martes, 30 de agosto de 2011

BIBLIOTECAS LLENAS DE FANTASMAS






   Fue Procustes un bandido griego que se hizo famoso debido a su sadismo de inspiración matemática y, sobre todo, a que fue vencido por el mítico Teseo, ese mismo que unos años después habría de protagonizar el episodio de la muerte del Minotauro en el interior del laberinto. Cuenta la leyenda que cuando Procustes hacía prisionero a algún incauto viajante, no se lo pensaba dos veces a la hora de acostarlo sobre una tabla –lecho o yazija- que para tal fin tenía habilitada, comprobando a continuación si la longitud del infeliz coincidía o no con la de ésta. Si resultaba que el cuerpo era más corto, entonces se le estiraba; si resultaba más largo, entonces había que amputarle la porción correspondiente. La cuestión era que las medidas del continente y del contenido coincidiesen al dedillo.

   Actualmente la expresión lecho procústeo se suele utilizar para hacer referencia a las categorías que, dado su rígido carácter, fuerzan a los fenómenos particulares de los que han de dar cuenta a encajar dentro de sus límites. Piénsese, por ejemplo, en categorías como: género literario –o pictórico, arquitectónico, musical…- o generación literaria. Lechos procústeos serían también los famosos esquemas a priori de la filosofía kantiana, desglosables en dos: esquemas de la sensibilidad –espacio y tiempo- y esquemas del entendimiento –categorías de sustancia, relación, causalidad…-. Conocemos los datos e impresiones procedentes del mundo exterior gracias a la labor de filtro y de criba que estas categorías desempeñan, pero es necesario tener en cuenta lo que esto implica: conocer es forzar y violentar los datos para hacerlos coincidir con una medida previamente establecida. Dicho de otra manera: no conocemos las cosas, sino nuestra particular manera de conocerlas, es decir, que conocer es conocerse.

  

   Tenemos la impresión de que el concepto libro también funciona a veces como un lecho procústeo. Prueba de ello es el texto que a continuación pretendemos comentar: Bibliotecas llenas de fantasmas, de Jacques Bonnet y editado por Anagrama. Es preciso imaginarse el proceso que se desencadenó en la mente de su editor en el momento de dejar el manuscrito sobre la mesa de su despacho después de haberlo leído –de una sentada-: “Bien. El contenido, además de interesante, parece accesible para el gran público. Resulta, además, que las campañas de promoción son innecesarias, puesto que el autor es francés y goza de cierto prestigio en su país. El único inconveniente es que al texto le falta cuerpo, que no da la talla mínima que debe tener un libro. ¡Habrá que alargarlo! Con una letra de cuerpo 14 será más que suficiente.”

   En realidad, el camino de la vida que todos emprendemos nada más nacer no es sino una romería en la que, cada equis tiempo, hemos de caer en manos de uno de estos Procustes. ¿Qué son, si no, trámites como los exámenes, los distintos sacramentos característicos del cristianismo o las leyes vigentes en el ámbito de la sociedad? ¿No es la denominada política editorial de las grandes empresas editoras el mayor de todos los lechos procústeos que un escritor pueda concebir? ¿No habría que considerar la banda ancha de Internet como el más estrecho de los que en la actualidad se prodigan?



   Bibliotecas llenas de fantasmas, a pesar de lo enjundioso de la temática que aborda, es un opúsculo –o textículo- ligero al que pueden acceder incluso los denominados intelectos desdentados. Es, si se nos permite la licencia, lo que el lecho procústeo de la política editorial dictamina que debe ser un texto para merecer su mostración epifánica -¡valga la redundancia- a través de ese ¡fiat!  -¡hágase!- que es el acto de la edición.



   Entre los datos de mayor relevancia del texto, podemos mencionar los siguientes:



   -Referencia a un tal Charles-Valentin Alkan, compositor musical de tercera fila y, a todas luces, bibliómano incurable que murió en el año 1888 aplastado por su propia biblioteca mientras dormía (pag. 17). Es ciertamente curioso que alguien que podría ser elevado a los altares del culto bibliofílico en calidad de mártir de la causa se dedique a una profesión que poco o nada tiene que ver con los libros. De hecho, cualquiera que conozca mínimamente el selecto mundo de la bibliofilia sabe por propia experiencia que el sector profesional donde se comprueba una mayor densidad de fieles es el de la medicina. Es impensable que el profesional de las letras –el humanista- pueda ser un aficionado a la bibliofilia, pues una afición no es otra cosa que una vía de escape de la rutina.  

   La moraleja que se desprende de esta curiosa historia es que no debemos olvidar jamás que los libros, siendo criaturas angelicales y etéreas, poseen también un cuerpo material –del que también podemos disfrutar, y mucho- que los hace subsidiarios de la inexorable ley de gravitación universal. De hecho, es esta dimensión material del libro lo que lo convierte en un objeto sumamente atractivo para muchos. El cuerpo del libro puede ser tremendamente útil cuando se trata de ahuyentar a vendedores de enciclopedias, de calzar alguna pata coja de alguna mesa o de conjurar el horror vacui que se apodera de ciertos particulares cuando contemplan el hueco que todo mueble bar suele dejar justo encima del televisor –justo detrás del torito negro y de la gitanilla bailaora-.

   -La biblioteca que se arma es una vida. Nunca, digamos, una suma de libros sueltos.  (pag. 35).

   Efectivamente. La biblioteca –la particular de cada cual, claro está-, no es un mero cúmulo de libros que se pueda montar y clasificar como un simple mecano. Toda biblioteca particular se organiza en función de una serie de vínculos invisibles que confluyen en la mente –y en el espíritu- de su propietario. El método de la CDU está bien para las bibliotecas públicas, que suelen ser impersonales, pero no para la nuestra. Los vínculos que conectan los libros de ésta son mucho más profundos y, por supuesto, invisibles para el profano. La biblioteca particular es una prolongación, un reflejo, del espíritu de su propietario. Es su espíritu hecho carne.

   -La biblioteca protege de la hostilidad exterior, filtra los ruidos del mundo, atenúa el frío que reina en los alrededores y da, también, una sensación de omnipotencia (…). La biblioteca es un concentrado de tiempo y de espacio. (pag. 107).

   Es decir, la biblioteca como paraíso (Borges) y como útero materno. Aunque no sería descabellado comparar la biblioteca con esas celdas de aislamiento completamente almohadilladas que suele haber en los psiquiátricos y que se destinan a alojar temporalmente a los enfermos que se encuentran atravesando alguna crisis. Los libros de la biblioteca vendrían a desempeñar la misma función que las almohadillas de estas celdas.

   -Referencia al príncipe árabe Mahmud al Dawla bin Fatik. Tras su muerte, la viuda, al parecer incapaz de competir en encantos y hermosura con los libros, se vengó arrojándolos a una fuente. (pag. 127)

   ¿Qué lleva a un sujeto a preferir los encantos de los libros a los de su propia mujer? Sólo se nos ocurre una respuesta medianamente razonable: el placer libresco es una sublimación del placer sexual.

viernes, 26 de agosto de 2011

EL CABALLERO, LA MUERTE Y EL DIABLO


   En el año 1875, al recibir como regalo una reproducción del grabado que preside estas líneas, Nietzsche escribe lo siguiente:  Raras veces me produce placer la imagen reproducida en un cuadro, pero este grabado, El caballero, la muerte y el diablo, me resulta algo muy cercano, apenas puedo expresar hasta qué punto”.

