miércoles, 23 de mayo de 2012

¡LLEGA A SER EL QUE ERES!


¡LLEGA A SER EL QUE ERES!

    Cuando se habla de imperativos, lo habitual es acordarse de aquél que formulara Kant –en sus tres variantes- para el estrecho ámbito de la moralidad. El que encabeza estas líneas, conocido como pindárico, en cambio, es un auténtico desconocido para el gran público, quizás por la sencilla razón de que no figura entre los contenidos de ninguna programación susceptible de tener que dar cuentas ante el sumo sanedrín de la Selectividad. A pesar de ello, según nuestro modesto parecer, no existe para el hombre otro mandato más importante y fundamental que éste.
    Originariamente, el imperativo pindárico estaba vinculado con la llamada moral agonal de los antiguos griegos, que es la misma que vemos ejemplificada en los personajes protagonistas de la Ilíada, esa suerte de Antiguo Testamento pagano para nuestra cultura occidental. Aquí vemos, por ejemplo, cómo el anciano y sabio Néstor arenga a los árgivos, dánaos y aqueos –a los griegos- recordándoles su obligación de hacerse merecedores del nombre del que son portadores, es decir, de ponerse a la altura de sus padres y abuelos, auténticos depositarios de la dignidad y de la areté –excelencia-. En efecto, para los antiguos griegos, el campo de batalla constituía la piedra de toque perfecta donde medir y calibrar la calidad de los individuos y, sobre todo, donde demostrar que se era un digno portador del nombre de su familia y linaje. Aquiles el pélida –hijo de Peleo-, Agamenón el átrida –hijo de Atreo-,…La idea es que poseemos una determinada dignidad por el simple hecho de ser hijos de, pero que esta dignidad no basta, puesto que se trata de una cualidad meramente potencial que es preciso actualizar en el campo de batalla mediante el derramamiento de sangre, esto es, arrebatándosela al enemigo vencido. Afortunadamente, en los tiempos del poeta Píndaro –siglo VI a. C.- el mandato comienza a desvincularse de la cuestión del linaje y, en consecuencia, a interpretarse desde una óptica a todas luces más positiva. Se trata ahora de que el hombre, cualquier hombre libre y maduro –lo cual supone dejar al margen al 75 % de la población- se vea en la necesidad de actualidad y desarrollar todas y cada una de las posibilidades inherentes a su condición humana. Es decir, se trata de esa misma necesidad de realización personal a la que en los años sesenta se aludía con la expresión necesidad de encontrarse a sí mismo.
    Hoy en día, cuando la cuestión del linaje y del honor parece haber perdido todo el peso que poseyera en la antigüedad, el imperativo pindárico ha de ser visto como fundamento básico de la Antropología y, de manera derivada, de disciplinas tan determinantes como la Ética y la Pedagogía.

