domingo, 20 de mayo de 2012

SOBRE LA DIGNIDAD DEL HOMBRE

   Hace unas semanas tuvimos la ocasión de leer el artículo que, con el título de Reducción del animal humano, Víctor Gómez-Pin acababa de publicar en la sección de Opinión del Diario El País. Básicamente, el texto venía a ser una aplicación a la actual situación socio-económica de los postulados fundamentales de lo que, desde hace algún tiempo, constituye el marco teórico por donde discurren sus intereses filosóficos fundamentales: el estatus ontológico de lo humano en relación a la elemental animalidad. ¿Qué consecuencias se derivan para el animal humano de la actual situación económica y social? Esta es la pregunta específica que se plantea nuestro filósofo. La respuesta es clara e inequívoca: la principal de las consecuencias es una devaluación de lo humano, esto es, su degradación y, en consecuencia, el acortamiento de la brecha que lo separa del animal. Cuando el hombre ha de emplear la mayor parte de su tiempo y de sus energías en garantizarse la subsistencia, resulta inevitable que se produzca una deflación y empobrecimiento de esa dimensión específicamente humana a la que Aristóteles, de manera genérica, se refería con el término logos. Zoón lógon échon –animal poseedor de logos, es decir, animal racional, animal que discurre, animal dotado de palabra, animal que dialoga…-, ésta es la definición que el estagirita dio del hombre, y ésta es la definición que nuestra cultura occidental ha venido haciendo suya desde hace dos mil quinientos años. Y fue también Aristóteles quien se dio cuenta de que el requisito que hace posible el surgimiento y la pervivencia de este atributo específico de la humanidad no es otro que el ocio, es decir, el tiempo libre, es decir, el hecho de no tener que sacrificar todo nuestro tiempo y toda nuestra energía para dar cumplimiento al imperativo del aver mantenençia, que dijera Juan Ruiz. El término latino del que deriva nuestro término ocio es otium, término que también podemos percibir con claridad meridiana en negocio (de nec-otium). El negocio, la actividad productiva destinada a la preservación y a la continuidad de nuestro ser biológico, por tanto, es la negación del ocio, esto es, del tiempo libre, que es, como hemos dicho, la condición de posibilidad de la que depende y de la que se alimenta esa otra dimensión específicamente humana que es el Logos o Espíritu. Pero las sorpresas etimológicas no se agotan en lo anteriormente dicho. El término griego equivalente al latino otium es scholé, de donde deriva…. ¿lo adivinan? ¡Pues claro que sí!...: escuela. Ergo: tenemos escuelas, tenemos formación, tenemos cultura –y también CULTURA-, tenemos humanidades y humanidad porque tenemos tiempo libre. Si se restringe el tiempo libre, porque es preciso incrementar las horas destinadas al trabajo, ¿no se restringe también aquello que nos diferencia de los simples animales?
   El artículo de Gómez-Pin me hizo recordar los tiempos idos y que ya nunca más volverán, cuando era feliz e indocumentado, cuando era capaz de enfrentarme con los textos de los grandes pensadores sin la mediación celestinesca de los intérpretes, exegetas, hermeneutas y demás especialistas en la predigestión de la Cultura. Me acordé, concretamente, del texto del humanista italiano Pico Della Mirándola que lleva por título Discurso sobre la dignidad del hombre. Me acordé, rizando el rizo de la concreción, del fragmento que dice así:

   El mejor Artesano decretó por fin que fuera común todo lo que se había dado a cada cual en propiedad, pues no podía dársele nada propio. En consecuencia dio al hombre una forma indeterminada, lo situó en el centro del mundo y le habló así: “Oh Adán: no te he dado ningún puesto fijo, ni una imagen peculiar, ni un empleo determinado. Tendrás y poseerás por tu decisión y elección propia aquel puesto, aquella imagen y aquellas tareas que tú quieras. A los demás les he prescrito una naturaleza regida por ciertas leyes. Tú marcarás tu naturaleza según la libertad que te entregué, pues no estás sometido a cauce angosto alguno. Te puse en medio del mundo para que miraras placenteramente a tu alrededor, contemplando lo que hay en él. No te hice celeste ni terrestre, ni mortal ni inmortal. Tú mismo te has de forjar la forma que prefieras para ti, pues eres el árbitro de tu honor, su modelador y diseñador. Con tu decisión puedes rebajarte hasta igualarte con los brutos, y puedes levantarte hasta las cosas divinas.”

      Sólo unas líneas más adelante perfila y completa el retrato con estas contundentes palabras:

   Si te detienes ante alguien obnubilado, como otro Calipso, con vanos fantasmas, y entregado al halago acariciante de los sentidos, no es un hombre lo que ves, es una bestia. Si ves a un filósofo que todo lo interpreta a la luz de la razón, venérale; es un animal celeste, no terreno.

