquier asunto de relevancia podrá ser manipulado a voluntad, dado que las palabras constituyen un duplicado de estos asuntos. Efectivamente, lo primero que nos llama la atención nada más iniciar la lectura de aquellos textos en donde se exponen las doctrinas animalistas es el descaro con que adulteran el significado de las palabras. Dicen que la primera víctima de cualquier guerra es la verdad. ¡Falso! La primera víctima de las contiendas es siempre la Semántica; lo de la verdad viene después. Las afirmaciones referentes a la Ética y a la Antropología, que constituyen el grueso de estas doctrinas, caerían por su propio peso si no fuese porque previamente se ha realizado el correspondiente falseamiento lingüístico.

   Pero centrémonos en el tema de la tauromaquia. Es evidente que a los animalistas la fiesta nacional les resulta repulsiva, que no les gusta, vamos. ¿Por qué no les gusta? Pues porque no la entienden. ¿Por qué no la entienden? Porque no saben mirar, porque llevan sobre los ojos una venda elaborada a partir de los prejuicios destilados al calor de su propio delirio. Cuando se mira sin ver es inevitable que lo contemplado resulte completamente absurdo e incomprensible, y ya se sabe: lo absurdo pide ser modificado. Ahora bien, ¿cómo modificar rápidamente lo que se muestra reacio al cambio? Muy fácil: manipulando las palabras que designan esa realidad. Es cierto que el lenguaje es algo, en cierta manera, vivo, algo que evoluciona y se modifica para así poder dar cuenta de los cambios que se van registrando en la realidad, pero esto es algo que lleva su tiempo. Hay gente, no obstante, que está convencida de que para cambiar las cosas que no nos gustan lo mejor que se puede hacer es cambiar el lenguaje. Pero, como resulta que éste no suele ser tan diligente como ellos quisieran, no dudan a la hora de recurrir al decreto ley para ver si así consiguen acelerar su evolución. Y así es como actúan los intransigentes. Los tolerantes, en cambio, prefieren que sea la propia dinámica de las cosas lo que termine dejando su impronta sobre el lenguaje.  

   Vayamos al grano. Los animalistas afirman que el toreo es un espectáculo bárbaro y primitivo en el que se tortura gratuitamente a un animal inocente, al que previamente se ha esclavizado, hasta provocarle la muerte. Afirman que los aficionados, en la medida en que disfrutan del espectáculo de la lidia, son unos sádicos insensibles y, para que no falte de nada, sostienen que los toreros son unos asesinos. De manera general, en estas líneas se recoge el grueso del pliego de cargos que los animalistas antitaurinos suelen dirigir contra la fiesta nacional. Hemos querido resaltar con cursiva y negrita los términos que con mayor frecuencia aparecen en la disputa, pero somos conscientes de que en estas acusaciones aparecen otros que también merecerían un comentario detallado. Según informa el DRAE, la primera acepción de tortura es la siguiente: `Grave dolor físico o psicológico infligido a alguien, con métodos y utensilios diversos, con el fin de obtener de él una confesión, o como medio de castigo´. Que nosotros sepamos, los pronombres alguien y él sólo se aplican en la lengua castellana a individuos humanos, esto es, a personas, ergo…, la conclusión cae por su propio peso: a los animales no se les tortura, en todo caso se les maltrata. Al situar el adjetivo inocente a continuación del sustantivo animal se está originando un sintagma ciertamente problemático, dado que ello nos lleva a pensar que del mismo modo que hay animales inocentes los puede haber culpables. Los conceptos culpa e inocencia son de uso común en los ámbitos de la Moral, de la Psicología y del Derecho, en unos ámbitos que sólo de una manera tangencial pueden tocar ese otro ámbito que es el de la animalidad. ¿Es culpable el león que, por desgracia, ocasiona la muerte del domador? En caso de que la respuesta fuese afirmativa, ¿de qué?, ¿de asesinato quizás? Pero sigamos con el DRAE. Esclavitud, en su tercera acepción –la única relevante- es la `sujeción excesiva por la cual se ve sometida una persona a otra, o a un trabajo u obligación.´ Es imposible mayor claridad en la exposición, luego sobran los comentarios. A los animales no se les esclaviza, a lo sumo, se les priva de libertad. Y finalizamos con el verbo asesinar: `matar a alguien con premeditación y alevosía.´ El pronombre alguien da muestras evidentes de ser un tanto tozudo. Quizás convenga crear una lista negra en la que incluir a todos aquellos que se niegan a colaborar con la noble causa de la emancipación animal. O mejor aún: ¿por qué no decidimos, desde ya, que los animales también son alguien? De esta manera la expresión persona humana dejaría de parecernos redundante al desempeñar el adjetivo una función especificativa. Sí, somos conscientes de que la expresión en modo alguno es redundante, puesto que, según afirman los creyentes, también existe una sustancia divina que se manifiesta a través de tres personas distintas –Padre, Hijo y Espíritu Santo-, pero, pese a ello, hemos preferido no traer a colación el tema de la divinidad para no complicar aún más el asunto. Todos sabemos que los animalistas no perdonan a Dios el hecho de haber situado al hombre en la cúspide de la creación y, sobre todo, el haber dicho aquello de:  Domine (el hombre) sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados, sobre las fieras campestres y sobre los reptiles de la tierra”.

   Es preciso evitar el maltrato a los animales dentro de lo posible, pero en modo alguno apelando a las razones que suelen esgrimir los animalistas. La persona que maltrata gratuitamente[1] a un animal no atenta contra la dignidad de éste –puesto que los animales, al no ser personas, no pueden ser sujetos de los que se pueda predicar semejante atributo-, atenta contra la suya propia.  

   La pregunta queda servida en bandeja: ¿es legítimo entrar en la Semántica como elefante en cacharrería? ¡Ojo con la respuesta que demos! Tenemos que ser conscientes de que del mismo modo que las palabras pueden generalizar sus significados para así dar albergue a realidades hasta entonces excluidas de su radio de aplicación, también tienen la capacidad de restringirlos y, por tanto, también pueden excluir algunas de las realidades que hasta ayer mismo incluían. Es decir, que si es posible que Algo sea considerado como Alguien, también ha de ser posible la inversa: que Alguien se pueda considerar como Algo o, en el peor de los casos, como Nada. Y es que, como los derechos tienen la desgracia de habitar unas dependencias un tanto estrechas, para recibir a nuevos invitados por la puerta principal no les queda más remedio que expulsar a los huéspedes más antiguos por la de servicios.



[1] Evidentemente, el maltrato que el toro pueda sufrir durante el proceso de la lidia en modo alguno podrá considerarse como gratuito, y ello por la sencilla razón de que el ritual que se escenifica en el coso está destinado a satisfacer una necesidad de orden eminentemente espiritual y, por tanto, altamente perentoria desde el punto de vista de lo humano.

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