¡LLEGA A
SER EL QUE ERES!
Cuando se habla de
imperativos, lo habitual es acordarse de aquél que formulara Kant
–en sus tres variantes- para el estrecho ámbito de la moralidad.
El que encabeza estas líneas, conocido como pindárico, en
cambio, es un auténtico desconocido para el gran público, quizás
por la sencilla razón de que no figura entre los contenidos de
ninguna programación susceptible de tener que dar cuentas ante el
sumo sanedrín de la Selectividad. A pesar de ello, según nuestro
modesto parecer, no existe para el hombre otro mandato más
importante y fundamental que éste.
Originariamente, el
imperativo pindárico estaba vinculado con la llamada moral agonal
de los antiguos griegos, que es la misma que vemos ejemplificada en
los personajes protagonistas de la Ilíada, esa suerte de
Antiguo Testamento pagano para nuestra cultura occidental. Aquí
vemos, por ejemplo, cómo el anciano y sabio Néstor arenga a los
árgivos, dánaos y aqueos –a los griegos- recordándoles su
obligación de hacerse merecedores del nombre del que son portadores,
es decir, de ponerse a la altura de sus padres y abuelos, auténticos
depositarios de la dignidad y de la areté –excelencia-. En
efecto, para los antiguos griegos, el campo de batalla constituía la
piedra de toque perfecta donde medir y calibrar la calidad de los
individuos y, sobre todo, donde demostrar que se era un digno
portador del nombre de su familia y linaje. Aquiles el pélida
–hijo de Peleo-, Agamenón el átrida –hijo de Atreo-,…La
idea es que poseemos una determinada dignidad por el simple hecho de
ser hijos de, pero que esta dignidad no basta, puesto que se trata de
una cualidad meramente potencial que es preciso actualizar en el
campo de batalla mediante el derramamiento de sangre, esto es,
arrebatándosela al enemigo vencido. Afortunadamente, en los tiempos
del poeta Píndaro –siglo VI a. C.- el mandato comienza a
desvincularse de la cuestión del linaje y, en consecuencia, a
interpretarse desde una óptica a todas luces más positiva. Se trata
ahora de que el hombre, cualquier hombre libre y maduro –lo cual
supone dejar al margen al 75 % de la población- se vea en la
necesidad de actualidad y desarrollar todas y cada una de las
posibilidades inherentes a su condición humana. Es decir, se trata
de esa misma necesidad de realización personal a la que en los años
sesenta se aludía con la expresión necesidad de encontrarse a sí
mismo.
Hoy en día, cuando la
cuestión del linaje y del honor parece haber perdido todo el peso
que poseyera en la antigüedad, el imperativo pindárico ha de ser
visto como fundamento básico de la Antropología y, de manera
derivada, de disciplinas tan determinantes como la Ética y la
Pedagogía.
¡Llega a ser el
que eres!...La expresión, simple en apariencia, es sumamente
compleja en realidad. Precisa, por ello, de un análisis profundo y
sistemático.
El imperativo
pindárico parece basase en dos supuestos:
- Existe un desfase, en el interior de nuestra propia naturaleza, entre aquello que somos de hecho y aquello que podemos llegar a ser.
- Si se nos exige que lleguemos a ser lo que somos, ello obedece a que no tenemos duda alguna en lo referente a lo específico de la naturaleza humana.
Comencemos analizando
el primero de estos supuestos. Para ello, la teoría aristotélica
del acto y la potencia puede sernos de gran ayuda. Somos seres
humanos por el simple hecho de haber nacido, pero la realidad de esta
humanidad inicial que todos poseemos de entrada es algo meramente
testimonial e incipiente. El bebé es a la idea de Humanidad lo que
la bellota pueda ser en relación a la idea de roble. Las tesis del
Existencialismo, tal y como fueron formuladas por Sartre, apuntan en
la misma dirección. Según el filósofo de los guantes
negros, cuando nacemos no somos personas plenas, sino un mero
proyecto de persona, es decir, una existencia huera y vacía que,
mediante el ejercicio de la libertad, a través de la adquisición de
hábitos, ha de irse rellenando con la densa sustancia de la esencia.
Esto significa que la esencia, lo que llamamos naturaleza humana, no
es algo dado de entrada, sino algo añadido, un resultado o
recompensa.