   Se trata de un texto que resulta sintomático por dos razones fundamentalmente:

   a) En primer lugar, por la información que nos aporta en relación al modo en que Nietzsche modeliza e interpreta la realidad. A la mayoría el sentido de la vista nos sirve para orientarnos físicamente por el mundo –ésta sería su función más primaria- y para formarnos un modelo sensible de lo no experimentado o de lo no experimentable como fenómeno concreto –como las nociones abstractas-. Nietzsche, en cambio, reconoce explícitamente su cortedad de vista para todo lo relacionado con lo sensible visual. De hecho, todos los adeptos a su pensamiento sabemos que se siente como pez en el agua cuando se halla rodeado de formas sonoras y musicales, pues para él –como para Schopenhauer- el mundo no es otra cosa que una epifanía fenoménica de una esencia de tipo voluntarista-musical. Es el suyo, por tanto, un pensamiento que, para ser modelizado, reclama de las formas musicales. Podríamos incluso afirmar que Nietzsche contempla la realidad del mundo desde el prisma de lo musical –sub specie musicae-. Si tuviésemos que elegir una forma musical concreta, no nos cabe ninguna duda de que la overtura del Tannhäuser sería lo más aproximado.

   b)  En segundo lugar, porque el poder de este grabado para conmover a un espíritu que se reconoce como ciego para lo sensible visual sería una prueba de su tremenda gravidez significativa. Es posible que Nietzsche viera en este grabado una plasmación sensible, defectuosa pero insuperable, de su propio pensamiento, esto es, de sus propias inquietudes filosóficas y existenciales.   

   Si la labor de Durero como pintor consistió en dar forma y cuerpo a una determinada idea -en hacer sensible lo inteligible-, la nuestra ahora debe consistir en justo lo contrario: en hacer inteligible lo sensible, en leer las formas o, si preferimos una jerga más técnica y específica, en desentrañar el significado oculto tras la exuberante presencia del significante. ¿Qué hay en esta imagen que con tanta intensidad pudo imantar el interés del filósofo solitario?


   Lo que primeramente nos llama la atención, pues por algo ocupa el primer plano, es la imagen de una especie de caballero medieval montado sobre su caballo y que parece dirigirse a un castillo situado en lo más empingorotado de una montaña. En un segundo plano aparecen los otros dos personajes protagonistas que figuran en el título del grabado: la muerte y el diablo. A la primera se la reconoce por el reloj de arena que sujeta en una de sus manos y por el jamelgo cuasi esquelético que monta; al segundo por sus rasgos de bestia híbrida –entre cerdo y macho cabrío- con cuernos, alas de murciélago, patas de caprino y cola de rata.  Lo que no sabemos es qué papel es el que desempeñan estos dos dentro de la composición. ¿Se limitan a contemplar al caballero en el momento en que éste pasa por su lado o son, más bien, sus acompañantes y escuderos? Existen, al menos, dos razones de peso para decantarse por esto último: a) la muerte también cabalga a la par que el caballero, y b) la muerte y su heraldo el miedo son elementos ineludibles y concomitantes al camino de la vida que es, precisamente, lo que en este grabado aparece representado en forma de alegoría.

   Nos encontramos, por tanto, ante una representación alegórica del tópico que concibe la vida como camino y al individuo como un caminante -peregrino o romero- que ha de superar toda suerte de obstáculos para alcanzar la ansiada meta de la realización y de la felicidad.

   Pero en este grabado todos y cada uno de los detalles son relevantes de cara a su correcta interpretación. Es preciso pasar, por tanto, de lo genérico a lo concreto:

   -Gesto del caballero. La expresión del rostro del caballero revela serenidad, templanza y, sobre todo, determinación. El hecho de que mire al frente sin preocuparse lo más mínimo de las horribles figuras que lo acompañan es altamente sintomático a este respecto. El caballero sabe que la meta que persigue está jalonada de dificultades y, pese a ello, no está dispuesto a dejarse amilanar ni a dar su brazo a torcer. La entereza y la determinación son los ingredientes de su fuerza interior.

   -Armadura. La armadura del caballero, yelmo y coraza principalmente, serían símbolo de la fortaleza de su determinación y de su entereza frente a las dificultades inherentes a la vida.

   -Caballo. Se trata de una imagen que transmite las sensaciones de fortaleza y de solidez. Su musculatura y buena salud contrasta con la debilidad que transmite el caballo sobre el que monta la muerte. También tendríamos aquí, por tanto, un símbolo de entereza y de determinación.

   -Calaveras. Símbolos de muerte y de la vanidad de muchas de las empresas que acomete el hombre. Una de estas calaveras aparece desmenuzada. Es probable que haya sido pisada por los recios cascos del caballo de algún otro viajante que no se ha dejado amilanar. Estos fragmentos nos sugieren que la determinación y entereza vencen la muerte.

  -Castillo situado en la cima de una montaña. Meta lejana que es preciso alcanzar. El hecho de que se encuentre situado en las alturas de la montaña representa la dificultad de la empresa. Aunque no haya que descartar la posibilidad de que esta meta lejana sea un símbolo de la propia interioridad, pues todo viaje no es otra cosa que una aventura interior. Desde esta perspectiva, el Diablo y la Muerte serían símbolos de las dificultades y de los retos con que ha de enfrentarse todo aquél que decide embarcarse en la riesgosa aventura del autoconocimiento.

   -Reloj de arena. Es, posiblemente, el símbolo más evidente de los muchos que aparecen en el grabado. El tópico del tempus fugit siempre ha aparecido vinculado en nuestra tradición no sólo con el del carpe diem, sino también con el de la vanitas vanitatum y con el memento mori.

   -Caballo que monta la muerte. Quizás lo menos relevante de este símbolo sea su aspecto francamente desmejorado. Nos parece mucho más significativo el dato de que el caballo esté enfocando su mirada hacia el suelo en lugar de hacerlo hacia el frente, tal como hace el caballo del guerrero. Esto sería un símbolo de debilidad y de claudicación.

   -Cuerno astillado del diablo. Símbolo, ¿cómo no?, de fragilidad. El miedo, a pesar de su paralizante presencia, podrá dificultarnos el cumplimiento de nuestros proyectos, pero hemos de saber que también él es débil y que puede ser vencido. Se nos da a entender con esto que la determinación y el arrojo son capaces de vencerlo todo.

   -Lagarto. El hecho de que se trate de un reptil que corre en dirección opuesta a la que sigue el caballero nos hace pensar que podría tratarse de un símbolo de la duda y de la tentación a dejarse llevar por el camino fácil de la disipación.


   A principios de enero de 1880 Nietzsche escribía a su médico:


   “Mi existencia es un peso terrible; ya me la habría quitado de encima si precisamente en semejante estado de sufrimiento y de renuncia casi absoluta no hiciera las pruebas y los experimentos más instructivos en el ámbito espiritual y moral; esta alegría ávida de conocimiento me traslada a cimas donde yo venzo sobre todo martirio y desesperación. En conjunto soy más feliz que nunca en la vida”.



   Neurótico, hipocondríaco, hiperestésico y con tendencias suicidas. Nietzsche reconoce haber tenido en más de una ocasión la tentación de tirar la toalla y que no lo ha hecho porque una vida tan sufrida como la suya constituye una magnífica ocasión para la realización de los más interesantes experimentos en el orden moral y existencial.

   Pero es en El ocaso de los ídolos donde encontramos la descripción detallada de los principios lenitivos que nuestro filósofo solía administrarse para hacer más llevadera su existencia:

   8. De la escuela de guerra de la vida: lo que no me mata me hace más fuerte.



   12. Quien posee su propio porqué de la vida, acepta casi todo cómo.



   44. Fórmula de mi felicidad: un sí, un no, una línea recta, una meta…



   ¿Hay una psicoterapia más eficaz que la que aparece expresada en estos aforismos? Dudamos de que tal cosa sea posible. De hecho, la incidencia del pensamiento de Nietzsche en la historia de la psicología -en general- y del psicoanálisis –en particular- es algo que aún hoy en día está pendiente de analizar. Freud dijo que nunca quiso leer a Nietzsche para así evitar las influencias, ergo…: está claro que sí lo leyó.  



