sábado, 20 de agosto de 2011

EL ANIMALISMO COMO ANTIHUMANISMO







   En el diálogo Fedro, Platón expone su concepción tripartita del alma comparándola con un carro arrastrado por dos caballos, uno noble –alma irascible- y otro innoble –alma concupiscible-, y que es gobernado por un auriga –alma espiritual-. Se trata de un símil que Platón utiliza para ilustrar los distintos impulsos que en el interior del hombre pugnan por hacerse con el control de su voluntad y para transmitirnos la idea de que el alma racional debe someter y sofrenar las exigencias procedentes de las otras dos, que son las más vinculadas con la animalidad elemental. El hecho de que el hombre someta su entorno natural más inmediato obedece a una exigencia que deriva de su propia naturaleza en tanto que organismo natural, puesto que es la única manera que encuentra para sobrevivir, pero cuando lo que ha de ser sometido son los propios impulsos y tendencias que anidan en nuestro interior, entonces la exigencia se convierte en imperativo moral. Y de esto, precisamente de esto, es de lo que el símil trata. Ahora bien, esto que el filósofo ateniense trata de ilustrar echando mano de una licencia literaria es lo mismo, exactamente lo mismo, que refieren multitud de mitos procedentes de las dos grandes tradiciones sobre las que se sustenta nuestra cultura occidental: la grecolatina y la judeocristiana. La emergencia de lo humano a partir de la común matriz de la animalidad, las reglas que es preciso respetar para evitar la recaída, ejemplificaciones de lo que suele ocurrir cuando estas reglas no son respetadas…, estos parecen ser los temas predilectos de nuestra tradición y de tantas otras completamente distintas. Piénsese, por ejemplo, en la historia de Teseo y el Minotauro, en la historia de Odiseo y el cíclope Polifemo, en las aventuras de Jasón y los argonautas, en el episodio bíblico en donde se refiere la adoración del becerro de oro y el consiguiente castigo y en tantos otros que podríamos destapar si somos lo suficientemente pacientes. En todos los casos se trata de historias en las que, según hemos dicho, se conmemora el momento inaugural en que el hombre se yergue sobre la horizontal de la animalidad.

   Es preciso tener en cuenta que lo referido por estas narraciones es el mito, es decir, la descripción lingüística del suceso inaugural, y un mito, como sabemos, no es otra cosa que la otra cara del rito. El mito explica lo que el rito representa o ejemplifica a través de gestos. Ahora bien, resulta que a la vez que nuestra tradición ha sido capaz de conservar una cantidad considerable de mitos, apenas ha sido capaz de conservar un puñado de ritos, y ello, así lo creemos, como consecuencia de la propia naturaleza de los distintos medios de conservación y transmisión de que se sirven cada uno de ellos. Pero existe una dificultad añadida, y es que los ritos que hasta nosotros han llegado parecen haber perdido por el camino su mito correspondiente.  Este es el caso, por ejemplo, del teatro actual. En este espectáculo se trataría, según los entendidos en la materia, de una representación vinculada originariamente con la muerte de Dionisos, identificado tradicionalmente con un cabrón. De hecho, el término griego tragoedia significaría algo así como  `canto del macho cabrío´. Y este es el caso también de otro ritual –menos evidente que el anterior- que se ha conservado en un lugar denominado Península Ibérica –una reserva de primitivismo, según Gerald Brenan- y que tiene que ver con la lidia y posterior sacrificio de un toro. ¿Cuál es el mito que explica este ritual? Aunque somos conscientes de que los ritos suelen tener un carácter polisémico, en el sentido de que se les puede atribuir más de un significado, no tenemos ninguna duda al respecto: el significado principal de este significante es el mismo que hemos comentado unas líneas más arriba: el sometimiento de la animalidad –irracionalidad, instinto, pasiones, miedo…- por parte de aquello que es característico y exclusivo de los seres humanos –inteligencia, aplomo, control, templanza…-. El auténtico rival del diestro no es el toro, es, antes bien, su propio miedo y su propia debilidad. ¿Puede haber mayor escuela de ética que ésta?

   En el año 1933 Lorca pronunció una conferencia que llevaba por título Teoría y juego del duende, una conferencia que, dicho sea de paso, pocos admiradores del poeta parecen conocer, y ello a pesar de que contiene los elementos fundamentales de su universo poético y de su cosmovisión. Una de las ideas más valiosas contenidas en esta conferencia es la conexión que establece entre el espíritu dionisiaco de los antiguos griegos, ese mismo que Esquilo y Sófocles ilustraron mediante sus tragedias y que siglos después cautivaría el corazón de Nietzsche, y las corridas de toros. Sostiene Lorca que el autor del Zarathustra se equivocó al buscar este espíritu de la tierra sobre el puente de Rialto o en la música de Bizet, ya que, según él, había saltado directamente desde los griegos a las bailarinas gaditanas, al cante de Silverio y, ¿cómo no?, a esa suerte de tragedia renacida que es el toreo. Nietzsche, por tanto, se equivocó al elegir el título para su primera obra importante. Ésta debería haberse titulado, según se desprende de las tesis de García Lorca, El renacimiento de la tragedia en el espíritu de la tauromaquia.

