miércoles, 17 de agosto de 2011

BIBLIOCLASMO (Una historia perversa de la literatura)


   Lo primero que llama la atención de este texto tan particular es su tono monocorde, constante, lineal y, sobre todo, apocalíptico. Aquí no hay cambios de ritmo, no hay clímax o anticlímax que impriman un mínimo de variedad o de tensión, no hay nervio. Se trata de un texto que nos produce una extraña sensación de dejà vu, como si estuviésemos leyendo la misma idea una y otra vez, ad nauseam.  

   Por otra parte, el tono crepuscular es coherente con el tema: el agotamiento-agostamiento, por demasía y saturación, de la época de esplendor del objeto libro. Según el autor, el camino seguido por nuestra cultura, desde el momento de su nacimiento en la antigua Grecia, ha estado siempre presidido por ese objeto fetiche que es el libro, en el que hemos puesto todas nuestras esperanzas para, ya al final del camino, comprobar lo no fundamentado de nuestras expectativas. Vanitas vanitatum. El libro –y el conocimiento que representa- es, tal como se afirma en el Génesis, un instrumento de muerte, algo que nos aparta de la espontaneidad vital y de la existencia paradisíaca de la inocencia. Esto es lo que explica que el autor se vea en la necesidad de ilustrar sus ideas mediante una serie de bodegones –o naturalezas muertas- protagonizados por libros, calaveras y velas de luz mortecina. La tesis se podría resumir en la ecuación biblioteca = bibliotafio.

   La idea podrá convencernos, aunque sólo sea de una manera parcial, pero el tono no. El tono es el propio de quien no espera nada de la vida y, si se nos apura, el propio de quien se relaciona con sus propias ideas como si de elementos extraños se tratara. Llegamos a dudar de que el autor crea realmente en aquello que afirma.

   Biblioclasmo es una paradoja en cuerpo y alma –en verbo y carne-. La paradoja radica en el hecho de escribir un libro con la intención expresa de denunciar la inanidad e inutilidad de todos los libros. Fernando R. de la Flor incurre en el mismo vicio en que suelen incurrir todos los escépticos de todas las épocas y condiciones cuando deciden hacer uso de los argumentos para convencer al prójimo de la veracidad de sus convicciones. Al escéptico que afirma que no podemos conocer verdad alguna es preciso formularle la siguiente pregunta: ¿es verdad que no podemos conocer ninguna verdad? Y, como necesariamente nos ha de decir que sí, que es verdad, no puede ser cierto que no podamos conocer verdad alguna, puesto que es verdad que no podemos conocer ninguna verdad. Es decir, si el escéptico ha de permanecer callado para no incurrir en una contradicción flagrante, otro tanto ha de hacer el escritor-erudito que pretende convencernos de la inanidad del objeto libro. Por sus obras los conoceréis, dicen las Sagradas Escrituras. De la Flor hace justo lo contrario de lo que dice o piensa.    

   A menos que…No hay que descartar la posibilidad de que la intención real del autor de Biblioclasmo haya que buscarla en el reverso o negativo de lo que afirma. De la escuela de guerra de la vida: lo que no me mata, me hace más fuerte. En este aforismo nietzscheano, variante del clásico ab ipso ferro, hallaríamos resumido el principio metodológico en que, de ser cierta nuestra conjetura, se basaría el escrito que estamos comentando. La idea es que para favorecer a nuestro objeto de veneración es preciso dispensarle un trato duro, estricto y, en ocasiones, hiriente; es decir, que la compasión, más que favorecer, anula y debilita.

   La película El creyente aborda una cuestión que está directamente emparentada con la filosofía implícita en el lema ab ipso ferro. Se trata aquí de la historia de un joven judío que, habiendo abandonado sus prometedores estudios rabínicos, comienza a relacionarse con grupos neonazis. Se rapa la cabeza, adopta la indumentaria y la parafernalia de estos grupos para, finalmente, actuar en consecuencia: se presta voluntario para colocar una bomba en el interior de una sinagoga. Al parecer, el joven está convencido de que la grandeza del pueblo judío es un factor derivado de la persecución a la que se ha visto sometido desde la época de la diáspora. Si la espiritualidad sin parangón del judío es el sublimado resultante de una intensa y prolongada represión –desprecio, persecución, exterminio-, entonces la conclusión parece clara: la paz y el descanso se convierten en sinónimo de decadencia y, en última instancia, de muerte. Desde esta óptica, el acto de ofensa que el protagonista dirige contra los suyos sólo puede ser visto como acto de amor y de fidelidad. Dice Nietzsche en Humano, demasiado humano: “Quien vive de combatir a un enemigo tiene interés en dejarle con vida”.

   ¿Hay algo de todo esto en Biblioclasmo? ¿Se relaciona Fernando R. de la Flor –profesor de literatura en la Universidad de Salamanca, por cierto- con el libro de manera similar a como el joven judío de la película se relaciona con sus correligionarios? Quizás sea ésta una posibilidad que no debamos descartar.



