Los demasiados libros, de Gabriel Zaid, es el título de lo último que he leído. Antes de empezar esta reseña he de advertir que la lectura comenzó siendo lectura de sillón orejero para terminar convertida en lectura de toalla piscinera. Esta advertencia, aunque no lo parezca, tiene su importancia, dado que contiene un juicio de valor implícito. Me explico: estoy convencido de que la mejor manera de determinar el valor de un libro es atender al lugar donde éste es susceptible de ser leído y, sobre todo, a la postura que en dicho lugar se suele adoptar. Es muy probable que toda la Crítica Literaria pueda ser reducida a una cuestión de simple y elemental trigonometría. Podemos leer reclinados sobre nuestro sillón favorito, tumbados en la cama, sobre la toalla de la piscina, en la sala de lectura de la biblioteca municipal formando un incómodo ángulo de 85º -es decir, clavando los codos sobre la mesa- o en la playa, bien tumbados sobre una hamaca impregnada de churretes de dudosa procedencia, bien sobre una toalla depositada directamente en la arena. Y…, bueno, sí, también se puede leer en el váter. De hecho, conocemos el caso de un letraherido que afirma haber despachado todo el Barroco Español aprovechando el rato diario de aislamiento y sosiego derivado de la necesidad de cumplir con el inexorable imperativo de las vísceras. ¡Curiosa manera de vincular lo escatológico fisiológico con lo escatológico trascendental! Ergo: lugar y postura son determinantes a la hora de juzgar un libro. Un Quijote, un Crimen y Castigo y un Viaje al fin de la noche piden sillón orejero; los mamotretos sobre Derecho Civil, sobre Psicología Clínica y sobre Gramática Histórica reclaman esa suerte de lecho procústeo que son las sillas de las bibliotecas; la poesía –más la contemporánea que la clásica- reclama la bucólica compañía de Bellavista…; y, ¿qué reclama un Federico Moccia? Está más que claro: una buena toalla de playa –además de un estómago a prueba de bombas, claro está-.
¡Pero, vayamos al grano! De esta pequeña digresión –digna de ser retomada más adelante- se desprende que el libro de Gabriel Zaid promete mucho más de lo que realmente ofrece. A pesar de que no se puede comparar con un Federico Moccia, a pesar de que contiene algunos elementos de valor que podrían ser aprovechados como sólidos puntos de partida para desarrollos y ampliaciones alternativas, no nos queda otra que colocarlo en el humilde escalafón de las lecturas de verano, que son ésas que se hacen cuando no tenemos nada mejor en que ocuparnos. Las lecturas de verano, para quien no lo sepa, se suelen adquirir en los grandes centros comerciales, tipo Carrefour, y en los dispensarios de combustible fósil altamente contaminante. Así que…, ¡cuidado con los empachos y con el efecto invernadero, que pueden provocar una leve hipoxia en el cerebro que haga de la cópula de la sinapsis un fenómeno altamente improbable!
Imagínese que tiene un amigo que presume de ser habilidoso en el arte de alagar las papilas gustativas y que este amigo le invita a comer en su casa. Imagínese que, por mor de mejor disfrutar del banquete, hace usted lo que se suele hacer en estos casos: ponerse a dieta cuarenta y ocho horas antes. E imagínese que por fin llega la hora, que se sienta ante la mesa sintiéndose el mismo perro de Pavlov y que, ¡alehop!, el susodicho amigo levanta por fin esa campana metálica que suelen verse en las películas y que sirven para custodiar las viandas de comensales no deseados ni invitados. ¿Y qué es lo que encuentra allí?: un puñadito de huesos mondos y lirondos con cuatro restos de carne que han conseguido sobrevivir al ataque gracias a que encontraron refugio tras el inexpugnable bastión que suponen los huesecillos del pescuezo. ¿Se lo imagina? Bien, pues algo similar a esto es lo que un servidor ha experimentado como consecuencia de la lectura de Los demasiados libros. Se trata de un texto que, como el anfitrión de la historia, promete mucho y ofrece bien poco. Tras acabar la lectura, no podemos evitar la sospecha de que el anfitrión-autor nos está ofreciendo los restos de un festín del que sólo él ha podido disfrutar.
El texto de Gabriel Zaid es una orgía de datos estadísticos, de promedios, de porcentajes y de probabilidades. Básicamente, se limita a analizar el asunto del incremento exponencial de obras impresas –al que considera como una suerte de enfermedad mórbida- desde la óptica de lo cuantitativo y utilizando una metodología eminentemente matemática. Y ya sabemos lo que ocurre con esa pseudorrealidad caquéctica y anoréxica que es el número: que le falta sustancia y, por ende, sabrosura. Para poder disfrutar de un lebrillo de lechazo como Dios manda, con su salsita y sus especies aromáticas, hemos de confiarnos al buen hacer de un equipo que esté dirigido por la abuela Filosofía e integrado por las tías maternas la Psicología, la Antropología, la Sociología, la Historia y la Estética.
Ahora bien, la carne de pescuezo tendrá muy mala prensa, pero también dicen que es de las más sabrosas. En Los demasiados libros podemos encontrar algunos –pocos- pedacitos que, dado su intenso sabor, pueden ser utilizados para elaborar un buen caldo o unas buenas croquetas caseras. Vayamos picoteando:
“La personalidad única de cada lector (…) se refleja en su biblioteca personal: su genoma intelectual”.
“Toda biblioteca personal es un proyecto de lectura” (citando a José Gaos).
“Tener a la vista libros no leídos es como girar cheques sin fondos: un fraude a las visitas”.