   El caballero, la muerte y el diablo es un grabado que a Nietzsche le resulta tremendamente cercano porque trata de aquello que más le afecta desde el punto de vista vital y existencial.

martes, 23 de agosto de 2011

CONSECUENCIAS NOCIVAS DEL SOBRECALENTAMIENTO NEURONAL QUE DEBEN EVITARSE




VANITAS VANITATUM



   Hurgando en las gavetas donde se entierran los despojos del recuerdo, hallé la fotografía, amarillenta y ajada por los zarpazos del tiempo, de aquél que una vez fuera. Adosada a un viejo carné de biblioteca, como un náufrago a su frágil tablilla, mi propia imagen me contemplaba desde el hontanar de los tiempos, desde ese fondo que es también una cumbre. Sus ojos, que son también los míos –que son los mismos ojos que los míos, pero diferentes-, me miraban con dulzura y sus labios tiernos e impúberes me sonreían con esa misma dulzura, con esa dulzura tierna que brota a borbotones abriéndose paso por los resquicios del gesto. Una fotografía, una simple fotografía en la que habían quedado congelados una mirada, una expresión y un gesto, arrebatados todos a la vorágine insaciable y nunca ahíta del tiempo. Nacer para ser; ser para sufrir; sufrir para después perecer. Así canta el tiempo su letanía ¡Oh, sino cruel!, ¡vida cruel! ¡Oh, Dios! ¿Tan insoportable te resulta el tedio de la eternidad que tuviste que inventar al hombre para solazarte en su tragedia?

   Biblioteca Pública Municipal. Nombre y apellidos. Edad: trece años…, y la imagen de ese que fui, de ese que ya no soy, de ese que dentro de unos años –apenas un suspiro de Dios- habrá dejado de ser para los restos. ¿Qué fue de él si ya no es yo, si yo soy otro distinto de él? ¿Qué fue de ese brillo en sus ojos y de esa media sonrisa plácida y benévola de niño que nunca ha roto un plato? El tiempo se los comió. El tiempo y ese hambre eterno, ese ávido deseo de saber y de comprender que tan temprano lo empujó hacia el erial que es toda búsqueda sin fin, que tan pronto lo expulsó del paraíso de la sádica inocencia.

   Una imagen que ya no es la mía –pero que en su momento lo fue- adosada a un carné de biblioteca…Símbolo perfecto de una vida. Un carné que deja expedito el camino para la escapada hacia ninguna parte y hacia cualquier parte, hacia cualquier parte que no sea esta parte de aquí, donde nada más nacer empezamos a pudrirnos cocidos en la bilis amarga de nuestra propia salsa hasta acabar deshechos y muertos, convertidos en un montón de huesos, en un juguete donde la Nada pueda afilar sus agudos caninos de fiera insaciable. De manera intuitiva, inconsciente casi, descubriste –con tan pocos años- el difícil arte del escapismo, descubriste la existencia de una tangente capaz de llevarte muy lejos de este tiovivo vicioso y absurdo de la existencia, y no lo dudaste por un momento. Los libros se convirtieron en la llave mágica y dorada capaz de abrir esa puerta que tanto ansiabas atravesar para, por fin, encontrar al otro lado la quietud y la estabilidad que necesitabas, ese destello de eternidad que es la estrella de Belén para todos aquellos que se dejan embelesar por el canto de sirena de las Musas.

   ¡Qué chico y qué tierno te me antojas, amigo mío, amigo que un día yo mismo fueras! Desde aquí, desde un punto indeterminado de ese camino que tú mismo emprendieras, te quiero confesar que aún no he concluido la búsqueda y que, además, a estas alturas empiezo a dudar de que tal búsqueda pueda llegar algún día a su fin. No lo sé. Sí sé, porque lo vivo cada minuto de cada día desde el instante en que mi conciencia se despereza, que cuanto más creo encontrar más perdido me hallo. Sólo se enciende una luz allí donde hay un inmenso mar de oscuridad. No te culpo. Amigo mío, pero abriste una puerta que –mucho me temo- no conduce a esa isla de quietud y felicidad con la que tan pronto comenzaste a soñar. Incertidumbre y duda, esto es lo que yo he encontrado tras decidirme a seguir tus pasos. Una duda, un vértigo, un escalofrío, esto es lo que ahora mi espíritu alberga como única cosa segura. Y sin embargo…

  



TAEDIUM DEI



   Tedio, hastío, hartazgo y aburrimiento mortal. L´ennui de Baudelaire. Spleen.

   Hastío de Dios. ¿También Dios se aburre? Si nos atenemos a los datos que nos suministra la experiencia, no podemos dudar de que, efectivamente, así es. Se aburre, y mucho. El tedio es a la divinidad lo que la hemofilia a ciertas familias reales, algo consustancial que escapa a sus designios y a su voluntad omnipotente. La auténtica limitación no le viene a Dios del destino, tal como pensaron los griegos. El destino es algo que tiene que ver con el sucederse de los acontecimientos humanos según una legalidad trascendente. Dios tiene su límite en el tedio, que es una afección existencial que dimana, como un oneroso estipendio, del atributo de la eternidad.

   ¿Por qué Dios tomó la determinación de crear al hombre? ¿Qué necesidad imperiosa le movió a ello? Es evidente: la necesidad de sacudirse de encima la modorra anestesiante del tedio y del hastío. Existimos porque a Dios –o a los dioses- la vida eterna le resulta insufrible. Un tiempo infinito por delante, un tiempo infinito por detrás y, lo peor de todo, saber siempre lo que ha ocurrido y lo que ha de ocurrir. Por esto es que Dios nos quiso libres y rebeldes. Si Dios nos creó para paliar de alguna manera el aburrimiento mortal que sentía, ¿cómo va a querer que acatemos su voluntad a pies juntillas? Hacer la voluntad de Dios es algo que aportaría más tedio al tedio. Más de lo mismo.

   La tragicomedia humana es el culebrón con que Dios se entretiene durante las largas y soporíferas tardes de su eterno estío.





LUZ QUE TITILA EN LOS OJOS DE LOS NIÑOS



   ¿Por qué se apaga esa luz? ¿Quién o qué cosa amortaja el resplandor de esa estrella? Nada en el mundo es tan hermoso como la claridad y transparencia de esta luz, nada tan fascinante como el resplandor de la inocencia. No deja de ser paradójico que la inocencia y la inconsciencia emitan un destello infinitamente más intenso que el de la sabiduría. El grado de ofuscación de la luz de la mirada es directamente proporcional al grado de conocimiento. Y si esto es así, ¿por qué se habla entonces de zarandajas como luz del conocimiento, iluminación y revelación? La luz de la inocencia y del asombro…, ¡esto sí que alumbra! El conocimiento es su verdugo.





ABRIR LOS OJOS



   Una mirada amplia y luminosa sólo es posible con una condición: la inocencia que proporciona el no saber. Cuanto más se agrandan los ojos de la conciencia, tanto más se achican aquellos otros que llevamos en el rostro. Pero, si la sabiduría total sólo es posible a costa de una ceguera física total, entonces la omnisciencia de Dios exige su ceguera. ¿Qué mejor prueba de esto que la marcha del mundo?





LO FATAL



Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,

Y más la piedra dura porque ésa ya no siente,

Pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,

Ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

                                               R. Darío



   ¿Qué nombre deberíamos dar a una doctrina ética que defendiera la tesis de que la felicidad se cifra en la inocencia del no saber? ¿Nescianismo, quizás? ¡A ver…! ¿Dónde está el responsable del departamento de lenguas muertas?

