Acabo de leer una noticia que me ha puesto los pelillos de la cordillera dorsal como escarpias, aunque, la verdad sea dicha, no sé por qué me sorprendo de ciertas cosas a estas alturas. La noticia es la siguiente: Umberto Eco da a conocer que piensa aligerar su obra El nombre de la rosa para así hacerla más accesible al gran público. Más de uno considerará desmedido el hecho de que los medios de comunicación tomen en cuenta un asunto que sólo de manera tangencial roza el interés general, pero, en verdad, la noticia lo merece. Y lo merece por dos razones fundamentales:
En primer lugar, porque esta novela de Eco, a diferencia de lo que ocurre con el ingente arsenal que cada año desfila por los escaparates de las librerías –casas de lenocinio de lo libresco- y por los estantes de los grandes centros comerciales –los polígonos de la referida práctica lenociniesca-, es una obra que gozó de una difusión completamente excepcional en su época, convirtiéndose en una suerte de objeto de culto que necesariamente era preciso adquirir, independientemente de que luego se leyera o no. Los treinta años transcurridos desde su publicación representan una garantía más que suficiente para que podamos afirmar sin temor a equivocarnos que El nombre de la rosa es uno de los pocos libros que han conseguido saltar las fronteras nacionales para convertirse en un best-sellers de influencia planetaria. Es preciso tener en cuenta, bien es cierto, que, de no haber existido la versión cinematográfica de J. J. Annaud, es muy probable que la situación hubiese sido otra. Muy pocas veces, dicho sea de paso, las adaptaciones cinematográficas de obras literarias suelen estar a la altura de éstas. En este caso, es incluso posible que el film haya superado a la novela.
En segundo lugar –y sobre todo-, porque la noticia en sí implica una valoración tremendamente negativa, casi demoledora, de los sistemas educativos vigentes en los estados modernos. Lo que la noticia da a entender es que los actuales lectores potenciales de la obra de Eco no han sido preparados para poder obtener de la misma una comprensión y disfrute suficientes, que entre la obra y los posibles lectores de hogaño existe una brecha o cesura igual o mayor que la existente, según Platón, entre el mundo sensible y el mundo inteligible (chorismós). Es decir, que los estudiantes de ahora salen peor preparados de las aulas que los estudiantes de hace quince o veinte años. Así, por ejemplo, se nos informa de que Eco pretende simplificar el léxico, sólido y perfecto, (…) pero oscuro y denso como el misterio que investigan (…), además de agilizar algunos trozos y refescar el lenguaje. Y todo ello con el objetivo de democratizar el libro, hacerlo más accesible a los nuevos lectores; actualizar la novela para acercarla a las nuevas tecnologías y generaciones. Para más inri, la conclusión con que se cierra el texto no puede ser más demoledora: si no puedes educar al lector, simplifícale la vida. Es decir, que si no podemos vencer al enemigo –en este caso, la ignorancia, no los ignorantes- lo mejor es confraternizar con él. ¿Qué significado hemos de dar a eufemismos como simplificar, refrescar, agilizar, democratizar y actualizar? A buen entendedor, pocas palabras bastan. Y, gracias a Dios –o gracias a los muchos docentes que todavía no han claudicado-, buenos entendedores sigue habiéndolos. La duda está en saber hasta cuándo…
La Filosofía, el Arte, el Latín, el Griego, la Literatura y la Historia son disciplinas que, a raíz de las continuas e improvisadas reformas educativas sufridas desde la época de la transición, comenzaron a convertirse en blanco de todo tipo de críticas: que si son saberes muertos, que si no sirven para nada, que si suponen un lujo que no nos podemos permitir… Con el paso del tiempo, el sistema educativo se ha ido decantando, cada vez más, del lado de lo práctico y funcional, es decir, del lado de esas disciplinas a las que hace unos siglos se aludía con el marbete de artes mecánicas o serviles. Las disciplinas liberales son las grandes perdedoras. Está meridianamente claro que a los dirigentes políticos, responsables de los distintos parcheos del sistema educativo a lo largo de los últimos años, sólo les interesa una cosa: formar especialistas, esto es, operarios y funcionarios –en el sentido literal del término: responsables de que las cosas funcionen-. El operario conoce lo justo que debe conocer para que el pequeñísimo ámbito de sus competencias funcione con fluidez, sin fricciones ni interferencias. Como toda su atención ha de estar focalizada en el mismo punto, cualquier consideración de disciplinas o sectores distintos al suyo sólo puede ser vista como una posibilidad de disipación de energías y como una merma de efectividad. Recuerden aquello de: “Quien mucho abarca, poco aprieta”. Pero…, ¿no supone la especialización excesiva una forma de ignorancia? Alguien dijo que el especialista es quien sabe mucho de muy poco y que el superespecialista es quien lo sabe absolutamente todo sobre absolutamente nada. ¡Chapó!
Pero en el texto de la noticia hay un dato de especial relevancia que a punto hemos estado de pasar por alto: el papel de las nuevas tecnologías de la información y comunicación. No sabemos qué va antes, si la gallina o el huevo, la pescadilla o la cola. El caso es que el déficit formativo y la proliferación de chucherías electrógenas parecen hacer muy buenas migas ¿Cómo, si no, iba a ser posible que los jovencitos que se han formado al calor de las nuevas tecnologías de la información integren la generación más desinformada de la historia desde el punto de vista cultural? Hace un tiempo, El Roto publicó una viñeta que recoge de manera magistral el intríngulis del asunto. En esta viñeta se veía una cabeza humana de la que salían una serie de cables con el siguiente comentario: “Banda ancha para ideas estrechas. ¡La sinergia perfecta!” –o algo similar, ¡no me hagáis mucho caso!-. El disfrute de las viñetas de El Roto es motivo más que suficiente para que cada mañana nos acerquemos al quiosco en busca del diario El País. Aunque, como todos los genios, nuestro ídolo tiene un defecto: es antitaurino.
Los estudiantes de antaño tuvimos que dar cuenta de recios y consistentes solomillos cocinados mediante el expeditivo procedimiento del vuelta y vuelta. ¿Y cuál es el resultado de esta dieta espartana?: unos dientes relativamente fuertes y sanos. Los estudiantes de ahora, en cambio, acostumbrados como están a platos pasados por la turmi y predigeridos –los únicos capaces de circular por Internet y por el entramado neuronal de algunas mentes jivarizadas o logsetomizadas-, no saben qué hacer con un chuletón como El nombre de la rosa. Diríase que muchos aún conservan los dientes de leche y que otros no han terminado de completar el proceso de la muda.
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