Hunos, vándalos, suevos, alanos, visigodos y ostrogodos, bárbaros todos, pasaron a través de las puertas de los Alpes como, según fuentes bien informadas, los elefantes suelen pasar por las cacharrerías: derribando, machacando y profanando. Allí por donde transitaban, según refiere la tradición –la malquista y malhadada tradición-, no volvía a crecer la hierba. Pero…, al cabo de unos años, apenas unas decenas de años, el fiero germano de hirsutas greñas había dejado de ser quien en un principio fuera. Había aprendido, de la noche a la mañana, que su desprecio e indiferencia iniciales por formas de cultura distintas a la suya era la respuesta natural de un entendimiento y de una sensibilidad aún sin desbastar. Pero, una vez que esta revelación disipó las tinieblas de su intelecto, el bárbaro dejó de serlo y se convirtió en un converso y, a partir de entonces, se dedicó a hacer lo que suelen hacer los conversos de todos los tiempos y lugares: defender con ahínco lo que con ahínco llegó a atacar. Así actuaron los bárbaros de entonces, atacando primero y defendiendo después.
Algunos piensan que la barbarie es un fenómeno que ya no se prodiga en el mundo actual, que los pocos casos que nos muestra la TV se circunscriben a espacios del globo terráqueo afortunadamente muy distantes y distintos de este trasunto de Jardín de las Hespérides que forman los denominados países del primer mundo. Pero quienes así piensan se equivocan de pleno. Lo más característico de los bárbaros de ahora es lo bien que disimulan su condición de tales. Los bárbaros de ahora ni visten ni actúan como los de antes. Usan buenos perfumes, llevan el pelo cortado al cepillo, se depilan todo lo susceptible de ser depilado, corrigen hasta el más ligero defecto físico mediante la cirugía estética, visten ropa de marca, hacen suyas las causas más progresistas por la sencilla razón de que son progresistas, viven todo el día pendientes de la última chuchería electrógena y, sobre todo –posiblemente esto sea lo más característico de los nuevos bárbaros- se sirven de un lenguaje siempre impoluto y siempre políticamente correcto. En nombre de un progresismo mal entendido, los bárbaros de hogaño no dudan a la hora de encaramarse al tsunami de la globalización para así, mediante su tabla de surf segadora, arrasar con todo lo que huela a tradición, porque ésta -la tradición- les molesta por la misma razón que lo moderno –lo último, la moda…- les fascina. Lo único que mantienen de la antigua y periclitada forma de la barbarie –de la tradición de sus ancestros, o sea- es el talante intransigente, que es el mínimo común denominador de todas las formas de barbarie.
Pero, ¡vayamos al grano! La intransigencia específica de todas las formas de la barbarie es siempre el resultado de una falta de comprensión. Y, si el requisito para comprender es ver –o concebir, puesto que el término griego idea significa, literalmente, `lo que se ve´-, el requisito para ver es saber mirar. Es un hecho incontestable que un porcentaje muy alto de la población española niega que la tauromaquia pueda constituir un arte, y esto es algo que nos debería preocupar, pues, según nuestro humilde punto de vista, es este componente artístico lo único a lo que nos podemos aferrar para defender la legitimidad del espectáculo. La tradición, por sí sola, no justifica nada. De hecho, debe ser un motivo de orgullo para todos los hombres la eliminación de determinadas prácticas y usos que durante muchísimos siglos han formado parte de la tradición –explotación del hombre por el hombre, exterminio sistemático de la fauna salvaje, sometimiento de la mujer por parte del varón…-. Consideramos que sólo deben respetarse aquellas tradiciones que aporten algo positivo a la sociedad en su conjunto, como es el caso de la tauromaquia, posiblemente la tradición más enriquecedora que pueda haber hoy a nivel mundial. Pero retomemos el asunto de la mirada. Este fenómeno negacionista del que estábamos hablando es algo que no nos debe sorprender, pues, a fin de cuentas, no se trata de una cuestión que afecte a las corridas de toros con exclusividad. Son muchos los que se quedan completamente fríos tras oír el Réquiem de Mozart o tras visitar el Museo del Prado. Son muchos también aquellos que se emocionan cuando se sientan delante de la TV para recrearse con los chismes de unos y de otros o cuando contemplan el graffiti realizado por el gamberrete de turno sobre la famosa fachada barroca del casco antiguo. El gusto, como todo lo que atañe al ser humano, es algo que se puede educar y que se debe educar. La causa de que tantos no sean capaces de ver la belleza allí donde ésta comparece en todo su esplendor habrá que buscarla, por tanto, en una falta de educación estética –es decir, sensible-, en una frigidez motivada por un déficit formativo.
