martes, 1 de mayo de 2012

UNA RELECTURA DE "CIEN AÑOS DE SOLEDAD"

                                                                          I

  En Literatura, como en las demás artes, hay creaciones que descuellan sobre el resto de obras de la época como majestuosos faros en medio de un mar de uniforme mediocridad. Cien años de soledad es uno de estos faros señeros y, como tal, referencia obligada para toda una legión de lectores y escritores en busca de orientación. Y es muy probable que el día de mañana, cuando exista la perspectiva histórica necesaria y suficiente para ello, podamos hablar de un antes y de un después en relación a esta obra, buque insignia, por otra parte,  dentro de la producción de García Márquez. Posiblemente, el mejor ejemplo que se pueda aportar para ilustrar el carácter único y exclusivo de Cien años de soledad sea la anécdota que hace unos años protagonizó el diestro Joselito una tarde de toros durante  la Feria de San Isidro. Cuando el diletante torero se percató de que entre el público se encontraba García Márquez, no se lo pensó dos veces y le brindó un toro acompañando el acto con estas significativas palabras: Que sepa usted que he leído su libro. A pesar de que la producción literaria del escritor colombiano es nutrida, variada y, en general, de una calidad indiscutida, todo el mundo entiende fácilmente que con esta expresión Joselito estaba aludiendo a la obra objeto de este comentario.
   Toda obra maestra escapa, necesariamente, de las manos del propio autor, en el sentido de que va más allá de la intención original de éste. En muy poco tiempo el creador  queda a la sombra de su creación, que pronto adquiere una talla y una complejidad insospechadas en un principio. Cien años de soledad, como no podía ser menos, es un excelente ejemplo de esto mismo. De hecho, este carácter complejo y casi autónomo suyo es la causa de que, desde el momento mismo de su publicación, haya sido objeto de una cantidad inusitada de análisis e interpretaciones, todas ellas interesantes y verosímiles, pero siempre parciales. Las afirmaciones y comentarios que a continuación se desgranan pretenden ser un intento más de prospección exegética en busca del dorado metal del significado más profundo de esta obra sin parangón en las letras hispánicas del siglo XX.


   Consideramos que el tema básico de Cien años de soledad es el del determinismo natural, debiéndose entender éste, en primer lugar, como ambiental y, en un segundo lugar, como genético. Los avatares de la familia Buendía a lo largo de cien años son, simplemente, una ejemplificación de esta tesis determinista. De hecho, la historia de la familia Buendía no interesa de por sí, sino por aquello que representa, que no es otra cosa que la historia toda de Latinoamérica. En esta capacidad de condensación radicaría uno de los mayores logros de esta obra, calificada de total por Vargas Llosa. Este procedimiento consistente en novelar la historia mediante un enfoque minimalista de la intrahistoria es el mismo que observamos, por ejemplo, en los Episodios Nacionales galdosianos y en la novelística de Unamuno. Del mismo modo que Galdós novela los acontecimientos históricos ocurridos entre 1805 y 1875 al hilo de los avatares y peripecias de una serie de personajes -Gabriel Araceli, Salvador Monsalud y otros-,  García Márquez hará lo mismo en relación al devenir histórico de Latinoamérica, pero, en su caso, al hilo de los avatares de varias generaciones de una misma familia. Es el suyo, por ello, un proyecto mucho más ambicioso, no por la extensión del período de tiempo considerado, sino, como ya hemos apuntado, por su carácter sintético. Es más, estos cien años de soledad son un epítome o compendio de los cuatrocientos años de historia del subcontinente americano. Recuérdese que la historia de la familia en cuestión se inicia en el siglo XVI, en la época del pirata Francis Drake, cuando José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán, primos ambos, dan nacimiento a la dinastía mediante un matrimonio semi incestuoso. Ambos son los padres fundadores míticos, el Adán y la Eva de este Nuevo Mundo recién nacido. El pecado que ambos cometen no es, en este caso, el de comer del fruto del árbol de la ciencia, sino aquél que los antropólogos consideran como el más antiguo y originario de todos, la violación del tabú del incesto. Esta falta originaria acompañará a  las distintas generaciones posteriores como una sombra amenazante de la que no son capaces de desprenderse, como un sino ineludible, y de aquí el aludido determinismo genético expresado en el temor supersticioso de los personajes femeninos, a lo largo de las sucesivas generaciones, a procrear vástagos con cola de puerco o de iguana. Y de aquí también la impotencia que se percibe en la voluntad de los protagonistas a la hora de crear un mundo estable y racional. Esta inoperancia de la voluntad sería consecuencia de la referida falta originaria. Si hay algo que define y caracteriza ese nuevo mundo que es Macondo es su carácter precario e inestable. Se trata de un mundo continuamente amenazado, un mundo que se desmorona precipitadamente en cuanto las mujeres  descuidan  su diligente labor de conservación y mantenimiento.  

