Si no recuerdo mal, se remonta al poeta latino Horacio aquel famoso lema que posteriormente, en el siglo XVI, haría suyo nuestro Fray Luis de León, pretendiendo con ello ofrecernos un epítome y compendio de su talante vital. Ab ipso ferro. Hölderling, el poeta romántico, sentenciará que allí donde está el peligro crece también su antídoto. Y un tiempo después, el misántropo Nietzsche, ese amigo de la soledad y de las gélidas regiones alpinas donde sólo muy pocos se aventuran, nos obsequiará con esta puya aforística: “lo que no me mata me hace más fuerte”. Variaciones todas, como se ve, en torno a una misma cuestión, aquella que, con el correr de los años, permeará el lenguaje popular transfigurada en la fórmula “lo que no mata engorda”. Cualquier hierro dirigido contra la permeable carne puede ser causa de muerte, pero resulta un tanto paradójico que, cuando la consecuencia natural no es ésta, la carne se curta, la vida se afiance y el espíritu se temple y crezca. El mismo hierro del jardinero que hiere a la planta es causa de que ésta, una vez llegada la primavera, brote con mayor fuerza e intensidad. Se trata, además, del mismo principio en que se basa el procedimiento profiláctico de la inmunización, consistente, como sabemos, en exponer el organismo, de manera parcial, progresiva y controlada, a aquellos elementos patógenos causantes potenciales de la enfermedad y de la muerte para que se generen los anticuerpos capaces de combatirlos cuando éstos aparezcan con toda su intensidad deletérea. O dicho en román paladino: una piel curtida no siente el frío.
En el film objeto de este comentario también se perciben los ecos de esta filosofía milenaria.
La historia está ambientada en las postrimerías de la Guerra de Secesión norteamericana. Una familia de hacendados terratenientes sureños ha tenido una hija, Helen, que, como consecuencia de una enfermedad durante los primeros meses de vida, se queda ciega, sorda y muda. La compasión que los padres sienten por la criatura es la causa de que la hayan educado de manera blanda y permisiva, amparándose en el consabido “¡Bastante tiene la criatura con lo suyo!”. Pero, según Helen se ha ido haciendo mayor, la posibilidad de controlar su comportamiento se ha ido volviendo, asimismo, cada vez más dificultosa. Se ha llegado a un extremo en que la niña es incapaz de aceptar un No, respondiendo muy agresivamente a cualquier negativa de las personas de su entorno. Los padres, de hecho, y ante esta situación, llegan a plantearse la posibilidad de internarla en un sanatorio mental, pero deciden solicitar antes la ayuda de un centro especializado en este tipo de deficiencias. Es entonces cuando entra en escena la auténtica protagonista, Ana Sullivan, de la que iremos conociendo en lo sucesivo su terrible pasado, además de las claves de su personalidad firme e intransigente, gracias a la inserción de una serie de secuencias en flash-back en las que ella rememora su dura infancia. Conocemos, por ejemplo, que ella y su hermano, ambos con importantes taras y deficiencias físicas, fueron abandonados por sus padres en una especie de hospicio para gentes desahuciadas: deficientes mentales, ciegos, sordomudos, ancianos con alzheimer, prostitutas sifilíticas y alcohólicas víctimas de delirums tremens, etc. Sabemos que Ana fue ciega y que pudo recuperar la visión gracias a una exitosa operación, y sabemos, finalmente, que su hermano, que padecía de tuberculosis ósea, no pudo superar sus problemas y falleció. El mismo día que llega al latifundio empieza a hacerse cargo de la educación de Helen sirviéndose de una metodología que a los padres les parece inhumana y abusiva por su dureza. De hecho, este primer encuentro termina en una auténtica batalla campal en la que se destrozan muebles, se quiebran vidrios y la propia Ana pierde una muela como consecuencia de un golpe que le propina la asilvestrada niña. Cuando el padre de familia observa las duras maneras de la profesora y le pide por ello un poco de humanidad y compasión, la respuesta que obtiene es la siguiente: “No es compasión lo que ella necesita. Si a mí, allá en el hospicio, sólo me hubiesen proporcionado compasión, ahora estaría muerta. Tuve que hacerme fuerte para sobrevivir”. Afortunadamente, poco tiempo después, la labor de Ana empieza a dar sus frutos, pues consigue que Helen, por primera vez en su vida, coma