sábado, 20 de agosto de 2011

EL ANIMALISMO COMO ANTIHUMANISMO







   En el diálogo Fedro, Platón expone su concepción tripartita del alma comparándola con un carro arrastrado por dos caballos, uno noble –alma irascible- y otro innoble –alma concupiscible-, y que es gobernado por un auriga –alma espiritual-. Se trata de un símil que Platón utiliza para ilustrar los distintos impulsos que en el interior del hombre pugnan por hacerse con el control de su voluntad y para transmitirnos la idea de que el alma racional debe someter y sofrenar las exigencias procedentes de las otras dos, que son las más vinculadas con la animalidad elemental. El hecho de que el hombre someta su entorno natural más inmediato obedece a una exigencia que deriva de su propia naturaleza en tanto que organismo natural, puesto que es la única manera que encuentra para sobrevivir, pero cuando lo que ha de ser sometido son los propios impulsos y tendencias que anidan en nuestro interior, entonces la exigencia se convierte en imperativo moral. Y de esto, precisamente de esto, es de lo que el símil trata. Ahora bien, esto que el filósofo ateniense trata de ilustrar echando mano de una licencia literaria es lo mismo, exactamente lo mismo, que refieren multitud de mitos procedentes de las dos grandes tradiciones sobre las que se sustenta nuestra cultura occidental: la grecolatina y la judeocristiana. La emergencia de lo humano a partir de la común matriz de la animalidad, las reglas que es preciso respetar para evitar la recaída, ejemplificaciones de lo que suele ocurrir cuando estas reglas no son respetadas…, estos parecen ser los temas predilectos de nuestra tradición y de tantas otras completamente distintas. Piénsese, por ejemplo, en la historia de Teseo y el Minotauro, en la historia de Odiseo y el cíclope Polifemo, en las aventuras de Jasón y los argonautas, en el episodio bíblico en donde se refiere la adoración del becerro de oro y el consiguiente castigo y en tantos otros que podríamos destapar si somos lo suficientemente pacientes. En todos los casos se trata de historias en las que, según hemos dicho, se conmemora el momento inaugural en que el hombre se yergue sobre la horizontal de la animalidad.

   Es preciso tener en cuenta que lo referido por estas narraciones es el mito, es decir, la descripción lingüística del suceso inaugural, y un mito, como sabemos, no es otra cosa que la otra cara del rito. El mito explica lo que el rito representa o ejemplifica a través de gestos. Ahora bien, resulta que a la vez que nuestra tradición ha sido capaz de conservar una cantidad considerable de mitos, apenas ha sido capaz de conservar un puñado de ritos, y ello, así lo creemos, como consecuencia de la propia naturaleza de los distintos medios de conservación y transmisión de que se sirven cada uno de ellos. Pero existe una dificultad añadida, y es que los ritos que hasta nosotros han llegado parecen haber perdido por el camino su mito correspondiente.  Este es el caso, por ejemplo, del teatro actual. En este espectáculo se trataría, según los entendidos en la materia, de una representación vinculada originariamente con la muerte de Dionisos, identificado tradicionalmente con un cabrón. De hecho, el término griego tragoedia significaría algo así como  `canto del macho cabrío´. Y este es el caso también de otro ritual –menos evidente que el anterior- que se ha conservado en un lugar denominado Península Ibérica –una reserva de primitivismo, según Gerald Brenan- y que tiene que ver con la lidia y posterior sacrificio de un toro. ¿Cuál es el mito que explica este ritual? Aunque somos conscientes de que los ritos suelen tener un carácter polisémico, en el sentido de que se les puede atribuir más de un significado, no tenemos ninguna duda al respecto: el significado principal de este significante es el mismo que hemos comentado unas líneas más arriba: el sometimiento de la animalidad –irracionalidad, instinto, pasiones, miedo…- por parte de aquello que es característico y exclusivo de los seres humanos –inteligencia, aplomo, control, templanza…-. El auténtico rival del diestro no es el toro, es, antes bien, su propio miedo y su propia debilidad. ¿Puede haber mayor escuela de ética que ésta?

   En el año 1933 Lorca pronunció una conferencia que llevaba por título Teoría y juego del duende, una conferencia que, dicho sea de paso, pocos admiradores del poeta parecen conocer, y ello a pesar de que contiene los elementos fundamentales de su universo poético y de su cosmovisión. Una de las ideas más valiosas contenidas en esta conferencia es la conexión que establece entre el espíritu dionisiaco de los antiguos griegos, ese mismo que Esquilo y Sófocles ilustraron mediante sus tragedias y que siglos después cautivaría el corazón de Nietzsche, y las corridas de toros. Sostiene Lorca que el autor del Zarathustra se equivocó al buscar este espíritu de la tierra sobre el puente de Rialto o en la música de Bizet, ya que, según él, había saltado directamente desde los griegos a las bailarinas gaditanas, al cante de Silverio y, ¿cómo no?, a esa suerte de tragedia renacida que es el toreo. Nietzsche, por tanto, se equivocó al elegir el título para su primera obra importante. Ésta debería haberse titulado, según se desprende de las tesis de García Lorca, El renacimiento de la tragedia en el espíritu de la tauromaquia.

   Uno de los principales argumentos de los antitaurinos es que se trata de un espectáculo primitivo e impropio de nuestro tiempo. Sí y no. La lidia moderna nace en el siglo XVIII como consecuencia, al menos en parte, de una prohibición promulgada por Carlos III -¡los prohibicionistas deberían tener cuidado con lo que prohíben. Deberían tener en cuenta el famoso efecto boomerang!-, lo cual significa que, desde un punto de vista formal, no es tan primitiva. No obstante, sí que lo es desde un punto de vista sustantivo o de contenido. Pero…¿y qué? ¿Hay que prohibir lo antiguo por la sencilla razón de que es antiguo? ¿Hemos de borrar de un plumazo toda la cultura clásica porque el noventa y cinco por ciento de la población actual la considera anacrónica e inútil? Lo primitivo del toreo ha de ser visto más como una virtud que como un defecto.



   Decíamos que en el rito de la tauromaquia se rememora el momento inaugural en que el hombre se yergue por encima de la animalidad, de una animalidad transitiva y, al mismo tiempo, reflexiva, puesto que el auténtico enemigo al que el diestro debe vencer está representado por sus propias pasiones. Hemos dicho también que esta es la imagen del hombre que surge de las dos grandes tradiciones sobre las que se sustenta nuestra cultura: la tradición grecolatina y la judeocristiana. Pues bien, ¿qué piensan los animalistas en relación a esta manera de concebir al hombre? Es evidente que no están de acuerdo. Como aquí no disponemos ni de espacio ni de tiempo para realizar una crítica a fondo de las doctrinas defendidas por los animalistas, nos tenemos que conformar con ofrecer al lector una suerte de resumen caricaturesco de las conclusiones a las que tales doctrinas conducen de manera irremisible. Los animalistas pretenden que el gallardo y circunspecto auriga del relato de Platón se baje del carro, humille la cerviz y se disponga a jalar a la par que los caballos, que para algo son sus semejantes. “¿Quién se habrá creído que es este bribón pretencioso?” –murmuran en petit comité-. Lo acusan de haber usurpado un lugar que no le corresponde sirviéndose de una serie de estratagemas aprendidas de un sofista llamado Sócrates. Lo acusan de prepotencia, de vanagloria y de abusar de una autoridad que en puridad no le pertenece. Algunos llegan al extremo de afirmar que el sedicente auriga no es más que un humilde mamporrero. Y, como la conclusión que se deriva de todo esto es que las personas humanas no deben abusar de las personas animales –una nueva categoría inventada por ellos-, proponen reformular el imperativo categórico kantiano de manera que dé cabida a los derechos de los animales. El imperativo, a partir de ahora, debe ser enseñado en los institutos de toda España en la siguiente formulación: “Obra de tal modo que trates siempre a la humanidad y a los animales, ya en tu persona, ya en la de los demás, no sólo únicamente como un medio, sino también al mismo tiempo como fin.”

   Pero no sólo la imagen tradicional del hombre se ve sensiblemente alterada como consecuencia de la sofistería animalista. También la imagen de la naturaleza experimenta un falseamiento de una envergadura similar al ser contemplada a través del prisma deformante que suponen los falsos postulados del animalismo. ¿Cómo ven la naturaleza aquellos que comulgan con estos postulados? Básicamente, como un todo ecléctico elaborado a partir de los materiales de demolición de una serie de mitos: mito griego sobre la edad de oro, mito bíblico sobre el jardín del edén, mito rusoniano sobre el buen salvaje –tan fructífero para la industria editorial y cinematográfica, a la par que desastroso para la pedagogía- y mito contemporáneo sobre el animal humanizado puesto en circulación por Walt Disney. ¿Cuántos traumas no habrán causado películas como Bambi y Dumbo? La imagen idílica y bucólica sobre la naturaleza que todos los animalistas comparten es el resultado inevitable del empacho provocado por tanta gominola psicodélica y por tanto almíbar en estado puro. Esto es algo que no se puede negar, pues todos sabemos que las digestiones pesadas provocan una leve hipoxia en el cerebro que dificulta la imprescindible cópula de la sinapsis.