“Bajo el Imperativo Categórico de Leer y Ser Culto, una biblioteca es una sala de trofeos”.
“Alguna vez propuse un guante de castidad para los autores que no se puedan contener”.
“Quizá, por eso, la medida de la lectura no debe ser el número de libros leídos, sino el estado en que nos dejan”.
Y poco más.
Continuando la metáfora culinaria, con unos restos así yo hubiese preparado otro plato bien distinto. He aquí la receta:
Causas de la proliferación malsana de los libros:
-Causas psicológicas. La situación de ingravidez que reina en el interior de la
Causas de la proliferación malsana de los libros:
-Causas psicológicas. La situación de ingravidez que reina en el interior de la
mente humana como factor que propicia la cópula conejil de las ideas. La letra impresa como consecuencia de lo anterior. Ya se sabe…: sin fricción no hay sobrecalentamiento y sin sobrecalentamiento no hay averías. La compulsión bibliofílica, consistente en la necesidad de acumular libros que sabemos que nunca vamos a leer, sería un factor relacionado con lo anterior y de una relevancia similar.
-Causas mágico-religiosas. Todos los mortales experimentan una veneración prerracional por la letra impresa. Recuérdese aquello de verba volant, scripta manent o, para aquellos que han tenido la mala suerte de padecer en las carnes de su espíritu el temido proceso de logsetomización, eso otro de lo que suelen echar mano tantos hijos de vecino cuando nuestra palabra les resulta poco fiable: ¿Y dónde está escrito eso que tú dices?
-Causas económicas. Los auténticos responsables de la proliferación malsana de letra impresa son los directivos de las grandes empresas editoriales y, de manera derivada, los responsables del marketing. Los libros que se editan atendiendo al criterio de lo comercial (el 99,5 % del total, aproximadamente) son los que realmente sobran. Los más necesarios son los que el autor tiene que sufragar de su bolsillo.
-Causas teológicas. Desde que Adán mordió la manzana –aunque realmente se trataba de un higo- gracias a la impagable iniciativa de Eva, el ser humano tiene que estar continuamente luchando contra la tentación. El arte en general, y la escritura en particular, son actividades, en cierto modo, luciferinas, pues, ¿qué es la creación artística sino un cuestionamiento y denuncia de la obra de Dios? Los cientos de miles de volúmenes que cada año se publican en el mundo son los ladrillos que el hombre necesita para levantar la torre de Babel definitiva. Lo cual significa, ¿cómo no?, que las editoriales y los polveros tienen más cosa en común que las que a simple vista nos pueda parecer. A esto mismo se refirieron los griegos con el concepto de hybris –soberbia-.
-Causas mágico-religiosas. Todos los mortales experimentan una veneración prerracional por la letra impresa. Recuérdese aquello de verba volant, scripta manent o, para aquellos que han tenido la mala suerte de padecer en las carnes de su espíritu el temido proceso de logsetomización, eso otro de lo que suelen echar mano tantos hijos de vecino cuando nuestra palabra les resulta poco fiable: ¿Y dónde está escrito eso que tú dices?
-Causas económicas. Los auténticos responsables de la proliferación malsana de letra impresa son los directivos de las grandes empresas editoriales y, de manera derivada, los responsables del marketing. Los libros que se editan atendiendo al criterio de lo comercial (el 99,5 % del total, aproximadamente) son los que realmente sobran. Los más necesarios son los que el autor tiene que sufragar de su bolsillo.
-Causas teológicas. Desde que Adán mordió la manzana –aunque realmente se trataba de un higo- gracias a la impagable iniciativa de Eva, el ser humano tiene que estar continuamente luchando contra la tentación. El arte en general, y la escritura en particular, son actividades, en cierto modo, luciferinas, pues, ¿qué es la creación artística sino un cuestionamiento y denuncia de la obra de Dios? Los cientos de miles de volúmenes que cada año se publican en el mundo son los ladrillos que el hombre necesita para levantar la torre de Babel definitiva. Lo cual significa, ¿cómo no?, que las editoriales y los polveros tienen más cosa en común que las que a simple vista nos pueda parecer. A esto mismo se refirieron los griegos con el concepto de hybris –soberbia-.
Medidas para paliar el problema:
-Fomentar la edición digital en forma de blogs y páginas webs. Se trata de una terapéutica inspirada en la medicina homeopática. Si el problema es el exceso, sólo mediante el exceso podremos hallar una solución. Cuando el universo entero se halla convertido en un inmenso texto, tal como soñara Borges, el problema se habrá acabado, pues habrá tanta información disponible que ya nadie le prestará atención. De hecho, así es como funciona actualmente la censura: por exceso de información.
-Fomentar la edición digital en forma de blogs y páginas webs. Se trata de una terapéutica inspirada en la medicina homeopática. Si el problema es el exceso, sólo mediante el exceso podremos hallar una solución. Cuando el universo entero se halla convertido en un inmenso texto, tal como soñara Borges, el problema se habrá acabado, pues habrá tanta información disponible que ya nadie le prestará atención. De hecho, así es como funciona actualmente la censura: por exceso de información.
Y…Bueno, no sé. Es cuestión de sentarse un rato a pensar.
De todas las maneras, debe quedar claro que los libros que el bibliófilo pueda poseer en su biblioteca particular nunca serán demasiados. A diferencia de lo que ocurre con las necesidades fisiológicas, la necesidad de comprar libros no disminuye como consecuencia de la adquisición periódica de un buen número de ejemplares, ocurre más bien que se incrementa.
¡He dicho!
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