El hecho inaugural de lo humano, aquello que posibilita el salto cualitativo que nos diferencia del simple animal, podría sintetizarse en una sola palabra: erección. Los paleontólogos y los antropólogos, que son esos señores que visten como quien va de safari y que siempre andan escarbando en los más remotos secarrales del planeta en busca de huesitos, han conseguido demostrar, por activa y por pasiva -¿?-, que la adopción del bipedismo trajo consigo una serie de consecuencias tremendamente determinantes desde el punto de vista de la ulterior aparición del Hombre de Cromañón, Homo Sapiens Sapiens para los amigos. Véase: liberación de la mano de la función locomotriz, visión estereoscópica y panorámica, desaparición del prognatismo y desarrollo de los órganos fonadores, posibilidad de ampliación de la cavidad craneal, etc., etc. Es cierto que el asunto también trajo consigo algún que otro inconveniente –el veneno del caramelo-: parto con dolor debido al estrechamiento de la pelvis y al aumento del volumen craneal, posibilidad de atragantamiento, posibilidad de padecer de hernias, varices, lumbalgias y vértigo, institucionalización de la postura del misionero –cópula face to face-, etc. Este es el precio que hubimos de pagar para terminar convertidos en los bípedos implumes que actualmente somos –sobre todo los culturistas y los metrosexuales-. ¿Mereció la pena?...¡Hombre! Si exceptuamos el asunto del misionero, siempre tan monótono, yo diría que sí, que mereció –y mucho- la pena.
El proceso de hominización se inicia, por tanto, con el bipedismo. El bipedismo posibilita la liberación de la mano, la aparición del lenguaje, el aumento de la capacidad craneal…-¡Por cierto! Una prueba irrefutable de que el tamaño no importa: a pesar de que el Neandertal lo tenía todo mucho más grande que el Cromañón –pero todo, todo, incluido el habitáculo cerebral-, fue éste quien terminó imponiéndose. Se calcula que los neandertales se extinguieron hace unos 30.000 años, aproximadamente-. Posibilitó también el fenómeno de la circunspección –literalmente: la posibilidad de poder mirar en derredor-, que es eso mismo que antiguamente practicaban los filósofos –theoría significa `contemplación panorámica´- y los lores ingleses gracias a su mucho tiempo libre –scholé: `escuela´- y que, hoy por hoy, parece ser patrimonio exclusivo de los operadores de cámara. Es decir, conciencia racional, autoconciencia y libertad como consecuencias remotas de un asunto tan prosaico y pedestre –y nunca mejor dicho- como el hecho de caminar sobre dos pies en lugar de hacerlo sobre las tradicionales cuatro patas.
Si hoy hemos decidido escribir sobre este apasionante tema, ello se debe a que, leyendo al francés -¿de dónde si no?- Georges Batailles, nos hemos encontrado con esta rara y sorprendente perla: “el hombre gana la autoconciencia como consecuencia de la contemplación de su sexo erecto”. O sea, que lo más privativo y exclusivo de los seres humanos, aquello que nos diferencia de las horizontales bestias, es un derivado de la posibilidad de poder contemplar el humúnculo viril –dado que está dotado de iniciativa propia- en el momento en que se muestra desafiante con la inexorable ley de la gravedad. Esta teoría, evidentemente, no anula la oficial, que es la que aparece en todos los libros de texto; lo único que aporta es un paso intermedio que ningún manual al uso osaría recoger. Ahora bien, al introducir un factor explicativo adicional en el proceso que va del animal al hombre, esta teoría, en cierto modo, contribuye a debilitar la idea del salto cualitativo y, en consecuencia, a reforzar la idea de continuum entre animales y hombre.
Con las teorías ocurre lo mismo que con los seres vivos durante el proceso de la evolución: los cambios más insignificantes pueden ser la causa de fenómenos completamente novedosos –nuevas especies = nuevas teorías-. La cuestión que hemos de plantearnos a continuación es ésta: ¿qué consecuencias para la imagen tradicional del hombre acarrea esta hipótesis de Bataille?
Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu, -decían los filósofos escolásticos-. ¿No deberíamos nosotros, a raíz de las anteriores consideraciones, sustituir el sustantivo sensu por el sustantivo sexu? ¿No implica la tesis del pensador francés, en cierto modo, una reducción del espíritu a lo corporal y, en consecuencia, una reducción de lo humano a lo animal? Es evidente que la idea poco o nada tiene de original, pues, hasta cierto punto, sería deducible de los distintos sistemas de orientación materialista que han sido desde los orígenes de nuestra cultura occidental. Piénsese, por ejemplo, en las ideas de Demócritos –perseguidas y, prácticamente, exterminadas por los partidarios del platonismo-, en el hedonismo de Epicuro y sus lechones –Horacio dixit-, en las distintas sectas gnósticas y heréticas, en el materialismo de un Gassendi, de un D´Holbac o de un Hobbes, en los libertinos franceses del siglo XVIII, o en la línea vitalista-biologicista que, pasando por Nietzsche, comienza en Schopenhauer y termina en Freud, etc. El postulado básico que ninguna de estas doctrinas cuestiona es el siguiente: al principio era la carne…, y la carne se hizo verbo –mediante el proceso de destilado conocido como sublimación-
Pero, veamos qué es lo que ocurre cuando sucumbimos a la tentación de jugar con las ideas y de dejarnos llevar por su inercia:
La aceptación del postulado materialista-vitalista nos llevaría, para empezar, a tener que modificar de manera radical la cosmovisión tradicionalmente hegemónica en el Occidente Cristiano y, parejamente, a una inversión de los valores en la línea propuesta por Nietzsche. Arribaríamos a lo que podríamos llamar una contemplatio sub specie sexus, esto es, a una visión de la realidad desde la perspectiva sexual o, si lo preferimos así, a un pansexualismo de corte freudiano. De esta manera, el sexo terminaría convertido en arché, en aquella realidad esencial a la que, en última instancia, serían reductibles todos los fenómenos y todas las apariencias. Y esto, a su vez, nos llevaría a tener que revisar todas aquellas doctrinas filosóficas y todos aquellos constructos teóricos de prosapia idealista –que son, según Nietzsche, todos aquellos que ponen lo último como si fuese lo primero-.
Si el materialismo vitalista se convirtiese en la ideología dominante, lo primero que ocurriría es que firmaría un concordato –o santa alianza- con el poder. De resultas de esto, la línea antagónica –en este caso, la idealista- sería tachada automáticamente de heterodoxa, desviada, de viciosa y, en consecuencia, de altamente nociva para la sociedad. Para ser precisos, a los idealistas se les acusaría de ser criptopracticantes de ese nefando vicio consistente en mostrar excesivo cariño hacia uno mismo. Y Platón, en tanto que iniciador de la práctica, hubiese tenido que ser el modelo en que Dalí se inspirase para pintar El gran masturbador.
Pero es en el racionalismo y en el idealismo alemán –epiciclos de la línea orbital trazada por el platonismo- donde, al extremarse los postulados de éste, nos vemos abocados a esos callejones sin salida que son las aporías.
Descartes, en consonancia con el idealismo platónico, consideraba que el privilegio de conducir al hombre al encuentro consigo mismo –autoconciencia- radicaba en su dimensión pensante –cogito-. En este sentido, el pensamiento vendría a desempeñar una labor celestinesca, casi proxenética. La aplicación de la duda metódica en Descartes –ejemplo paradigmático de práctica sadomasoquista- soluciona un problema al precio de generar otro mayor. Este problema recibe en Filosofía el nombre de solipsismo (doctrina que defiende que sólo existe o que sólo puede ser conocido el propio yo). Sólo echando mano del famoso deus ex machina, que es Dios, es decir, sólo traicionando los principios que había decidido seguir a rajatabla, podrá Descartes superar este dificultoso escollo. El solipsismo, dicho sea de paso, es consecuencia de practicar el vicio solitario del monólogo interior. Ahora bien, si consideramos que el pensamiento, en tanto que exudado neuronal, no es sino un derivado sublimado de lo carnal y, concretamente, de lo sexual, entonces, si en verdad deseamos extremar el rigor por mor de hallar una verdad cierta y segura, lo más razonable sería decir: mi sexo se yergue, luego soy. Otra posibilidad, mucho más acorde con la sentencia cartesiana, sería: copulo, ergo sum, puesto que el fenómeno de la erección tan sólo es un medio para este fin. Además, con el copulo, ergo sum conseguimos evitar desde un principio el inconveniente del callejón sin salida al que se vio abocado Cartesio, puesto que semejante sentencia excluye de entrada cualquier posibilidad de solipsismo. ¿No es la cópula cosa de dos? Es decir: a través del comercio carnal –recuerdo que los fundamentos de la Ciencia Económica hay que buscarlos en la Biología- la certeza acerca de la propia existencia se hace extensiva a un segundo y, desde éste, al resto de la realidad extramental. Frente al egotismo del cogito, el copulo ha de ser visto como un gesto eminentemente altruista y filantrópico. En virtud del copulo, la certeza acerca de la existencia se extiende, como mínimo, a dos (copulo, ergo sumus, por tanto). Pero..., ¡a ver! Si seguimos por este camino podemos acabar teniendo que suscribir ideas con las que no contábamos en un principio. Por ejemplo: las orgías multitudinarias –tipo grandes dionisíacas- como rituales destinados a lograr la cohesión del grupo social a través del reconocimiento recíproco de los participantes. El libertinaje como máxima virtud…,¡toma ya! De todas las maneras, no se nos podrá reprochar que lo anterior no es coherente con la inversión de los valores de la que hablábamos unas líneas más arriba.
