miércoles, 16 de mayo de 2012

EL DINERO, EL ÚNICO DIOS VERDADERO...



   …Así dice la letra de una canción de Sabina, quien, de esta manera, se sitúa en la estela de otros vates de mucha más solera que él. Recuérdese el poderoso caballero es Don Dinero, de Quevedo, o el todo cuanto en el siglo se hace es por su amor, del Arcipreste de Hita.

   El vínculo entre dinero y religión es tan antiguo como la humedad.
  Dinero y religión son intereses que se relacionan al modo de los vasos comunicantes o, si se prefiere, al modo vampírico: el apogeo de uno de ellos implica y exige el declive del otro. Cuando vemos a la religión en todo su esplendor integrista, lo normal es que el interés por lo crematístico quede relegado a un segundo plano, y viceversa. Pero hemos de tener en cuenta que las apariencias muchas veces nos engañan. Según la mitología vampírica, quien es mordido por uno de estos chupasangres se convierte en una especie de muerto aparente, en un muerto viviente. Algo similar ocurre en la relación que aquí tratamos de explanar. El apogeo de lo religioso no anula el interés por lo económico, sino que lo incorpora a su propia dinámica, haciendo que la economía viva y crezca, como un tumor, en el seno de la propia religiosidad. Del mismo modo, tampoco muere la religión al ser vampirizada por el interés económico, sino que queda integrada en éste. Lo característico de las posturas extremas, como sabemos, no es la oposición y la diferencia, sino justo lo contrario, esto es, la identidad.
   El ejemplo paradigmático de todo lo anterior lo tenemos en el episodio bíblico, recogido en el Éxodo, en el que se nos narra cómo el pueblo elegido se entrega a la adoración del mítico becerro de oro al no tener paciencia para aguardar el regreso de su caudillo Moisés. La moraleja parece evidente: es el carácter distante de la divinidad lo que empuja a los individuos a ese culto idolátrico que es la actividad mercantil. Para el pueblo, en su ingenuidad primigenia, no habría diferencia alguna entre rendir culto a uno o al otro, pues el acto de fe requerido es exactamente el mismo.
   Pero este vínculo, eterno y consustancial, entre religión y economía no siempre ha gozado de la misma fortaleza. Es en los inicios de la Época Moderna cuando el nudo se estrecha y se afianza de manera irreversible. En La ética protestante y el espíritu del capitalismo, el sociólogo alemán Max Weber defiende la tesis según la cual el capitalismo moderno sería una consecuencia imprevista de la ética protestante, concretamente de la calvinista. Sostiene Weber que la idea clave radica en el concepto de predestinación, que es consustancial a esta modalidad del protestantismo. Para los calvinistas los individuos nacemos predestinados para la salvación o para la condena, sin que podamos hacer nada para modificar ni un ápice lo que está establecido por la divinidad. Lo que tenga que ser, será, dado que nuestro comportamiento en vida es completamente irrelevante. Ahora bien, la incertidumbre en relación al destino que Dios nos tiene reservado en modo alguno es absoluta, pues existen indicios que nos permiten adivinarlo de alguna manera, siendo el principal de todos estos el éxito económico. De esta manera, el triunfo en los negocios se convierte en una señal que el mismo Dios nos envía para darnos a conocer que nos encontramos entre los elegidos. Pues bien, es esta necesidad de despejar las dudas e incertidumbres lo que arroja a los individuos a una laboriosidad de naturaleza obsesivo-compulsiva y netamente ascética. Tanto es así que el inconsciente capitalista en ciernes ni siquiera se puede permitir el lujo de disfrutar moderadamente de los beneficios de su actividad empresarial, ya que esto supondría incurrir en una actitud de disipación que, a la larga, acabaría convirtiéndose en un factor de incertidumbre. Es por esto que los beneficios tienen que ser netamente reinvertidos.
   El protestantismo, en tanto que integrismo fundamentalista –como claudicación del Cristianismo frente al Judaísmo precedente-, por tanto, constituiría el factor fundacional del Capitalismo moderno. Y, siendo el Capitalismo la consecuencia de un viraje de la religión hacia el integrismo, no debemos extrañarnos de que su desarrollo natural haya concluido en esa suerte de fundamentalismo económico que conocemos con el nombre de Neoliberalismo. ¿Recuerdan aquellas palabras de los Evangelios donde se habla de ricos, de camellos y de ojos de agujas? Repito: el Capitalismo como resultado de una judaización del Cristianismo.

