…Así dice la letra
de una canción de Sabina, quien, de esta manera, se sitúa en la
estela de otros vates de mucha más solera que él. Recuérdese el
poderoso caballero es Don Dinero, de Quevedo, o el todo cuanto
en el siglo se hace es por su amor, del Arcipreste de Hita.
El vínculo entre dinero y religión
es tan antiguo como la humedad.
Dinero y religión son
intereses que se relacionan al modo de los vasos comunicantes o, si
se prefiere, al modo vampírico: el apogeo de uno de ellos implica y
exige el declive del otro. Cuando vemos a la religión en todo su
esplendor integrista, lo normal es que el interés por lo
crematístico quede relegado a un segundo plano, y viceversa. Pero
hemos de tener en cuenta que las apariencias muchas veces nos
engañan. Según la mitología vampírica, quien es mordido por uno
de estos chupasangres se convierte en una especie de muerto aparente,
en un muerto viviente. Algo similar ocurre en la relación que aquí
tratamos de explanar. El apogeo de lo religioso no anula el interés
por lo económico, sino que lo incorpora a su propia dinámica,
haciendo que la economía viva y crezca, como un tumor, en el seno de
la propia religiosidad. Del mismo modo, tampoco muere la religión al
ser vampirizada por el interés económico, sino que queda integrada
en éste. Lo característico de las posturas extremas, como sabemos,
no es la oposición y la diferencia, sino justo lo contrario, esto
es, la identidad.
El ejemplo
paradigmático de todo lo anterior lo tenemos en el episodio bíblico,
recogido en el Éxodo, en el que se nos narra cómo el pueblo
elegido se entrega a la adoración del mítico becerro de oro al no
tener paciencia para aguardar el regreso de su caudillo Moisés. La
moraleja parece evidente: es el carácter distante de la divinidad lo
que empuja a los individuos a ese culto idolátrico que es la
actividad mercantil. Para el pueblo, en su ingenuidad primigenia, no
habría diferencia alguna entre rendir culto a uno o al otro, pues el
acto de fe requerido es exactamente el mismo.
Pero este vínculo,
eterno y consustancial, entre religión y economía no siempre ha
gozado de la misma fortaleza. Es en los inicios de la Época Moderna
cuando el nudo se estrecha y se afianza de manera irreversible. En La
ética protestante y el espíritu del capitalismo, el sociólogo
alemán Max Weber defiende la tesis según la cual el capitalismo
moderno sería una consecuencia imprevista de la ética protestante,
concretamente de la calvinista. Sostiene Weber que la idea clave
radica en el concepto de predestinación, que es
consustancial a esta modalidad del protestantismo. Para los
calvinistas los individuos nacemos predestinados para la salvación o
para la condena, sin que podamos hacer nada para modificar ni un
ápice lo que está establecido por la divinidad. Lo que tenga que
ser, será, dado que nuestro comportamiento en vida es completamente
irrelevante. Ahora bien, la incertidumbre en relación al destino que
Dios nos tiene reservado en modo alguno es absoluta, pues existen
indicios que nos permiten adivinarlo de alguna manera, siendo el
principal de todos estos el éxito económico. De esta manera, el
triunfo en los negocios se convierte en una señal que el mismo Dios
nos envía para darnos a conocer que nos encontramos entre los
elegidos. Pues bien, es esta necesidad de despejar las dudas e
incertidumbres lo que arroja a los individuos a una laboriosidad de
naturaleza obsesivo-compulsiva y netamente ascética. Tanto es así
que el inconsciente capitalista en ciernes ni siquiera se puede
permitir el lujo de disfrutar moderadamente de los beneficios de su
actividad empresarial, ya que esto supondría incurrir en una actitud
de disipación que, a la larga, acabaría convirtiéndose en un
factor de incertidumbre. Es por esto que los beneficios tienen que
ser netamente reinvertidos.
El protestantismo, en
tanto que integrismo fundamentalista –como claudicación del
Cristianismo frente al Judaísmo precedente-, por tanto, constituiría
el factor fundacional del Capitalismo moderno. Y, siendo el
Capitalismo la consecuencia de un viraje de la religión hacia el
integrismo, no debemos extrañarnos de que su desarrollo natural haya
concluido en esa suerte de fundamentalismo económico que conocemos
con el nombre de Neoliberalismo. ¿Recuerdan aquellas palabras de los
Evangelios donde se habla de ricos, de camellos y de ojos de agujas?
Repito: el Capitalismo como resultado de una judaización del
Cristianismo.