    ¡Llega a ser el que eres!...La expresión, simple en apariencia, es sumamente compleja en realidad. Precisa, por ello, de un análisis profundo y sistemático.
El imperativo pindárico parece basase en dos supuestos:
  1. Existe un desfase, en el interior de nuestra propia naturaleza, entre aquello que somos de hecho y aquello que podemos llegar a ser.
  2. Si se nos exige que lleguemos a ser lo que somos, ello obedece a que no tenemos duda alguna en lo referente a lo específico de la naturaleza humana.
    Comencemos analizando el primero de estos supuestos. Para ello, la teoría aristotélica del acto y la potencia puede sernos de gran ayuda. Somos seres humanos por el simple hecho de haber nacido, pero la realidad de esta humanidad inicial que todos poseemos de entrada es algo meramente testimonial e incipiente. El bebé es a la idea de Humanidad lo que la bellota pueda ser en relación a la idea de roble. Las tesis del Existencialismo, tal y como fueron formuladas por Sartre, apuntan en la misma dirección. Según el filósofo de los guantes negros, cuando nacemos no somos personas plenas, sino un mero proyecto de persona, es decir, una existencia huera y vacía que, mediante el ejercicio de la libertad, a través de la adquisición de hábitos, ha de irse rellenando con la densa sustancia de la esencia. Esto significa que la esencia, lo que llamamos naturaleza humana, no es algo dado de entrada, sino algo añadido, un resultado o recompensa.
    Aunque sea una obviedad decir que entre una bellota y una persona existen muchas diferencias, es preciso decirlo. Una de estas diferencias, quizás la más importante, es que la bellota, una vez dadas ciertas condiciones medioambientales, es capaz por sí misma de completar todo el proceso de su desarrollo hasta terminar convertida en un roble, mientras que, en el caso de las personas, la conquista de su Humanidad no siempre está garantizada. De hecho, nos atreveríamos a decir que son muy pocos los que consiguen situarse a la altura del ideal que viene marcado por su esencia. Y aquí es donde entran en juego disciplinas tan determinantes como la Ética y la Pedagogía, pues su principal cometido no es otro que el de contrarrestar el tremendo potencial de maleabilidad que poseemos los individuos. Ética y Pedagogía son los rodrigones que permiten que los individuos crezcamos en vertical y que podamos dar frutos suculentos y sanos.
    No hay quehacer más importante para una persona que la de llevar a feliz término el proyecto inicial de humanidad con el que todos nacemos. El cometido de la Ética en relación a cuestión tan determinante es doble: señalar la meta que es preciso alcanzar y, en función de ésta, establecer los preceptos y prohibiciones que se han de acatar para que tal cosa sea posible. Si quieres A, entonces debes hacer tales cosas y evitar tales otras. Este es el ámbito en que se desenvuelve. Las llamadas virtudes morales, las que dependen de la Voluntad –moderación, prudencia, generosidad, perseverancia, valentía, sinceridad…- constituyen su objetivo prioritario. La adecuada asimilación de éstas constituye la base ancilar sobre la que han de levantarse las llamadas virtudes dianoéticas o intelectuales, que son las que competen a la Pedagogía –saber resolver problemas matemáticos, saber inglés, saber analizar un texto…-. Sólo cuando ambos tipos de virtudes se dan de manera óptima en una persona podemos decir que ésta ha conseguido realizarse como tal persona o que se ha situado a la altura del ideal. Aunque esto, como sabemos, al tratarse de un ideal, es algo que nadie logra de manera íntegra y perfecta. Como muy bien viera Kant, tendríamos que ser inmortales para que fuese posible una plena coincidencia entre ser y deber ser, entre lo que somos de hecho y aquello a lo que deberíamos aspirar.
    De lo anterior se desprende que el resultado de la colaboración entre Ética y Pedagogía es la Humanidad como obra de arte. Ambas disciplinas son las manos responsables de dar forma a la figura del Hombre, que es la más digna entre todas. Cuando se habla de Arte, todos pensamos en las siete canónicas –Arquitectura, Escultura, Música, Pintura, Literatura, Danza y Cine- sin darnos cuenta de que todas estas modalidades son subsidiarias de otro arte muy superior, puesto que coadyuvan a la consecución del objetivo fundamental de éste: la plenificación del hombre. Si las artes tradicionales conforman el grueso de las Humanidades, ¿no se debe ello a que son los instrumentos de humanización más poderosos que podamos concebir?

    Puesto que la cuestión recogida en el apartado b ya ha sido abordada en otros textos nuestros, nos vamos a permitir prescindir de una nueva incursión en terreno tan pantanoso. La cuestión que urge abordar a continuación es otra y no menos importante que la anterior. Ya dijimos que el hombre, a diferencia del árbol, no tiene garantizado su pleno desarrollo como individuo, pues las posibilidades de que su proyecto existencial se malogre son muchas. Al conjunto de trabas, obstáculos e interferencias que hemos de superar a lo largo del accidentado camino de la realización lo vamos a recoger bajo un marbete común: OSCURANTISMO. Odiseo (Nadie) debe arribar a Ítaca (debe situarse a la altura de su ideal, es decir, debe convertirse en un Alguien). De esto hemos hablado hasta aquí. Otro día hablaremos de las Sirenas, Calipsos, Circes, Cíclopes, Lotófagos, Escilas y Caribdis; hablaremos de todo aquello que puede desviarnos de nuestro objetivo; es decir, de todo aquello que puede malograr la obra de arte en que hemos de convertir nuestras vidas; es decir, del oscurantismo como representación del mal en este orden de cosas.

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