domingo, 6 de mayo de 2012

UNA RELECTURA DE "CIEN AÑOS DE SOLEDAD"

II

   Consideramos aquí que la clave interpretativa de toda la obra y, por consiguiente, de la idea objeto de nuestro comentario, está en el “pecado original del incesto”.  Se ha señalado que, según los antropólogos, la imposición del tabú del incesto es el elemento desencadenante de toda cultura y de toda civilización, lo que propicia el tránsito desde el principio del placer al principio de realidad, por utilizar una terminología que tomamos prestada a Freud. Y civilización es sinónimo de progreso lineal basado en los principios de la racionalidad analítica y formalizadora. El tabú del incesto, pues, es el primer límite para el hombre civilizado y la conditio sine qua non de cualquier otro límite ulterior. Una vez que éste se viola ya no hay razón para respetar otras limitaciones y prohibiciones sobrevenidas, como, por ejemplo, la del homicidio, de aquí que la siguiente falta cometida por el primer José Arcadio Buendía sea la de la muerte de Prudencio Aguilar. El efecto de la primera transgresión, pues, ocasiona como una especie de reacción en cadena de la que parece hacerse eco la propia naturaleza del trópico, en la que, a partir de ese momento, ya nada cristaliza en una forma permanente y definitiva. Ya señalamos que los distintos personajes que desfilan ante nuestros ojos a lo largo de esos cien años de historia familiar son variantes de la pareja fundadora, de ahí que el tema del incesto sea una constante en esta historia. La mayoría de los varones Buendía, de manera consciente o inconsciente, incurrirán en algún momento en esta falta: José Arcadio y Aureliano compartirán a Pilar Ternera, de la que nacerán Arcadio y Arcadio José. El primero de éstos, sin ser consciente de ello, intentará tener trato carnal con su propia madre. Uno de los soldados que participan en la revolución capitaneada por el coronel Aureliano comenta en cierta ocasión que están haciendo esa revolución para que uno se pueda casar con su propia madre, si quiere. El hecho de no respetar esta primera prescripción, pues, es la causa de que el hombre sea incapaz de despegarse de los condicionamientos naturales y de emprender el camino de una civilización basada en principios racionales. La idea de ciclo, pues, sería expresión de la idea de mezcolanza y de indiferenciación que produce la infracción del tabú del incesto.
   La confusión que cualquier lector experimenta ante la similitud existente entre los nombres de los distintos personajes masculinos sería un efecto buscado conscientemente por el autor para aludir con ello a la idea de mezcolanza e indiferenciación que implica la idea de incesto. La mezcolanza que ocasiona, -lo volvemos a recordar- es lo que imposibilita la estabilidad y la diferenciación racional que requiere cualquier forma de civilización. Y son siempre los varones, los personajes más disolutos, los que pretenden esta mezcolanza. Las mujeres, por su parte, son firmes, uniformes y constantes. Podríamos decir que son las portadoras de la espiritualidad mientras que los hombres son los principales representantes del instinto animal. Es curioso observar en las sucesivas parejas de hermanos Buendía  cómo siempre uno de ellos se decanta por la vida activa y licenciosa, mientras que el otro, retirado en la habitación de Melquíades, se centra inicialmente en el estudio de los misteriosos manuscritos del gitano para, una vez colmada su paciencia, entregarse de lleno y con mayor intensidad a ese otro modo de vida elegida previamente por su hermano. En todos ellos se produce una especie de crisis vocacional que les hace oscilar entre dos extremos antagónicos y opuestos. Esto no ocurre con las mujeres, y por ello decimos que son simples, uniformes y de una personalidad roqueña. Además, en éstas no hay tendencia hacia la contemplación, sino hacia todo lo contrario, esto es, hacia la acción pura. Pero si hay un personaje que constituye el vórtice que confiere unidad y coherencia a las sucesivas generaciones, ese personaje es Úrsula Iguarán. Por ello poco tiempo después de su muerte todo se desmorona y se desintegra definitivamente.  