   Uno de los principales argumentos de los antitaurinos es que se trata de un espectáculo primitivo e impropio de nuestro tiempo. Sí y no. La lidia moderna nace en el siglo XVIII como consecuencia, al menos en parte, de una prohibición promulgada por Carlos III -¡los prohibicionistas deberían tener cuidado con lo que prohíben. Deberían tener en cuenta el famoso efecto boomerang!-, lo cual significa que, desde un punto de vista formal, no es tan primitiva. No obstante, sí que lo es desde un punto de vista sustantivo o de contenido. Pero…¿y qué? ¿Hay que prohibir lo antiguo por la sencilla razón de que es antiguo? ¿Hemos de borrar de un plumazo toda la cultura clásica porque el noventa y cinco por ciento de la población actual la considera anacrónica e inútil? Lo primitivo del toreo ha de ser visto más como una virtud que como un defecto.



   Decíamos que en el rito de la tauromaquia se rememora el momento inaugural en que el hombre se yergue por encima de la animalidad, de una animalidad transitiva y, al mismo tiempo, reflexiva, puesto que el auténtico enemigo al que el diestro debe vencer está representado por sus propias pasiones. Hemos dicho también que esta es la imagen del hombre que surge de las dos grandes tradiciones sobre las que se sustenta nuestra cultura: la tradición grecolatina y la judeocristiana. Pues bien, ¿qué piensan los animalistas en relación a esta manera de concebir al hombre? Es evidente que no están de acuerdo. Como aquí no disponemos ni de espacio ni de tiempo para realizar una crítica a fondo de las doctrinas defendidas por los animalistas, nos tenemos que conformar con ofrecer al lector una suerte de resumen caricaturesco de las conclusiones a las que tales doctrinas conducen de manera irremisible. Los animalistas pretenden que el gallardo y circunspecto auriga del relato de Platón se baje del carro, humille la cerviz y se disponga a jalar a la par que los caballos, que para algo son sus semejantes. “¿Quién se habrá creído que es este bribón pretencioso?” –murmuran en petit comité-. Lo acusan de haber usurpado un lugar que no le corresponde sirviéndose de una serie de estratagemas aprendidas de un sofista llamado Sócrates. Lo acusan de prepotencia, de vanagloria y de abusar de una autoridad que en puridad no le pertenece. Algunos llegan al extremo de afirmar que el sedicente auriga no es más que un humilde mamporrero. Y, como la conclusión que se deriva de todo esto es que las personas humanas no deben abusar de las personas animales –una nueva categoría inventada por ellos-, proponen reformular el imperativo categórico kantiano de manera que dé cabida a los derechos de los animales. El imperativo, a partir de ahora, debe ser enseñado en los institutos de toda España en la siguiente formulación: “Obra de tal modo que trates siempre a la humanidad y a los animales, ya en tu persona, ya en la de los demás, no sólo únicamente como un medio, sino también al mismo tiempo como fin.”

   Pero no sólo la imagen tradicional del hombre se ve sensiblemente alterada como consecuencia de la sofistería animalista. También la imagen de la naturaleza experimenta un falseamiento de una envergadura similar al ser contemplada a través del prisma deformante que suponen los falsos postulados del animalismo. ¿Cómo ven la naturaleza aquellos que comulgan con estos postulados? Básicamente, como un todo ecléctico elaborado a partir de los materiales de demolición de una serie de mitos: mito griego sobre la edad de oro, mito bíblico sobre el jardín del edén, mito rusoniano sobre el buen salvaje –tan fructífero para la industria editorial y cinematográfica, a la par que desastroso para la pedagogía- y mito contemporáneo sobre el animal humanizado puesto en circulación por Walt Disney. ¿Cuántos traumas no habrán causado películas como Bambi y Dumbo? La imagen idílica y bucólica sobre la naturaleza que todos los animalistas comparten es el resultado inevitable del empacho provocado por tanta gominola psicodélica y por tanto almíbar en estado puro. Esto es algo que no se puede negar, pues todos sabemos que las digestiones pesadas provocan una leve hipoxia en el cerebro que dificulta la imprescindible cópula de la sinapsis.



   Con el permiso de Nietzsche:  ¿Se nos ha entendido? -Teseo contra Pasifae.

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