   En Historia de un deicidio, Vargas Llosa parece establecer un paralelismo entre el modo de proceder de García Márquez como creador de ese mundo particular que es Macondo y el modo de proceder del mismo Dios. El deicidio consistiría, de hecho, en suplantar a Dios en el proceso creativo, en asumir una función que sólo a Él le corresponde. Algunos críticos alegan que esto mismo sería aplicable, igualmente, a cualquier creador de talla, independientemente de la modalidad artística que practique. Lo novedoso en García Márquez es, según nuestro parecer, la utilización de un esquema mítico como marco donde situar el desarrollo de la acción, y pensamos también que este esquema es el mismo que encontramos en el Génesis bíblico. En relación a esta cuestión, la crítica ha señalado su deuda con Faulkner. Como ya ha quedado indicado, en Cien años de soledad, como ocurre en los primeros libros del Pentateuco, tenemos una pareja original (José A. Buendía y Úrsula Iguarán), tenemos un pecado original primero (el del incesto) y un pecado original segundo (el del homicidio), tenemos un éxodo (la expedición por la selva) y tenemos una conquista de la tierra prometida (la fundación de Macondo). A esta idea, además, coadyuvan toda una serie de elementos que aparecen desperdigados a lo largo de toda la narración, como, por ejemplo, la utilización de una serie de expresiones (tiempos del cometa, época en la que pasó el Judío Errante, etc.),  que aluden a un pasado mítico intemporal y cuya finalidad es producir un efecto de desdibujamiento y de imprecisión que confieren al relato un carácter universal. De esta manera, la historia que se refiere se convierte en una constante, en algo que pudo ocurrir en cualquier momento y también en cualquier lugar de Latinoamérica, pues no hay que olvidar que, del mismo modo que hay indeterminación temporal, también la hay espacial. En ningún momento se precisa la ubicación de Macondo, sólo se nos dice que estaba junto a una ciénaga y a cierta distancia del mar. Los elementos fantásticos, típicos del realismo mágico, también son habituales en los relatos míticos, de ahí que en la historia que nos ocupa la mayoría de ellos aparezcan concentrados en la parte inicial de la historia, en aquella época cuando el mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre. Pero no es sólo esto. En Cien años de soledad se observa, asimismo, una inversión del modelo mítico veterotestamentario, pues si en el Antiguo Testamento se considera a la mujer como dependiente del varón, débil ante la tentación y como principal transmisora del pecado original, en la obra de García Márquez no ocurre lo mismo, pues aquí la mujer asume un papel salvífico y redentor. Ante el mal, ejemplificado en la tendencia natural al desorden y a la disolución de las formas, la mujer reacciona como una fuerza antagónica, con una virilidad que siempre se ha considerado propia del varón; los hombres, en cambio, son seres débiles que rápidamente sucumben a la disipación más absoluta. Podríamos afirmar que Úrsula Iguarán, Amaranta Úrsula y Fernanda del Carpio son todas ellas variantes de la misma mujer, personificaciones de una voluntad ordenadora cuyo quehacer cotidiano es apuntalar un mundo que progresivamente se desmorona. El hecho de que Fernanda del Carpio permaneciese intacta e incorrupta cuatro meses después de su fallecimiento sería un símbolo excelente de lo que la mujer representa en toda la obra.

    Otra cuestión básica en Cien años de soledad es la de ciclo histórico, la de un tiempo circular en el que nunca parece ocurrir nada nuevo, porque todo es siempre una variación sobre lo mismo. Como sabemos, esta cuestión es también un elemento de gran relevancia en lo que hemos llamado pensamiento mítico. El decurso temporal es aquí un proceso continuo de creación y de destrucción de lo mismo donde no hay lugar para novedades, y de ahí que le sea aplicable aquello de Nihil novum sub sole. Úrsula, al contemplar a sus nietos, exclama lo siguiente: Lo mismo que Aureliano. Es como si el mundo estuviera dando vueltas. Si el último Buendía resulta ser como el primero, ello es consecuencia de la endogamia.  
   La imagen arquetípica utilizada en distintas culturas tradicionales para simbolizar la circularidad de lo temporal es la de la serpiente que se muerde la cola, la del Ouroboros. Juan Eduardo Cirlot, en su Diccionario de símbolos, lo define así: Ouroboros, según Evola, es la disolución de los cuerpos: la serpiente universal que, según los gnósticos, camina a través de todas las cosas. Veneno, víbora, disolvente universal, son símbolos de lo indiferenciado, del principio invariante o común que pasa entre todas las cosas y las liga. Disolución e indiferenciación son, precisamente, los términos que mejor expresan la atmósfera y el ambiente de Cien años de soledad. El concepto de realidad que esta obra nos ofrece podría ser calificado de organicista. Podríamos afirmar que se trata de una cosmovisión más cercana a la oriental que a la occidental, que es mecanicista y pragmática. El peso de la necesidad natural es de tal intensidad, que la voluntad del hombre es incapaz de romper las cadenas que la mantienen atada a esta eterna repetición de lo mismo. Cien años de soledad es la constatación de que romper el ciclo de la naturaleza y escapar por la tangente de la civilización y de la historia es algo vetado para el mundo latinoamericano.
   Pero, posiblemente, el dato más relevante en relación a la idea de ciclo sean las palabras finales de la obra: En los crípticos textos de Melquíades estaba escrita la historia de la familia. Si la historia de la familia Buendía estaba escrita ya de antemano, ello ha de ser consecuencia, necesariamente, del carácter cíclico de lo temporal. Y si todo es siempre una repetición de lo mismo, el individuo deja de ser libre y se convierte en una marioneta manejada por una necesidad natural de la que no es consciente. Esas hormigas coloradas arrastrando el cadáver con cola de puerco del último Buendía representan el cumplimiento del sino de la familia y de lo que ésta representa.

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