con la cuchara, sentada en su silla frente a la mesa y, lo más maravilloso de todo, que al terminar haya doblado su servilleta. Los padres están que no caben en sí de tanta alegría. Es este pequeño milagro lo que condiciona el hecho de que acepten la petición que a continuación les hace Ana. Quiere llevarse a la niña a una casita desocupada y aledaña de la gran mansión familiar para así poder mantenerla al margen de interferencias, mimos y consentimientos. Las batallas campales continúan también allí, pero la férrea maestra no da su brazo a torcer y, poco a poco, va consiguiendo doblegar la díscola voluntad de la niña. Las mejoras empiezan a ser evidentes. Pero, a pesar de este éxito, Ana no se siente satisfecha con su labor. ¿Cómo conseguir acceder al interior de Helen? ¿Cómo hacerle comprender la vinculación que existe entre las palabras que aprende mediante el lenguaje de gestos y las cosas que éstas representan si es ciega, sorda y muda? ¿Cómo romper ese duro cascarón que la mantiene presa en su propio interior y completamente aislada del mundo circundante? ¿Cómo conseguir que responda a los estímulos de manera distinta a como lo haría un perro, es decir, de una manera humana? Se siente derrotada, incapaz de ir más allá en sus progresos y dispuesta a abandonar a la niña a su terrible suerte. Pero la cosa no termina aquí. Cuando los padres de la criatura, que se sienten completamente satisfechos por los logros alcanzados y que no aspiran a ulteriores mejoras, deciden celebrar una pequeña fiesta de bienvenida para su hija, que ha estado dos semanas alejada de la familia, ésta vuelve a sus andadas. La recaída de Helen ocasiona la ira de Ana, que la saca a rastras a la calle para que vuelva a llenar el jarro de agua que previamente le había arrojado sobre el rostro, y es entonces cuando de verdad se produce el gran milagro. El contacto con el agua hace que en el interior de la mente de Helen se produzca la deseada vinculación entre palabra y cosa. Ha sido capaz, por fin, de romper la cáscara de su aislamiento y de trascender los límites oscuros de su propia cárcel interior. Helen acaba de nacer como ser social capaz de comunicarse con sus semejantes, y todo ello gracias a un arduo proceso educativo basado en la constancia y en la disciplina, no en la compasión.
Decía un sabio profesor que cuando se trata a alguien como si fuera tonto es muy probable que llegue a serlo. No es la compasión lo que rescató a Helen de un aislamiento cuasi animal, sino la disciplina y el acatamiento de las normas. Un sistema educativo que dé cabida en sus procedimientos a la compasión, al permisivismo y al todo vale está condenado al fracaso de antemano, pues olvida su objetivo prioritario, que no es otro que el de extraer y potenciar las cualidades más valiosas de todo ser humano. El objetivo de la educación es eso que los griegos llamaron areté y los latinos virtus, esto es, la excelencia y perfección. En este sentido, la pedagogía sería la más ambiciosa de todas las artes, pues aspira a crear la obra de arte humana. ¿Sería deseable un sistema educativo que funcionase acatando los principios básicos de cualquier sistema democrático? ¿La relación docente-discente puede estar basada en estos mismos principios? Parece evidente que no. No hay educación sin jerarquía, sin diferencia, sin imposición categórica e incondicional. A veces, sin un “porque lo digo yo” como respuesta a ciertas preguntas que sabemos que lo único que buscan es cuestionar la autoridad. El cincel que modela y la mano que lo empuña han de contar siempre con las características del bloque de mármol, pero sin apartarse ni un ápice del modelo ideal previamente diseñado. La democracia ha de ser un lujo, una conquista a la que se tenga derecho después de haber pasado por todo un proceso de modelaje, en cierto modo, dictatorial. Este es el precio que hay que pagar. Por paradójico que pueda parecer, la obediencia y la disciplina son las condiciones de posibilidad de los sistemas democráticos y, por ende, de la libertad misma. Y quien llegue a la democracia sin haber aprendido a apechugar con una serie mínima de imposiciones y deberes –la otra cara de los derechos que todos parecen olvidar- es muy probable que termine convertido en una rémora para la sociedad o, lo que sería aun peor, en carne de presidio.
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