   Con el permiso de Nietzsche:  ¿Se nos ha entendido? -Teseo contra Pasifae.

miércoles, 17 de agosto de 2011

BIBLIOCLASMO (Una historia perversa de la literatura)


   Lo primero que llama la atención de este texto tan particular es su tono monocorde, constante, lineal y, sobre todo, apocalíptico. Aquí no hay cambios de ritmo, no hay clímax o anticlímax que impriman un mínimo de variedad o de tensión, no hay nervio. Se trata de un texto que nos produce una extraña sensación de dejà vu, como si estuviésemos leyendo la misma idea una y otra vez, ad nauseam.  

   Por otra parte, el tono crepuscular es coherente con el tema: el agotamiento-agostamiento, por demasía y saturación, de la época de esplendor del objeto libro. Según el autor, el camino seguido por nuestra cultura, desde el momento de su nacimiento en la antigua Grecia, ha estado siempre presidido por ese objeto fetiche que es el libro, en el que hemos puesto todas nuestras esperanzas para, ya al final del camino, comprobar lo no fundamentado de nuestras expectativas. Vanitas vanitatum. El libro –y el conocimiento que representa- es, tal como se afirma en el Génesis, un instrumento de muerte, algo que nos aparta de la espontaneidad vital y de la existencia paradisíaca de la inocencia. Esto es lo que explica que el autor se vea en la necesidad de ilustrar sus ideas mediante una serie de bodegones –o naturalezas muertas- protagonizados por libros, calaveras y velas de luz mortecina. La tesis se podría resumir en la ecuación biblioteca = bibliotafio.

   La idea podrá convencernos, aunque sólo sea de una manera parcial, pero el tono no. El tono es el propio de quien no espera nada de la vida y, si se nos apura, el propio de quien se relaciona con sus propias ideas como si de elementos extraños se tratara. Llegamos a dudar de que el autor crea realmente en aquello que afirma.

   Biblioclasmo es una paradoja en cuerpo y alma –en verbo y carne-. La paradoja radica en el hecho de escribir un libro con la intención expresa de denunciar la inanidad e inutilidad de todos los libros. Fernando R. de la Flor incurre en el mismo vicio en que suelen incurrir todos los escépticos de todas las épocas y condiciones cuando deciden hacer uso de los argumentos para convencer al prójimo de la veracidad de sus convicciones. Al escéptico que afirma que no podemos conocer verdad alguna es preciso formularle la siguiente pregunta: ¿es verdad que no podemos conocer ninguna verdad? Y, como necesariamente nos ha de decir que sí, que es verdad, no puede ser cierto que no podamos conocer verdad alguna, puesto que es verdad que no podemos conocer ninguna verdad. Es decir, si el escéptico ha de permanecer callado para no incurrir en una contradicción flagrante, otro tanto ha de hacer el escritor-erudito que pretende convencernos de la inanidad del objeto libro. Por sus obras los conoceréis, dicen las Sagradas Escrituras. De la Flor hace justo lo contrario de lo que dice o piensa.    

   A menos que…No hay que descartar la posibilidad de que la intención real del autor de Biblioclasmo haya que buscarla en el reverso o negativo de lo que afirma. De la escuela de guerra de la vida: lo que no me mata, me hace más fuerte. En este aforismo nietzscheano, variante del clásico ab ipso ferro, hallaríamos resumido el principio metodológico en que, de ser cierta nuestra conjetura, se basaría el escrito que estamos comentando. La idea es que para favorecer a nuestro objeto de veneración es preciso dispensarle un trato duro, estricto y, en ocasiones, hiriente; es decir, que la compasión, más que favorecer, anula y debilita.

   La película El creyente aborda una cuestión que está directamente emparentada con la filosofía implícita en el lema ab ipso ferro. Se trata aquí de la historia de un joven judío que, habiendo abandonado sus prometedores estudios rabínicos, comienza a relacionarse con grupos neonazis. Se rapa la cabeza, adopta la indumentaria y la parafernalia de estos grupos para, finalmente, actuar en consecuencia: se presta voluntario para colocar una bomba en el interior de una sinagoga. Al parecer, el joven está convencido de que la grandeza del pueblo judío es un factor derivado de la persecución a la que se ha visto sometido desde la época de la diáspora. Si la espiritualidad sin parangón del judío es el sublimado resultante de una intensa y prolongada represión –desprecio, persecución, exterminio-, entonces la conclusión parece clara: la paz y el descanso se convierten en sinónimo de decadencia y, en última instancia, de muerte. Desde esta óptica, el acto de ofensa que el protagonista dirige contra los suyos sólo puede ser visto como acto de amor y de fidelidad. Dice Nietzsche en Humano, demasiado humano: “Quien vive de combatir a un enemigo tiene interés en dejarle con vida”.

   ¿Hay algo de todo esto en Biblioclasmo? ¿Se relaciona Fernando R. de la Flor –profesor de literatura en la Universidad de Salamanca, por cierto- con el libro de manera similar a como el joven judío de la película se relaciona con sus correligionarios? Quizás sea ésta una posibilidad que no debamos descartar.



   Sea cual sea la respuesta a nuestras conjeturas, el autor, plenamente consciente de la contradicción en la que incurre, se ve en la necesidad de matizar sus afirmaciones:



   Según esto será preciso escribir mucho para demostrar con contundencia que un escribir puede llegar a ser vano; que un leer, pernicioso a la postre. La prueba de la banalidad de cierta escritura sería así este mismo libro (que espero que el lector sólo esté hojeando caprichosamente, para inmediatamente pasar a abandonarlo cuanto antes). La prueba de la prescindibilidad de ciertas lecturas sería esta misma lectura, que usted, lector, “mon semblable”, “ mon frère”, aquí y ahora realiza. (pag. 191)



   ¿Quién escribe un libro con la esperanza puesta en que no llegue a ser leído? Sobran los comentarios.

   Unas páginas después leemos:



   Se trata, sobre todo, de eliminar la nube espesa de una literatura secundaria. La sed de fuentes prístinas aparece así combinada con un aborrecimiento claro del discurso parasitario, de la glosa, de los paralipómenos y marginalias. (pag. 235)



   ¿En qué quedamos, pues? Como resulta que no se puede escribir un libro con el fin declarado de poner a parir a los libros, mejor dirigir la crítica hacia toda esa paraliteratura excrecente y marginal que vive de parasitar los textos más nobles y más dignos de ser respetados. ¡Bien! Parece que nos vamos aclarando. La literatura no es mala de por sí; lo realmente malo es la literatura de segundo orden (la que hacen los críticos y profesores universitarios) y la de tercer orden (la que nosotros hacemos aquí al comentar literariamente un libro que trata de libros). De lo que se trata, entonces, es de poner límites a la proliferación metastática de literatura marginal y, ¿por qué no?, de toda esa pseudoliteratura que cada año, al calor de los intereses de las empresas editoriales, inunda el mercado del libro como si de moscas se tratase –Schopenhauer dixit-. De las grandes empresas editoriales podríamos decir lo que El Roto afirma acerca de las Nuevas Tecnologías de la Información y de la Comunicación: Banda ancha para ideas estrechas. ¡La sinergia perfecta!