   Sea cual sea la respuesta a nuestras conjeturas, el autor, plenamente consciente de la contradicción en la que incurre, se ve en la necesidad de matizar sus afirmaciones:



   Según esto será preciso escribir mucho para demostrar con contundencia que un escribir puede llegar a ser vano; que un leer, pernicioso a la postre. La prueba de la banalidad de cierta escritura sería así este mismo libro (que espero que el lector sólo esté hojeando caprichosamente, para inmediatamente pasar a abandonarlo cuanto antes). La prueba de la prescindibilidad de ciertas lecturas sería esta misma lectura, que usted, lector, “mon semblable”, “ mon frère”, aquí y ahora realiza. (pag. 191)



   ¿Quién escribe un libro con la esperanza puesta en que no llegue a ser leído? Sobran los comentarios.

   Unas páginas después leemos:



   Se trata, sobre todo, de eliminar la nube espesa de una literatura secundaria. La sed de fuentes prístinas aparece así combinada con un aborrecimiento claro del discurso parasitario, de la glosa, de los paralipómenos y marginalias. (pag. 235)



   ¿En qué quedamos, pues? Como resulta que no se puede escribir un libro con el fin declarado de poner a parir a los libros, mejor dirigir la crítica hacia toda esa paraliteratura excrecente y marginal que vive de parasitar los textos más nobles y más dignos de ser respetados. ¡Bien! Parece que nos vamos aclarando. La literatura no es mala de por sí; lo realmente malo es la literatura de segundo orden (la que hacen los críticos y profesores universitarios) y la de tercer orden (la que nosotros hacemos aquí al comentar literariamente un libro que trata de libros). De lo que se trata, entonces, es de poner límites a la proliferación metastática de literatura marginal y, ¿por qué no?, de toda esa pseudoliteratura que cada año, al calor de los intereses de las empresas editoriales, inunda el mercado del libro como si de moscas se tratase –Schopenhauer dixit-. De las grandes empresas editoriales podríamos decir lo que El Roto afirma acerca de las Nuevas Tecnologías de la Información y de la Comunicación: Banda ancha para ideas estrechas. ¡La sinergia perfecta!



   Si nada ni nadie lo remedia, dentro de un par de meses asistiremos a la puesta de largo de BIBLIOFILIA HERÉTICA –Ensayo sobre la carnalidad del verbo-, obra de la que el único responsable es un servidor y que sacamos a colación ahora por su pertinencia de cara a una mejor dilucidación de BIBLIOCLASMO. Lo realmente curioso es que ambas obras, a pesar de compartir la temática –el objeto libro y los procesos de lectura y de escritura- y un procedimiento metodológico similar –deconstruccionismo hermenéutico-,  llegan a conclusiones diametralmente opuestas. Así, por ejemplo: si en Bibliofilia Herética el libro comparece como objeto vital y capaz de proporcionar un placer que en poco o nada desmerece del erótico –el libro sería un ente plurip(v)aginal-, en Biblioclasmo comparece como objeto muerto y estéril; si en la primera la biblioteca es comparada con el paraíso terrenal, en la segunda se compara con un cementerio o columbario –bibliotafio-, etc., etc. ¿Cómo es posible semejante divergencia toda vez que, según hemos dicho, en ambos casos se trata del mismo objeto y, sobre todo, toda vez que el método de abordamiento es prácticamente el mismo? La única respuesta capaz de poder salvar ambas interpretaciones a la vez sin por ello incurrir en flagrante contradicción es ésta: el objeto libro es el auténtico Aleph borgeano, es decir, el único objeto material existente en el mundo capaz de reflejar completamente la totalidad de las cosas existentes –lo positivo y lo negativo, lo bueno y lo malo, lo hermoso y lo feo, lo verdadero y lo falso, lo uno y lo múltiple…-. Si el libro es espíritu encarnado, entonces también de él se podrá decir algo similar a lo que los filósofos escolásticos decían del alma: “liber (anima) est quodanmodo omnia” –el libro (el alma) es, en cierto modo, todas las cosas-. 

   ¡Por cierto!: no vemos ninguna relación entre el contenido de la obra y el subtítulo –Una historia perversa de la literatura-. Si matizamos el adjetivo perversa, este subtítulo hubiese venido que ni pintao para nuestra Bibliofilia Herética.

  



   Cualquiera que esté medianamente familiarizado con los escritos de San Nietzsche habrá tenido la ocasión de comprobar en más de una ocasión que éstos contienen una respuesta para cada pregunta relevante que nos podamos plantear. En este sentido, la obra del filósofo alemán se comporta de manera similar a como lo hacen todos los libros considerados como santos o mágicos: los abrimos por una página cualquiera, al azar, y resulta que lo que allí leemos nos habla, precisamente, de la cuestión que nos traíamos entre las manos del intelecto. Valgan las siguientes píldoras como pequeño botón de muestra:



   Libros malos.- El libro debe reclamar la pluma, la tinta y la mesa de escribir; pero, generalmente, son la pluma, la tinta y la mesa de escribir las que reclaman el libro. Por eso en nuestros días los libros valen tan poco.



   Libros.- ¿Qué vale un libro que ni siquiera nos transporta más allá de todos los libros?



   Ley draconiana contra los escritores.- Un escritor debería ser considerado como un malhechor que no merece, sino en casos muy raros, el perdón o la gracia: esto sería un remedio contra la invasión de los libros.

1 comentario:

  1. cuando te metes en infinet no sabes a donde irás a parar, hoy entre otros sitios he encontrado este, me gusta, y cosa curiosa he descubierto que soy, al menos, el tercer lector del rollo Biblioclasmo del Sr. Flor.
    biblioclasmado me quedé cuando lo acabé ( haciendo un gran esfuerzo)
    hasta otra

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