Aunque sea una
obviedad decir que entre una bellota y una persona existen muchas
diferencias, es preciso decirlo. Una de estas diferencias, quizás la
más importante, es que la bellota, una vez dadas ciertas condiciones
medioambientales, es capaz por sí misma de completar todo el proceso
de su desarrollo hasta terminar convertida en un roble, mientras que,
en el caso de las personas, la conquista de su Humanidad no siempre
está garantizada. De hecho, nos atreveríamos a decir que son muy
pocos los que consiguen situarse a la altura del ideal que viene
marcado por su esencia. Y aquí es donde entran en juego disciplinas
tan determinantes como la Ética y la Pedagogía, pues su principal
cometido no es otro que el de contrarrestar el tremendo potencial de
maleabilidad que poseemos los individuos. Ética y Pedagogía son los
rodrigones que permiten que los individuos crezcamos en vertical y
que podamos dar frutos suculentos y sanos.
No hay quehacer más
importante para una persona que la de llevar a feliz término el
proyecto inicial de humanidad con el que todos nacemos. El cometido
de la Ética en relación a cuestión tan determinante es doble:
señalar la meta que es preciso alcanzar y, en función de ésta,
establecer los preceptos y prohibiciones que se han de acatar para
que tal cosa sea posible. Si quieres A, entonces debes hacer tales
cosas y evitar tales otras. Este es el ámbito en que se desenvuelve.
Las llamadas virtudes morales, las que dependen de la Voluntad
–moderación, prudencia, generosidad, perseverancia, valentía,
sinceridad…- constituyen su objetivo prioritario. La adecuada
asimilación de éstas constituye la base ancilar sobre la que han de
levantarse las llamadas virtudes dianoéticas o intelectuales,
que son las que competen a la Pedagogía –saber resolver problemas
matemáticos, saber inglés, saber analizar un texto…-. Sólo
cuando ambos tipos de virtudes se dan de manera óptima en una
persona podemos decir que ésta ha conseguido realizarse como tal
persona o que se ha situado a la altura del ideal. Aunque esto, como
sabemos, al tratarse de un ideal, es algo que nadie logra de manera
íntegra y perfecta. Como muy bien viera Kant, tendríamos que ser
inmortales para que fuese posible una plena coincidencia entre ser y
deber ser, entre lo que somos de hecho y aquello a lo que deberíamos
aspirar.
De lo anterior se
desprende que el resultado de la colaboración entre Ética y
Pedagogía es la Humanidad como obra de arte. Ambas disciplinas son
las manos responsables de dar forma a la figura del Hombre, que es la
más digna entre todas. Cuando se habla de Arte, todos pensamos en
las siete canónicas –Arquitectura, Escultura, Música, Pintura,
Literatura, Danza y Cine- sin darnos cuenta de que todas estas
modalidades son subsidiarias de otro arte muy superior, puesto que
coadyuvan a la consecución del objetivo fundamental de éste: la
plenificación del hombre. Si las artes tradicionales conforman el
grueso de las Humanidades, ¿no se debe ello a que son los
instrumentos de humanización más poderosos que podamos concebir?
Puesto que la cuestión
recogida en el apartado b ya ha sido abordada en otros textos
nuestros, nos vamos a permitir prescindir de una nueva incursión en
terreno tan pantanoso. La cuestión que urge abordar a continuación
es otra y no menos importante que la anterior. Ya dijimos que el
hombre, a diferencia del árbol, no tiene garantizado su pleno
desarrollo como individuo, pues las posibilidades de que su proyecto
existencial se malogre son muchas. Al conjunto de trabas, obstáculos
e interferencias que hemos de superar a lo largo del accidentado
camino de la realización lo vamos a recoger bajo un marbete común:
OSCURANTISMO. Odiseo (Nadie) debe arribar a Ítaca (debe situarse a
la altura de su ideal, es decir, debe convertirse en un Alguien). De
esto hemos hablado hasta aquí. Otro día hablaremos de las Sirenas,
Calipsos, Circes, Cíclopes, Lotófagos, Escilas y Caribdis;
hablaremos de todo aquello que puede desviarnos de nuestro objetivo;
es decir, de todo aquello que puede malograr la obra de arte en que
hemos de convertir nuestras vidas; es decir, del oscurantismo como
representación del mal en este orden de cosas.
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