Es necesario enseñar a mirar, pues sólo quien sabe mirar podrá ver. La causa principal de esta insensibilidad y ceguera del detractor de las corridas de toros es que en su visión se produce una interferencia al contemplar la corrida pertrechado de determinados prejuicios éticos o morales, completamente externos a lo estético. Y cuando esta interferencia se produce, la sensibilidad –aisthesis- o bien desaparece o bien se trueca en sensiblería. –El sensiblero es aquél que condena la crueldad de la corrida al mismo tiempo que da cuenta de un sabroso entrecot. El sensiblero piensa así: “Que se siga sacrificando animales para la alimentación, pero que yo no lo vea”-. El detractor interpone entre el objeto y la percepción sensible del mismo el cristal deformante de lo ético, y por ello contempla la realidad desde el prisma de lo que debe ser –o de lo que él considera que debería ser-, no desde el prisma de lo que de hecho es. La experiencia estética sólo tiene lugar si se cumple con el requisito previo de dejar en suspenso los intereses y prejuicios, y esto es lo que los griegos llamaron, precisamente, theoría. La teoría es contemplación pura y desinteresada. Cuando practicamos la teoría el mundo comparece ante nosotros en su pureza virginal, tal como es en sí mismo y sin aplicarle esquemas previamente establecidos y ajenos por completo a la contemplación en sí. La mirada teórica es la mirada del niño, y por ello produce admiración y asombro. Ética y Estética son disciplinas que no siempre coinciden y, según se desprende de lo dicho hasta aquí, nosotros no estamos dispuestos a comulgar con el lema de origen platónico que niega el carácter estético a aquellos fenómenos que no se pliegan a los estrictos –por estrechos- criterios de lo moral –nulla esthetica sine ethica-. Sólo desde un moralismo intransigente y trasnochado se puede defender una proclama similar. Si aceptamos que lo Bello debe coincidir al dedillo con lo Bueno, entonces debemos estar dispuestos a mandar a la pira más del cincuenta por ciento de las obras literarias, pictóricas, escultóricas, cinematográficas y musicales. Otra cuestión es determinar, primero, qué es lo bueno y, segundo, si los criterios éticos –privativos del ámbito humano- son aplicables a la relación que los hombres puedan mantener con realidades no humanas.
Es urgente, por tanto, educar en el difícil arte de ver, pues sólo así lograremos extirpar de las nuevas generaciones el germen de la intransigencia y de la intolerancia, que es, según hemos dicho, el germen de todas las formas de barbarie. Nuestra duda, ahora mismo, está en saber si llegará el momento en que los intransigentes de ahora imiten el gesto de sus ancestros, esto es, rendir pleitesía a las cenizas de lo que previamente incendiaron. Mientras tanto, habiendo tenido que presenciar el espectáculo bochornoso e hipócrita de la prohibición de las corridas de toros en Cataluña –hasta aquí queríamos llegar-, y mientras la duda se despeja, el único consuelo que nos queda es el siempre socorrido desahogo exclamativo: ¡Qué barbaridad!, es decir, ¡cuánta ceguera!
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