   Esta actitud del protestante frente a la actividad económica ha sido descrita magistralmente por Dostoievski, el más agudo de todos los psicólogos –según Nietzsche-, en su obra El Jugador. Leamos:

-Yo preferiría –dije- pasarme toda la vida en una tienda de kirguizes nómadas antes que adorar al ídolo alemán.
-¿A qué ídolo? –preguntó el general, que ya empezaba a amoscarse en serio.
-Al modo alemán de acumular riqueza. (…)
(…) Bueno, aquí todas las familias se encuentran bajo la esclavitud y la sumisión más completa al Vater. Todos trabajan como bueyes y acumulan dinero como judíos. El Vater, supongamos, ha reunido ya tantos florines y espera ceder al primogénito su taller o su parcela de tierra. A este objeto, no dan a la hija dote alguna, y ésta se queda para vestir imágenes. Con idénticas miras venden al hijo menor como criado o como soldado, y este dinero lo incorporan al capital familiar. Se hace así, pueden creerme; he procurado informarme. Y todo esto lo hacen movidos por la honradez, por un extremado espíritu de honradez, hasta el punto que el hijo menor, que fue vendido, está convencido de que lo vendieron movidos por la honradez; y esto es el ideal: la propia víctima se alegra de que la ofrezcan en holocausto. ¿Qué pasa después? Que tampoco al primogénito le van mejor las cosas: hay allí cierta Amalchen a la que su corazón se siente unido, pero no puede casarse, porque no ha ahorrado tantos florines como para hacerlo. También esperan digna y sinceramente y aceptan el holocausto con la sonrisa en los labios. Amalchen se ha quedado demacrada y flaca. Finalmente, al cabo de veinte años, los bienes se han multiplicado: disponen de los florines honrada y virtuosamente reunidos. El Vater da su bendición al primogénito, de cuarenta años, y a Amalchen, de treinta y cinco, que tiene ya los pechos fláccidos y la nariz colorada…Llora, les da sus consejos y muere. El primogénito se transforma, a su vez, en virtuoso Vater, y la historia vuelve a repetirse. A los cincuenta o sesenta años, el nieto del primer Vater dispone ya, en efecto, de un capital considerable, que él transmite a su hijo, y éste al suyo, y este otro al suyo, con lo que al cabo de cinco o seis generaciones nos encontramos con el barón Rothschild o con Goppe y Cía., lo que sea. ¿No resulta un espectáculo grandioso? ¡Un trabajo continuado de cien o doscientos años, paciencia, inteligencia, honradez, carácter, firmeza, cálculo, la cigüeña en el tejado! ¿Qué más quieren? Porque no hay nada superior a esto, y desde este punto de vista empiezan a juzgar al mundo entero y a castigar a los culpables, es decir, a quienes se diferencian un ápice de ellos. Y aquí está el asunto: yo prefiero alborotar al estilo ruso o enriquecerme en la ruleta. No quiero ser Goppe y Cía. Dentro de cinco generaciones. El dinero lo necesito para mí mismo y no me considero como un apéndice obligado del capital. Sé que he dicho muchas barbaridades, pero no me importa. Tales son mis convicciones.

   Palabras, como se habrá tenido ocasión de comprobar, que gozan de una plena actualidad. ¡Que le pregunten si no a los griegos! ¡Que nos pregunten, mejor dicho, a todos los que integramos la piara de los denominados países pig!

   En el cuento titulado El señor Projarchin, Dostoievski expone el caso de un individuo aquejado de la enfermedad del ahorro y del acaparamiento, un trastorno que tiene muchos elementos en común con el denominado Síndrome de Diógenes. Pero Dostoievski no es el único escritor que ha mostrado interés por la enfermedad del dinero. Piénsese, por poner sólo unos pocos ejemplos, en Eugenia Grandet de Balzac, en El avaro de Molière o en El mercader de Venecia de Shakespeare.
   El componente patológico que supone la fijación en el dinero es algo fuera de dudas. Según Freud, la persona que sufre de este trastorno no habría completado su proceso de maduración y se hallaría anclado en la denominada etapa sádico-anal, que es aquella en la que el niño aprende a controlar el músculo del esfínter. Desde esta óptica, según Freud, el excremento vendría a ser algo así como el modelo arquetípico y paradigmático de cualquier otra forma de mercancía. Desde esta óptica, ¿qué es el capitalista sino un estreñido crónico?

   Cualquiera que haya leído a Freud sabe que el factor económico y el factor religioso son factores determinantes y ancilares en el seno de su doctrina. Quiere esto decir que han de ser contemplados como elementos de los que no se puede prescindir si queremos explicar de manera cabal el comportamiento humano.