   Si nada ni nadie lo remedia, dentro de un par de meses asistiremos a la puesta de largo de BIBLIOFILIA HERÉTICA –Ensayo sobre la carnalidad del verbo-, obra de la que el único responsable es un servidor y que sacamos a colación ahora por su pertinencia de cara a una mejor dilucidación de BIBLIOCLASMO. Lo realmente curioso es que ambas obras, a pesar de compartir la temática –el objeto libro y los procesos de lectura y de escritura- y un procedimiento metodológico similar –deconstruccionismo hermenéutico-,  llegan a conclusiones diametralmente opuestas. Así, por ejemplo: si en Bibliofilia Herética el libro comparece como objeto vital y capaz de proporcionar un placer que en poco o nada desmerece del erótico –el libro sería un ente plurip(v)aginal-, en Biblioclasmo comparece como objeto muerto y estéril; si en la primera la biblioteca es comparada con el paraíso terrenal, en la segunda se compara con un cementerio o columbario –bibliotafio-, etc., etc. ¿Cómo es posible semejante divergencia toda vez que, según hemos dicho, en ambos casos se trata del mismo objeto y, sobre todo, toda vez que el método de abordamiento es prácticamente el mismo? La única respuesta capaz de poder salvar ambas interpretaciones a la vez sin por ello incurrir en flagrante contradicción es ésta: el objeto libro es el auténtico Aleph borgeano, es decir, el único objeto material existente en el mundo capaz de reflejar completamente la totalidad de las cosas existentes –lo positivo y lo negativo, lo bueno y lo malo, lo hermoso y lo feo, lo verdadero y lo falso, lo uno y lo múltiple…-. Si el libro es espíritu encarnado, entonces también de él se podrá decir algo similar a lo que los filósofos escolásticos decían del alma: “liber (anima) est quodanmodo omnia” –el libro (el alma) es, en cierto modo, todas las cosas-. 

   ¡Por cierto!: no vemos ninguna relación entre el contenido de la obra y el subtítulo –Una historia perversa de la literatura-. Si matizamos el adjetivo perversa, este subtítulo hubiese venido que ni pintao para nuestra Bibliofilia Herética.

  



   Cualquiera que esté medianamente familiarizado con los escritos de San Nietzsche habrá tenido la ocasión de comprobar en más de una ocasión que éstos contienen una respuesta para cada pregunta relevante que nos podamos plantear. En este sentido, la obra del filósofo alemán se comporta de manera similar a como lo hacen todos los libros considerados como santos o mágicos: los abrimos por una página cualquiera, al azar, y resulta que lo que allí leemos nos habla, precisamente, de la cuestión que nos traíamos entre las manos del intelecto. Valgan las siguientes píldoras como pequeño botón de muestra:



   Libros malos.- El libro debe reclamar la pluma, la tinta y la mesa de escribir; pero, generalmente, son la pluma, la tinta y la mesa de escribir las que reclaman el libro. Por eso en nuestros días los libros valen tan poco.



   Libros.- ¿Qué vale un libro que ni siquiera nos transporta más allá de todos los libros?



   Ley draconiana contra los escritores.- Un escritor debería ser considerado como un malhechor que no merece, sino en casos muy raros, el perdón o la gracia: esto sería un remedio contra la invasión de los libros.

sábado, 13 de agosto de 2011

LA BUENA SOMBRA


   Creo, sinceramente, que deberías probarlo. Leer nuevos libros, charlar con los amigos al calor de un café, acudir a los museos o pasear por la playa contemplando alguna puesta de sol inédita hasta la fecha son experiencias de las que sólo pueden echar mano los señoritos y los hijos de sus papás, que para eso son especialistas en dar tiempo al tiempo y en dejarse sorprender por las veleidades de su musa caprichosa. Pero ni tú ni yo somos como estos. Recuérdalo. Nosotros tuvimos que recurrir a becas y a trabajos esporádicos a tiempo parcial para poder pagarnos los estudios en aquella mediocre universidad pública de provincias. Nosotros somos trabajadores a destajo, estajanovistas de la intelectualidad, y tendremos que soportar para siempre el estrés derivado del hecho de vivir constreñidos por lo urgente. ¿Acaso no sientes tras de ti el aliento taquicárdico de los perros de presa azuzados por las circunstancias que nos han tocado en suerte? Esas ínfulas de dandy inglés que últimamente empiezo a ver en ti en nada te favorecen. Deberías saberlo. Esa pose de maniquí, esa contención en los gestos, esa manera pausada de llevarte el cigarrillo a los labios y ese tacto delicado en el momento de asir el hopo de la taza del café…No sé, pero te hacen parecer otro muy distinto del que realmente eres. Deberías saber que todo eso te sienta como un traje que hubieses heredado de alguno de tus abuelos, y ya sabes que hace cincuenta años la talla media de los españoles era quince centímetros inferior a la actual. Así que tú verás lo que haces. Todos los que vivimos de esto tenemos que atravesar, antes o después, una o cien veces, por crisis como la que tú dices estar pasando. Es completamente normal. Pero pienso que la solución para un bloqueo como el tuyo no está en dejar de ser quien eres o en forzar la producción a base de estímulos tan onerosos como los que ya hemos comentado. Te digo que lo pruebes, que a mí me vino bien, que es un estímulo natural que no requiere de un tiempo excesivo y que, además, evitará que vayas por ahí llamando la atención más de lo debido. Sí, quizás sea mi hipertrófico sentido del ridículo lo que me hace pensar de esta manera, quizás me haya vuelto un poco conservador durante los últimos años, no te lo discuto, pero no pierdes nada por probarlo. Más bien ganarías. Y mucho. A ti te parecerá que estas cosas que te cuento sobre el poder fertilizante y estimulante de las condiciones que se disfrutan en aquel lugar son majaderías sin fundamento alguno, ideas carentes de pies y de cabeza, los frutos, quizás, de una imaginación enfebrecida por el mucho trabajo intelectual, pero te puedo garantizar que nada de esto hay en lo que varias veces te he explicado por activa y por pasiva, del derecho y del revés. Ni tú ni yo podemos permanecer durante mucho tiempo en el dique seco de la inactividad, ni tú ni yo creemos en entelequias metafísicas ni paranormales… Nos conocemos desde que éramos unos simples críos y sabemos de qué pie cojea cada uno, así que decídete de una puñetera vez. No tienes más que acudir una tarde al dichoso parque infantil y sentarte en el banco que más te guste; no te faltará donde  elegir. Pero, eso sí, es fundamental que el banco que elijas, sea el que sea, reciba de lleno la sombra de alguno de los muchos árboles responsables de convertir el recoleto parque en un lugar habitable durante las duras horas de la canícula. De once de la mañana a una de la tarde es cuando mejor se pueden percibir los efectos. Una vez que el calor empieza a apretar de veras ya no es lo mismo. Así que ya sabes, pruébalo. No perderás nada. Más bien ganarás mucho. Volverás a sentir el activo crepitar de las ideas en el interior de tu cabeza.