Esta actitud del
protestante frente a la actividad económica ha sido descrita
magistralmente por Dostoievski, el más agudo de todos los psicólogos
–según Nietzsche-, en su obra El Jugador. Leamos:
-Yo
preferiría –dije- pasarme toda la vida en una tienda de kirguizes
nómadas antes que adorar al ídolo alemán.
-¿A
qué ídolo? –preguntó el general, que ya empezaba a amoscarse en
serio.
-Al
modo alemán de acumular riqueza. (…)
(…)
Bueno, aquí todas las familias se encuentran bajo la esclavitud y la
sumisión más completa al Vater. Todos trabajan como bueyes y
acumulan dinero como judíos. El Vater, supongamos, ha reunido ya
tantos florines y espera ceder al primogénito su taller o su parcela
de tierra. A este objeto, no dan a la hija dote alguna, y ésta se
queda para vestir imágenes. Con idénticas miras venden al hijo
menor como criado o como soldado, y este dinero lo incorporan al
capital familiar. Se hace así, pueden creerme; he procurado
informarme. Y todo esto lo hacen movidos por la honradez, por un
extremado espíritu de honradez, hasta el punto que el hijo menor,
que fue vendido, está convencido de que lo vendieron movidos por la
honradez; y esto es el ideal: la propia víctima se alegra de que la
ofrezcan en holocausto. ¿Qué pasa después? Que tampoco al
primogénito le van mejor las cosas: hay allí cierta Amalchen a la
que su corazón se siente unido, pero no puede casarse, porque no ha
ahorrado tantos florines como para hacerlo. También esperan digna y
sinceramente y aceptan el holocausto con la sonrisa en los labios.
Amalchen se ha quedado demacrada y flaca. Finalmente, al cabo de
veinte años, los bienes se han multiplicado: disponen de los
florines honrada y virtuosamente reunidos. El Vater da su bendición
al primogénito, de cuarenta años, y a Amalchen, de treinta y cinco,
que tiene ya los pechos fláccidos y la nariz colorada…Llora, les
da sus consejos y muere. El primogénito se transforma, a su vez, en
virtuoso Vater, y la historia vuelve a repetirse. A los cincuenta o
sesenta años, el nieto del primer Vater dispone ya, en efecto, de un
capital considerable, que él transmite a su hijo, y éste al suyo, y
este otro al suyo, con lo que al cabo de cinco o seis generaciones
nos encontramos con el barón Rothschild o con Goppe y Cía., lo que
sea. ¿No resulta un espectáculo grandioso? ¡Un trabajo continuado
de cien o doscientos años, paciencia, inteligencia, honradez,
carácter, firmeza, cálculo, la cigüeña en el tejado! ¿Qué más
quieren? Porque no hay nada superior a esto, y desde este punto de
vista empiezan a juzgar al mundo entero y a castigar a los culpables,
es decir, a quienes se diferencian un ápice de ellos. Y aquí está
el asunto: yo prefiero alborotar al estilo ruso o enriquecerme en la
ruleta. No quiero ser Goppe y Cía. Dentro de cinco generaciones. El
dinero lo necesito para mí mismo y no me considero como un apéndice
obligado del capital. Sé que he dicho muchas barbaridades, pero no
me importa. Tales son mis convicciones.
Palabras, como se
habrá tenido ocasión de comprobar, que gozan de una plena
actualidad. ¡Que le pregunten si no a los griegos! ¡Que nos
pregunten, mejor dicho, a todos los que integramos la piara de los
denominados países pig!
En el cuento titulado
El señor Projarchin, Dostoievski expone el caso de un
individuo aquejado de la enfermedad del ahorro y del acaparamiento,
un trastorno que tiene muchos elementos en común con el denominado
Síndrome de Diógenes. Pero Dostoievski no es el único
escritor que ha mostrado interés por la enfermedad del dinero.
Piénsese, por poner sólo unos pocos ejemplos, en Eugenia Grandet
de Balzac, en El avaro de Molière o en El mercader de
Venecia de Shakespeare.
El componente
patológico que supone la fijación en el dinero es algo fuera de
dudas. Según Freud, la persona que sufre de este trastorno no habría
completado su proceso de maduración y se hallaría anclado en la
denominada etapa sádico-anal, que es aquella en la que el niño
aprende a controlar el músculo del esfínter. Desde esta óptica,
según Freud, el excremento vendría a ser algo así como el modelo
arquetípico y paradigmático de cualquier otra forma de mercancía.
Desde esta óptica, ¿qué es el capitalista sino un estreñido
crónico?
Cualquiera que haya
leído a Freud sabe que el factor económico y el factor religioso
son factores determinantes y ancilares en el seno de su doctrina.