   Es evidente que desde el inicio de la Época Moderna, y en los países occidentales, la balanza se ha ido decantando progresivamente del lado de lo económico y crematístico. Y es evidente, igualmente, que el vacío dejado por la muerte de Dios ha creado las circunstancias propicias para que este proceso de decantamiento haya podido alcanzar una solidez y constancia hasta entonces insospechadas. El siglo XX marca el inicio de la apoteosis de lo económico. Es así como la Economía se subroga, como si de trajes abandonados se tratase, de los atributos con que antiguamente se vestía la divinidad.
   Nihil novum sub sole, decían los clásicos. No se trata de que la Historia siempre se repita. Se trata, más bien, de que los distintos acontecimientos que se suceden no son otra cosa que variantes o modalidades de un puñado de esquemas arquetípicos y eternos. Por ejemplo: el Sanedrín (los Mercados) han dictado sentencia con la connivencia de Poncio Pilatos (Merkozy). Judas (Gobiernos nacionales) ha desempeñado su trabajo a la perfección y, como recompensa, ha cobrado sus treinta monedas. Los Apóstoles (integrantes de la CEE) se acusan los unos a los otros, cuando no reniegan por activa y por pasiva. El Cristo (ciudadanía), después de ser flagelado, es expuesto al escarnio público. Esto es lo que hasta ahora hemos podido presenciar. Sólo resta el inevitable vía crucis, el ¡padre!, ¿por qué me has abandonado? y el suplicio de la agonía.
   Pero las similitudes entre Religión y Economía no se agotan en las hasta aquí pergeñadas. ¿Qué me dicen de las discusiones bizantinas de los analistas? ¿Qué me dicen de los misterios insondables de la Ciencia Económica? ¿Qué me dicen de la expiación y del sacrificio redentor? ¿Qué me dicen de la confianza, es decir, de la fe como fundamento último del tinglado capitalista? ¿Qué me dicen de la miríada de profetas miopes especializados en la predicción de los sucesos crematísticos del pasado?
   Del Dios bíblico se decía que era tres en uno –Dogma de la Santísima Trinidad-, que era capaz de producir milagros como el de la transustanciación o como el de la multiplicación de panes y peces; del Dinero, en cambio, podemos decir mucho más: que es Todo en Uno, que es capaz de convertir en oro hasta la más vil de todas las sustancias y que, además de multiplicar los panes y los peces, los puede hacer desaparecer como si nunca hubiesen existido. Es más, ¿quién sino el Dinero ha conseguido poner de acuerdo a Cristianos, Judíos, Musulmanes, Budistas, Sintoístas, Animistas, Agnósticos y Ateos? El Mercado es el único Pescador de Hombres que puede reclamar para sí semejante título. ¿Y qué decir de la Agencia Tributaria? Es el equivalente laico del antiguo Tribunal de la Santa Inquisición, de eso que ahora se hace llamar eufemísticamente Congregación para la Doctrina de la Fe. La única diferencia digna de mención es que el poder coercitivo de Hacienda es infinitamente superior al que solía ejercer el Santo Oficio.
   Austeridad, paciencia, resignación...El santo Job está destinado a convertirse en el patrón tutelar de los nuevos tiempos.
   Así pues, del Sistema Neoliberal es posible decir lo mismo que Tertuliano dijera del Cristianismo: CREDO QUIA ABSURDUM –creo porque es absurdo-.

   Repitan conmigo:

   Creo en el Dinero todopoderoso, creador de la riqueza así como de la pobreza. Creo en su encarnación en el Negocio de la Banca, que fue concebido por obra y gracia de las Leyes del Mercado. Creo que nació del ingenio del hebreo circunciso, que fue perseguido, censurado y declarado maldito por todos los pueblos de la tierra para, finalmente, renacer de entre los muertos. Creo que de los infiernos de la ignominia y del desprecio se encumbró en la última planta de los más imponentes rascacielos y que está situado a la diestra del todopoderoso Becerro de Oro. Creo que desde allí ha de venir para desvalijar a vivos y a muertos. Creo en las Leyes del Mercado, en la Ley de la oferta y la demanda, en la palabra clarividente de mi Asesor Financiero, en el carácter sagrado del Registro de la Propiedad, en los designios infalibles del Parqué Bursátil, en el carácter inviolable de todo contrato y en la Vida Eterna que ha de traernos el por siempre alabado Dinero. Amén.

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