   En el interior de mi cabeza no deja de oírse este crepitar activo de las ideas desde que me acostumbré a frecuentar el parque todas las mañanas en compañía de mi chiquillo. Ya sabes, las largas vacaciones estivales, los niños que no tienen clases, los profesores con el interruptor en stand by y un tiempo infinito por delante que gusta demorarse, autocomplaciente, en el sopor de las cuatro de la tarde. ¿Qué hace un niño de pocos años todo el día encerrado entre cuatro paredes además de poner histérica a su madre? Estas son las razones por las que me habitué a acudir todos los días al parque, a la misma hora y a la misma sombra del mismo árbol todos los días. Ignoro el nombre de este árbol y, probablemente, siempre lo ignoraré. No es algo que me preocupe, pues lo realmente importante es el efecto que produce sobre mis ideas nada más situarme bajo el inconsútil cobertor de su sombra. Recuerdo que ya el primer día lo noté claramente, una especie de sorbo lento, como de ventosa o de succión abductora, qué sé yo. Sabes que soy un auténtico desastre cuando he de elevar a concepto lo que vivo y siento, todo lo que tiene que ver con esas emociones que se desenvuelven al través de la epidermis y en el interior de las vísceras como larvas que entran y salen de un cuerpo en estado de putrefacción. Espero, por ello, que seas comprensivo conmigo. Hay veces en que tengo la sensación, extraña sensación, de que el referido efecto se manifiesta como una pequeña descarga eléctrica, como ésas descargas que cierto pez de río utiliza para aturdir a sus víctimas, pero con la salvedad de que en mi caso el resultado es una pura estimulación, un nervioso chisporrotear y un histérico crepitar del contenido de mi mente. Ríete si quieres. No me importa. Mis explicaciones han de parecerte ñoñas, excesivamente fantasiosas, quizás, pero no tengo otra manera de acceder a la empingorotada acrópolis de tu intelecto si no es pasando primero a través de los propileos de tu imaginación. Sí, ríete si quieres. No es poca cosa verte reír así. Es más, te voy a seguir dando motivos para la risa. Verás. Cuando me siento a la sombra de ese innominado árbol se apodera de mí una sensación como de tarde de cine, pero no por lo de la película y sus imágenes, sino por las palomitas de maíz. ¿Has hecho alguna vez palomitas de maíz en el horno microondas de tu casa?...Es muy fácil. Los granos vienen envasados en una bolsa de papel, introduces la bolsa en el horno y lo programas para que funcione durante tres minutos. Al momento podrás sentir cómo se suceden las pequeñas detonaciones en el interior de la bolsa y podrás ver cómo ésta se va inflando como consecuencia del aumento del volumen en su interior. Te lo puedes imaginar, si quieres, como un pequeño festival pirotécnico. A mí siempre me ha maravillado contemplar cómo ese minúsculo grano de maíz, redondo y compacto, se transforma, súbitamente, en un abracadabra, en algo completamente distinto en apariencia y en textura por efecto del calor; siempre me ha maravillado contemplar cómo se despliega, en un minúsculo big bang, ese pequeño universo que es la palomita en sí. Es pura magia…Me encanta que rías así, de esa manera. ¡Cuánta falta te hacía…! Pues bien, a esto iba: yo diría que la sombra que proyecta mi árbol –el trato cotidiano ha conseguido que llegue a verlo como algo mío- y, seguramente, todos los demás árboles de ese parque y de todos los parques del mundo, de todos los bosques y paseos, tiene la virtud de proporcionar la temperatura justa que las ideas necesitan para eclosionar en el interior de las cabezas. Te puedo garantizar que yo las siento crepitar nada más tomar posesión de mi banco. Eclosionan del huevo de su semilla y, como las palomas de verdad, esas que abundan en cualquier parque, echan a volar todas juntas en una especie de festival de coordinación aérea. Levantan el vuelo, pero al momento ya las tengo otra vez comiendo por turnos en el cuenco de mi mano. Y lo más sorprendente de todo es que no se asustan ante el clamor frenético de la chiquillería, antes bien, esto es para ellas como un estímulo más. Este dato me ha llevado a pensar que quizás las ideas plenas, las auténticas de vedad, las capaces de volar por sí mismas, sólo nacen allí donde la vida bulle en toda su intensa espontaneidad…Ya veo que sigues riendo. Bien. Seguir mis indicaciones no cuesta dinero. Así que ya sabes. Mañana, después de comprar el diario en el quiosco del centro, te acercas al parque, que está a tiro de piedra, y haces la prueba. Y ya me dirás. De verdad creo que deberías probarlo.

martes, 9 de agosto de 2011

EL MILAGRO DE ANNA SULLIVAN (Guión de Q. Horatius Flaccus y F. Nietzsche)






   Si no recuerdo mal, se remonta al poeta latino Horacio aquel famoso lema que posteriormente, en el siglo XVI, haría suyo nuestro Fray Luis de León, pretendiendo con ello ofrecernos un epítome y compendio de su talante vital. Ab ipso ferro. Hölderling, el poeta romántico, sentenciará que allí donde está el peligro crece también su antídoto. Y un tiempo después, el misántropo Nietzsche, ese amigo de la soledad y de las gélidas regiones alpinas donde sólo muy pocos se aventuran, nos obsequiará con esta puya aforística: “lo que no me mata me hace más fuerte”. Variaciones todas, como se ve, en torno a una misma cuestión, aquella que, con el correr de los años, permeará el lenguaje popular transfigurada en la fórmula “lo que no mata engorda”. Cualquier hierro dirigido contra la permeable carne puede ser causa de muerte, pero resulta un tanto paradójico que, cuando la consecuencia natural no es ésta, la carne se curta, la vida se afiance y el espíritu se temple y crezca. El mismo hierro del jardinero que hiere a la planta es causa de que ésta, una vez llegada la primavera, brote con mayor fuerza e intensidad. Se trata, además, del mismo principio en que se basa el procedimiento profiláctico de la inmunización, consistente, como sabemos, en exponer el organismo, de manera parcial, progresiva y controlada, a aquellos elementos patógenos causantes potenciales de la enfermedad y de la muerte para que se generen los anticuerpos capaces de combatirlos cuando éstos aparezcan con toda su intensidad deletérea. O dicho en román paladino: una piel curtida no siente el frío.

  

   En el film objeto de este comentario también se perciben los ecos de esta filosofía milenaria. 

   La historia está ambientada en las postrimerías de la Guerra de Secesión norteamericana. Una familia de hacendados terratenientes sureños ha tenido una hija, Helen, que, como consecuencia de una enfermedad durante los primeros meses de vida, se queda ciega, sorda y muda. La compasión que los padres sienten por la criatura es la causa de que la hayan educado de manera blanda y permisiva, amparándose en el consabido “¡Bastante tiene la criatura con lo suyo!”. Pero, según Helen se ha ido haciendo mayor,  la posibilidad de controlar su comportamiento se ha ido volviendo, asimismo, cada vez más dificultosa. Se ha llegado a un extremo en que la niña es incapaz de aceptar un No, respondiendo muy agresivamente a cualquier negativa de las personas de su entorno. Los padres, de hecho, y ante esta situación, llegan a plantearse la posibilidad de internarla en un sanatorio mental, pero deciden solicitar antes la ayuda de un centro especializado en este tipo de deficiencias. Es entonces cuando entra en escena la auténtica protagonista, Ana Sullivan, de la que iremos conociendo en lo sucesivo su terrible pasado, además de las claves de su personalidad firme e intransigente, gracias a la inserción de una serie de secuencias en flash-back en las que ella rememora su dura infancia. Conocemos, por ejemplo, que ella y su hermano, ambos con importantes taras y deficiencias físicas, fueron abandonados por sus padres en una especie de hospicio para gentes desahuciadas: deficientes mentales, ciegos, sordomudos, ancianos con alzheimer, prostitutas sifilíticas y alcohólicas víctimas de delirums tremens, etc. Sabemos que Ana fue ciega y que pudo recuperar la visión gracias a una exitosa operación, y sabemos, finalmente, que su hermano, que padecía  de tuberculosis ósea, no pudo superar sus problemas y falleció. El mismo día que llega al latifundio empieza a hacerse cargo de la educación de Helen sirviéndose de una metodología que a los padres les parece inhumana y abusiva por su dureza. De hecho, este primer encuentro termina en una auténtica batalla campal en la que se destrozan muebles, se quiebran vidrios y la propia Ana pierde una muela como consecuencia de un  golpe que le propina la asilvestrada niña. Cuando el padre de familia observa las duras maneras de la profesora y  le pide por ello un poco de humanidad y compasión, la respuesta que obtiene es la siguiente: “No es compasión lo que ella necesita. Si a mí, allá en el hospicio, sólo me hubiesen proporcionado compasión, ahora estaría muerta. Tuve que hacerme fuerte para sobrevivir”. Afortunadamente, poco tiempo después, la labor de Ana empieza a dar sus frutos, pues consigue que Helen, por primera vez en su vida,  coma con la cuchara, sentada en su silla frente a la mesa y, lo más maravilloso de todo,  que al terminar haya doblado su servilleta. Los padres están que no caben en sí de tanta alegría. Es este pequeño milagro lo que condiciona el hecho de que acepten la petición que a continuación les hace Ana. Quiere llevarse a la niña a una casita desocupada y aledaña de la gran mansión familiar para así poder mantenerla al margen de interferencias, mimos y consentimientos. Las batallas campales continúan también allí, pero la férrea maestra no da su brazo a torcer y, poco a poco, va consiguiendo doblegar la díscola voluntad de la niña. Las mejoras empiezan a ser evidentes. Pero, a pesar de este éxito, Ana no se siente satisfecha con su labor. ¿Cómo conseguir acceder al interior de Helen? ¿Cómo hacerle comprender la vinculación que existe entre las palabras que aprende mediante el lenguaje de gestos y  las cosas que éstas representan si es ciega, sorda y muda? ¿Cómo romper ese duro cascarón que la mantiene presa en su propio interior y completamente aislada del mundo circundante? ¿Cómo conseguir que responda a los estímulos de manera distinta a como lo haría un perro, es decir, de una manera humana? Se siente derrotada, incapaz de ir más allá en sus progresos  y dispuesta a abandonar a la niña a su terrible suerte. Pero la cosa no termina aquí. Cuando los padres de la criatura, que se sienten completamente satisfechos por los logros alcanzados y que no aspiran a ulteriores mejoras,  deciden celebrar una pequeña fiesta de bienvenida para su hija, que ha estado dos semanas alejada de la familia, ésta vuelve a sus andadas. La recaída de Helen ocasiona la ira de Ana, que la saca a rastras a la calle para que vuelva a llenar el jarro de agua que previamente le había arrojado sobre el rostro, y es entonces cuando de verdad se produce el gran milagro. El contacto con el agua hace que en el interior de la mente de Helen se produzca la deseada vinculación entre palabra y cosa. Ha sido capaz, por fin, de romper la cáscara de su aislamiento y de trascender los límites oscuros de su propia cárcel interior. Helen acaba de nacer como ser social capaz de comunicarse con sus semejantes, y todo ello gracias a un arduo proceso educativo basado en la constancia y en la disciplina, no en la compasión.