   Dentro del esquema mítico que acabamos de mencionar, la acción disolutoria y desintegradora que la naturaleza ejerce sobre las obras del hombre y sobre su propio espíritu representa el mal. Esta influencia se ejerce en dos direcciones, una ambiental y otra genética. El hombre se nos muestra aquí como un pelele prisionero e indefenso dentro de los estrechos márgenes de este doble condicionamiento.
   El determinismo ambiental actúa a través de una serie de agentes suyos cuya actividad principal consiste en la disolución de las formas y de las estructuras que el hombre, mediante su trabajo, trata de imponer en el entorno. En este sentido, se trata de una actividad entrópica, disolutoria y desorganizadora. Y entre los principales agentes encargados de este cometido podemos mencionar los siguientes: el calor, la lluvia, las hormigas coloradas, la vegetación invasora, la idea de putrefacción, el comején y las polillas y, finalmente, el viento. La voluntad humana naufraga inevitablemente ante el muro infranqueable de lo natural. En este sentido, el tema básico de la novela naturalista de los años veinte no desaparece con la nueva narrativa que se inaugura en los cuarenta, sino que se continúa también aquí como un afluente subterráneo que condiciona e irriga las producciones más señeras de esta nueva literatura. En obras como Don Segundo Sombra, La vorágine y Doña Bárbara asistimos al enfrentamiento épico del hombre con una naturaleza exuberante y hostil que ha de ser domeñada. La Doña Bárbara de Rómulo Gallegos, esa hembra especializada en seducir a los hombres para succionarles la savia de su vitalidad, es un símbolo de la naturaleza salvaje y primitiva. El joven terrateniente que llega de la ciudad pertrechado de su ciencia y dispuesto a aplicarla para que su propiedad funcione de una manera racional es el elemento antagónico. El enfrentamiento entre ambos, en el fondo, representa el enfrentamiento entre lo natural-instintivo y lo cultural-racional. Pero sí es cierto que hay una diferencia importante en la visión de lo natural durante los dos períodos de la literatura mencionados con anterioridad, y esta diferencia radica en el hecho de que en la época de la novela naturalista se percibe cierto tono optimista que desaparece por completo en la novelística posterior. Santos Luzardo, protagonista principal de Doña Bárbara, consigue finalmente imprimir en su entorno una racionalidad y un orden geométricos, mientras que los héroes y protagonistas de las obras más representativas de la renovación literaria iniciada en el medio siglo, por lo general, sucumben cuando acometen iniciativas similares. Consideramos que en obras como La casa verde, La casa de los espíritus, Los pasos perdidos, El astillero, etc., se perciben con meridiana claridad ecos de todo esto. En todas ellas, y en otras muchas, la naturaleza es concebida como un límite infranqueable para la voluntad humana y como principio disolutorio. En Cien años de soledad esta idea es, posiblemente, mucho más manifiesta y evidente. Si hay algo que caracterice con total exactitud al pueblo de Macondo es su fragilidad y su exposición continua al deterioro consecuencia de una entropía que aquí parece actuar de una manera mucho más manifiesta y efectiva de lo que es habitual en cualquier otro sitio. De hecho, es un cataclismo natural, una especie de ciclón, lo que le pone fin.
   Dijimos en la introducción que el elemento antagónico y, por consiguiente, salvífico, es la mujer. La tenacidad, el tesón, la constancia, la perseverancia en el trabajo reparador y conservador son atributos exclusivos de las distintas mujeres protagonistas de la historia. La actividad de éstas se ha de entender, por consiguiente, como una actividad anantrópica, esto es, ordenadora y formadora. Y el personaje más relevante en este sentido es el de Úrsula Iguarán. Con su muerte el proceso natural de relajación y degradación se acelera de manera muy manifiesta. Poco tiempo después de esto llega al pueblo el padre Augusto Ángel, quien, a pesar de su carácter tenaz y trabajador, sucumbe rápidamente vencido por la negligencia que se respiraba en el aire, tomando el relevo Amaranta Úrsula, de quien se nos dice que abrió puertas y ventanas para espantar la ruina. Y otro tanto ocurrirá después con Santa Sofía de la Piedad, de quien se nos dice: Pero cuando murió Úrsula, la diligencia inhumana de Santa Sofía de la Piedad, su tremenda capacidad de trabajo, empezaron a quebrantarse. No era solamente que estuviera vieja y agotada, sino que la casa se precipitó de la noche a la mañana en una crisis de senilidad. Un musgo tierno se trepó por las paredes… A continuación se nos informa de que Fernanda del Carpio, a la par que escribía cartas a sus hijos, no era consciente de la arremetida incontenible de la destrucción. De hecho, su ideal de excelencia y distinción para sus hijos, a los que ha enviado a estudiar a Europa, también sucumbe progresivamente. Y hemos de pensar que Europa es aquí un símbolo de la racionalidad marmórea e inmarcesible, un antídoto contra el sopor disolutorio del trópico. La descripción del librero catalán, vestido con unos simples calzoncillos y empapado en sudor, redundaría también en la idea de cómo lo racional, asociado a Europa, sucumbe necesariamente ante el efecto disolutorio del calor del trópico. El comentario de Amaranta Úrsula poco tiempo después de volver de Bruselas es una muestra más de lo mismo: Dios mío, ¡cómo se ve que no hay una mujer en esta casa! Como no podía ser de otra manera, emprende la ardua labor de remozar la casa, a pesar del convencimiento de su marido, Gastón, de que sería derrotada por la realidad. Es el sino de los Buendía, hacer para después deshacer. Un sino simbolizado en los pescaditos que el general Aureliano elaboraba minuciosamente para después volverlos a fundir de nuevo. Pero, como sabemos, todos estos esfuerzos de apuntalamiento al final son vanos y la casa solariega y el mismo pueblo de Macondo son engullidos por la voraz naturaleza en medio de una tremenda tempestad.   

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