Espinosa, queriendo evitar los inconvenientes y las aporías del sistema cartesiano, decidió cambiar el orden de prioridades. Lo primero no sería el yo (res cogitans), ni mucho menos el mundo (res extensa), sino Dios (res infinita), a quien el semita-hispano-holandés prefiere llamar Causa Sui –causa de sí mismo-. En esta idea podemos observar la quintaesencia del idealismo: la idea –el espíritu, el verbo- generando el mundo –la materia, el cuerpo y la carne- a partir de sí mismo, a partir de la nada y, por supuesto, sin necesitar de la colaboración de un segundo. Se trata, además, de un principio eminentemente masculino capaz de engendrar por sí mismo. ¿No hemos de ver en todo esto una exacerbación de los vicios que reprochábamos a Descartes? Aunque…, es muy probable que la tradición no haya sido justa con Espinosa. Hemos de recordar que cuando habla de Dios utiliza la fórmula Deus sive Natura, distinguiendo, en consecuencia, entre una Natura naturans –Naturaleza generadora- y una Natura naturata –Naturaleza generada-. O sea: puro y duro panteísmo (herejía nefanda consistente en identificar a Dios con la Naturaleza). Panteísmo, además, que abre las puertas a la dualidad, tan necesaria de cara a la generación. Es curioso que tengamos que echarnos en brazos de la herejía para evitar conclusiones absurdas.
¿Y qué me dicen de Berkeley? El delirio que le produjo el alcaloide cartesiano le llevó a establecer que las cosas son ideas. Y, como resulta que las ideas han de ser conocidas y contempladas por alguien para poder conferirles realidad –de hecho, el griego idea significa, literalmente, `lo que se ve´-, la conclusión es obvia: esse est percipi –ser es ser percibido-. En realidad, el remoto fundador de esta filosofía fue, como casi siempre ocurre, un griego: Eróstrato de Éfeso, de quien se dice que prendió fuego al templo de Apolo de su ciudad con la única finalidad de dar de qué hablar. En la actualidad, los epígonos son legión. Véase: frikis, chupones de cámara y blogueros. Si Berkeley hubiese tenido la suerte de glosar a Epicuro en lugar de a Descartes, la conclusión de su filosofía hubiese sido -¡no lo duden!- esta otra: esse est copulare.
Una vez llegados a este punto, la inevitable pregunta del millón: ¿y qué hay de las féminas?, ¿ganan la autoconciencia de igual manera que el varón? Es evidente que no. A lo largo de los dos mil quinientos años de historia de nuestra cultura occidental, a la mujer se le ha concedido un estatuto ontológico que en poco o nada difiere del que pueda poseer una sombra o, según se desprende del relato bíblico, del que pueda poseer un simple apéndice prescindible como una costilla. Decía Homero que el hombre es la sombra de un sueño –y podemos estar seguros de que el vate ciego no utiliza aquí el masculino genérico, es decir, de que cuando dice hombre se está refiriendo a varón, no al colectivo ser humano o persona-. Y, si el hombre es la sombra de un sueño, ¿qué será la mujer? La respuesta es obvia: la sombra de una sombra. Esto significa que los atributos y cualidades –virtudes y vicios- que el hombre pueda ir adquiriendo a lo largo de su historia personal y cultural se hacen extensivos a la mujer como una suerte de gracia especial que se le concede. Es decir, que las gracias y dones que Dios pueda otorgarles al varón sólo alcanzan a la mujer por mediación de éste –siempre y cuando, claro está, la mujer se muestre sumisa, recatada y obediente-. Esta imagen, por otra parte, es compartida tanto por la tradición judeo-cristiana como por la tradición greco-latina, los dos pilares sobre los que se sustenta nuestra cultura. Afortunadamente, todo esto está cambiando a marchas forzadas.
En conclusión: preferir el idealismo frente al materialismo-vitalista es lo mismo que preferir el autoerotismo frente al tradicional rifi-rafe cuerpo a cuerpo. El autoerotismo, evidentemente, es una práctica legítima, pero…, ¡no es lo mismo! Nietzsche, de haber vivido en otra época menos puritana que la suya, hubiese resumido su crítica al idealismo con este sencilla sentencia: “¿El idealismo?...: -una simple paja mental”. Y se hubiese quedado tan ancho.
La gran aportación de Freud a la ciencia psicológica fue el descubrimiento de que el combustible que arde en la acrópolis del neocórtex es bombeado directamente, a través de un conducto hasta entonces desconocido, desde los bajos fondos de la entrepierna, es decir, que es el Homo Erectus quien proporciona al Sapiens la energía que éste precisa para mantener su apostura circunspecta. Todas las plantas trepadoras, como las tomateras y las habichuelas del cuento, precisan de su correspondiente rodrigón.
Hemos de tener en cuenta que…¡basta ya, por Dios! A las ideas, como a los chuchos callejeros antiguamente, es preciso echarles un cubo de agua fría de vez en cuando para rebajarles la libido. Punto y final.
Bohórquez