Quiere esto decir que han de ser contemplados como elementos de los
que no se puede prescindir si queremos explicar de manera cabal el
comportamiento humano.
Es evidente que desde
el inicio de la Época Moderna, y en los países occidentales, la
balanza se ha ido decantando progresivamente del lado de lo económico
y crematístico. Y es evidente, igualmente, que el vacío dejado por
la muerte de Dios ha creado las circunstancias propicias para que
este proceso de decantamiento haya podido alcanzar una solidez y
constancia hasta entonces insospechadas. El siglo XX marca el inicio
de la apoteosis de lo económico. Es así como la Economía se
subroga, como si de trajes abandonados se tratase, de los atributos
con que antiguamente se vestía la divinidad.
Nihil novum sub
sole, decían los clásicos. No se trata de que la Historia
siempre se repita. Se trata, más bien, de que los distintos
acontecimientos que se suceden no son otra cosa que variantes o
modalidades de un puñado de esquemas arquetípicos y eternos. Por
ejemplo: el Sanedrín (los Mercados) han dictado sentencia con la
connivencia de Poncio Pilatos (Merkozy). Judas (Gobiernos nacionales)
ha desempeñado su trabajo a la perfección y, como recompensa, ha
cobrado sus treinta monedas. Los Apóstoles (integrantes de la CEE)
se acusan los unos a los otros, cuando no reniegan por activa y por
pasiva. El Cristo (ciudadanía), después de ser flagelado, es
expuesto al escarnio público. Esto es lo que hasta ahora hemos
podido presenciar. Sólo resta el inevitable vía crucis, el
¡padre!, ¿por qué me has abandonado? y el suplicio de la
agonía.
Pero las similitudes
entre Religión y Economía no se agotan en las hasta aquí
pergeñadas. ¿Qué me dicen de las discusiones bizantinas de los
analistas? ¿Qué me dicen de los misterios insondables de la Ciencia
Económica? ¿Qué me dicen de la expiación y del sacrificio
redentor? ¿Qué me dicen de la confianza, es decir, de la fe como
fundamento último del tinglado capitalista? ¿Qué me dicen de la
miríada de profetas miopes especializados en la predicción de los
sucesos crematísticos del pasado?
Del Dios bíblico se
decía que era tres en uno –Dogma de la Santísima Trinidad-, que
era capaz de producir milagros como el de la transustanciación o
como el de la multiplicación de panes y peces; del Dinero, en
cambio, podemos decir mucho más: que es Todo en Uno, que es capaz
de convertir en oro hasta la más vil de todas las sustancias y que,
además de multiplicar los panes y los peces, los puede hacer
desaparecer como si nunca hubiesen existido. Es más, ¿quién sino
el Dinero ha conseguido poner de acuerdo a Cristianos, Judíos,
Musulmanes, Budistas, Sintoístas, Animistas, Agnósticos y Ateos? El
Mercado es el único Pescador de Hombres que puede reclamar para sí
semejante título. ¿Y qué decir de la Agencia Tributaria? Es el
equivalente laico del antiguo Tribunal de la Santa Inquisición, de
eso que ahora se hace llamar eufemísticamente Congregación para
la Doctrina de la Fe. La única diferencia digna de mención es
que el poder coercitivo de Hacienda es infinitamente superior al que
solía ejercer el Santo Oficio.
Austeridad,
paciencia, resignación...El santo Job está destinado a convertirse
en el patrón tutelar de los nuevos tiempos.
Así pues, del Sistema
Neoliberal es posible decir lo mismo que Tertuliano dijera del
Cristianismo: CREDO QUIA ABSURDUM –creo porque es absurdo-.
Repitan conmigo:
Creo en el Dinero
todopoderoso, creador de la riqueza así como de la pobreza. Creo en
su encarnación en el Negocio de la Banca, que fue concebido por obra
y gracia de las Leyes del Mercado. Creo que nació del ingenio del
hebreo circunciso, que fue perseguido, censurado y declarado maldito
por todos los pueblos de la tierra para, finalmente, renacer de entre
los muertos. Creo que de los infiernos de la ignominia y del
desprecio se encumbró en la última planta de los más imponentes
rascacielos y que está situado a la diestra del todopoderoso Becerro
de Oro. Creo que desde allí ha de venir para desvalijar a vivos y a
muertos. Creo en las Leyes del Mercado, en la Ley de la oferta y la
demanda, en la palabra clarividente de mi Asesor Financiero, en el
carácter sagrado del Registro de la Propiedad, en los designios
infalibles del Parqué Bursátil, en el carácter inviolable de todo
contrato y en la Vida Eterna que ha de traernos el por siempre
alabado Dinero. Amén.
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