*

   En El puesto del hombre en el cosmos, Max Scheler defiende la tesis del salto cualitativo. La diferencia entre el hombre y el animal, viene a decir el filósofo, no es una diferencia meramente cuantitativa y de grado, sino, fundamentalmente, cualitativa.[1] De esta tesis es posible deducir que existe un tope inferior más allá del cual el hombre no puede ir, es decir, que no es posible un retorno absoluto y total a la pura animalidad. El hombre podrá ser más o menos hombre, más o menos humano, pero nunca, por muy degradado que esté, podrá equipararse con una bestia.
   El puesto que el hombre ocupa en el cosmos, por tanto, es un puesto relativamente inestable o, si se prefiere, relativamente estable. Esto significa que su naturaleza admite variaciones, que está sujeta a perfeccionamiento o a degradación, pero siempre dentro de ciertos límites. Y es este marco el fundamento de toda Ética y de toda Pedagogía. Sólo para un ser con estas cualidades tiene sentido el imperativo pindárico que dice aquello de ¡Llega a ser el que eres!

   Pero volvamos al peliagudo asunto de la relación entre lo humano y lo animal. Tenemos la sensación de que la gran mayoría de los estudiosos del tema, con la excepción quizás de Gómez-Pin, abordan el asunto desde postulados –tesis no demostradas y que, sin embargo, no se cuestionan- netamente idealistas. En efecto, la mayoría dan por supuesto que la naturaleza humana radica en su espíritu y que éste se halla prisionero en el interior de la cárcel –o sepultura, que dirían los pitagóricos- del cuerpo. Desde esta óptica, el cuerpo, vinculado con la animalidad, es visto como un impedimento, como un lastre, como una cadena de gruesos eslabones que nos impide elevarnos hasta esas alturas en las que se localiza nuestra verdadera y auténtica patria. Esta es la imagen tradicional que ha de ser retomada y matizada. Nuestra opinión es que nuestro cuerpo no es el argel de nuestro espíritu, sino, antes bien, que somos simultáneamente ambas cosas. Es decir, que nuestra animalidad es parte constitutiva de nuestra humanidad, y viceversa. La cuestión, por tanto, no es cómo hacer para conseguir la emancipación del cuerpo-animal, sino cómo ha de ser nuestra relación con éste.
   Hay una cumbre que es preciso coronar. Hay un recorrido –itinerario o periplo- que es preciso realizar, hay una serie de obstáculos y de dificultades que es preciso superar –Sirenas, Circes, Lotófagos, Cíclopes…, tentaciones y miedos varios...-, y hay una meta que es preciso alcanzar. De acuerdo. Pero es preciso saber que el aire de las cumbres, a pesar de su excelencia cuando de curar jamones y de curtir espíritus se trata, no suele ser apto para la Vida. Si subimos, por tanto, es para eso, para curtirnos y para entrenarnos, para fortalecer nuestros corazones y para ganar en resistencia. Luego es preciso volver al valle. En efecto, Ítaca no es la meta. Ítaca, tal como sostiene Kazantzakis en su Odisea, siempre será un punto de partida.
   El nombre de la doctrina que se desprende de las anteriores consideraciones es, como ya se habrá adivinado, Hedonismo.
   Hay dos clases de hedonismo. Uno es primario, directo y espontáneo; el otro, en cambio, sería secundario, indirecto y mediatizado por la reflexión. Y este, el segundo, es el que aquí queremos hacer nuestro. El hedonismo primario, que es el que cuenta con mayor número de adeptos, es degradante para la persona y, en consecuencia, moralmente censurable. Sólo el lecho procústeo de la virtud puede moderarlo. El secundario, que es el de Epicuro y sus lechones –Horacio dixit-, el de esa inmensa minoría a la que se refiriera Juan Ramón Jiménez, es justo lo contrario: un potenciador de la humanidad de sus adeptos y la puerta de acceso a lo que en otro lugar hemos llamado conocimiento vivencial.  
   Quien ha vivido durante algún tiempo entre los glaciares de las alturas por donde gusta planear al Espíritu se halla inmunizado frente a cualquier amenaza con que pueda encontrarse tras su vuelta al valle. Para alguien así, el cinturón de seguridad de la virtud sólo puede ser visto como un estorbo y como una traba de cara a la consecución de sus proyectos y al logro de sus ambiciones.


[1] Que tomen buena nota de esto todos aquellos que no paran de llamar la atención sobre el hecho de que humanos y primates compartimos en torno al 98% de la información genética.

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