    Decía un sabio profesor que cuando se trata a alguien como si fuera tonto es muy probable que llegue a serlo. No es la compasión lo que rescató a Helen de un aislamiento cuasi animal, sino la disciplina y el acatamiento de las normas. Un sistema educativo que dé cabida en sus procedimientos a la compasión, al permisivismo y al todo vale está condenado al fracaso de antemano, pues olvida su objetivo prioritario, que no es otro que el de extraer y potenciar las cualidades más valiosas de todo ser humano. El objetivo de la educación es eso que los griegos llamaron areté y los latinos virtus, esto es, la excelencia y perfección. En este sentido, la pedagogía sería la más ambiciosa de todas las artes, pues aspira a crear la obra de arte humana. ¿Sería deseable un sistema educativo que funcionase acatando los principios básicos de cualquier sistema democrático? ¿La relación docente-discente puede estar basada en estos mismos principios? Parece evidente que no. No hay educación sin jerarquía, sin diferencia, sin imposición categórica e incondicional. A veces, sin un “porque lo digo yo” como respuesta a ciertas preguntas que sabemos que lo único que buscan es cuestionar la autoridad. El cincel que modela y la mano que lo empuña han de contar siempre con las características del bloque de mármol, pero sin apartarse ni un ápice del modelo ideal previamente diseñado. La democracia ha de ser un lujo, una conquista a la que se tenga derecho después de haber pasado por todo un proceso de modelaje, en cierto modo, dictatorial. Este es el precio que hay que pagar. Por paradójico que pueda parecer, la obediencia y la disciplina son las condiciones de posibilidad de los sistemas democráticos y, por ende, de la libertad misma. Y quien llegue a la democracia sin haber aprendido a apechugar con una serie mínima de imposiciones y deberes –la otra cara de los derechos que todos parecen olvidar- es muy probable que termine convertido en una rémora para la sociedad o, lo que sería aun peor, en carne de presidio.








































sábado, 6 de agosto de 2011

EL ANIMALISMO COMO SOFISTERÍA




   Para que las ideas se organicen en un todo coherente, en un sistema de teoremas –verdades demostradas-, es preciso que puedan deducirse de unas pocas verdades que no requieren demostración porque son evidentes –axiomas- y de una serie de definiciones objetivas aceptadas por todos. Si falta alguno de estos requisitos, el resultado no podrá considerarse consistente desde un punto de vista científico. A lo sumo, constituirá un simple cúmulo de ideas mal hilvanadas e inconexas, es decir, algo más relacionado con lo opinable que con lo científicamente demostrable. Ahora bien, el problema es doble: por una parte, el teorema de Gödel demuestra que los únicos sistemas coherentes al cien por cien –sólo constatables en Lógica y Matemáticas- son sistemas incompletos y deficitarios; por otra parte, existen teorías que para lograr una coherencia relativa han de echar mano de supuestas verdades –generalmente denominadas postulados- que ni están demostradas ni resultan evidentes por sí mismas, pero que son de una importancia vital de cara al sostenimiento del sistema. Esto último es lo que ocurrió, por ejemplo, con la geometría tal y como fue establecida por Euclides. Buena parte de sus teoremas presuponen el famoso postulado V, según el cual por un punto exterior a una recta sólo se puede trazar una paralela, lo cual equivale a la afirmación de que un ángulo recto suma 90º. Pues bien, fue precisamente el cuestionamiento de este postulado a mediados del siglo XIX lo que propició el surgimiento de las nuevas geometrías no-euclidianas de la mano de Bolyai, Reamann y Lobatchevsky, de capital importancia, por otra parte, en lo que respecta a la modelización de la nueva física –Teoría de la Relatividad y Teoría Cuántica-.

   Actualmente estamos asistiendo al surgimiento de una serie de movimientos que se autodenominan animalistas y cuyo cometido es la lucha en pro de los mal llamados derechos de los animales. Poco a poco, picoteando ideas de las más diversas escuelas y tendencias, han logrado elaborar una suerte de entramado ecléctico con apariencia de solidez y estabilidad que pretenden inculcarnos mediante los fórceps de la más ramplona sofistería. No se trata de que en las doctrinas animalistas se haga uso de algún que otro postulado –esto es inevitable-, de lo que se trata es de que precisan de un postulado para cada una de las supuestas verdades que necesitan demostrar. Además, para más inri, los postulados de los que suelen echar mano son tan inconsistentes desde el punto de vista teórico que no resisten ni siquiera un amago de crítica. Apenas se les hace “¡Buh!” delante de las narices, y se desvanecen en la nada de la más pura incoherencia. Al bueno de Euclides se le podrá reprochar la alegría con que aceptó la presencia en su fiesta del postulado V, pero, dadas las circunstancias de la época que le tocó vivir, el error era inevitable. De hecho, tuvieron que transcurrir más de dos mil años para que alguien se diese cuenta de que en sus Elementos había algo que no terminaba de cuadrar del todo. ¿Tendremos que esperar nosotros otros dos mil años para que afloren los absurdos sobre los que se sustentan las actuales teorías animalistas? Si tal cosa ocurriera, no tendríamos perdón de Dios, pues a nosotros nadie podría aplicarnos la eximente de la falta de evidencia ocasionada por la excesiva complejidad del asunto. Los absurdos presentes en las teorías animalistas están tan cerca de la superficie que saltan literalmente ante nuestros ojos nada más iniciar la lectura de los textos en donde aparecen formuladas.

   En estas teorías existe un postulado fundamental en el que se sustentan aquellos otros que sirven de soporte para todo su tinglado teórico. Se trata del mismo en el que en su momento se sustentó el movimiento sofístico: el significado de las palabras puede ser manipulado en función de nuestros intereses. Y si el significado de las palabras se puede manipular a voluntad, entonces cualquier asunto de relevancia podrá ser manipulado a voluntad, dado que las palabras constituyen un duplicado de estos asuntos. Efectivamente, lo primero que nos llama la atención nada más iniciar la lectura de aquellos textos en donde se exponen las doctrinas animalistas es el descaro con que adulteran el significado de las palabras. Dicen que la primera víctima de cualquier guerra es la verdad. ¡Falso! La primera víctima de las contiendas es siempre la Semántica; lo de la verdad viene después. Las afirmaciones referentes a la Ética y a la Antropología, que constituyen el grueso de estas doctrinas, caerían por su propio peso si no fuese porque previamente se ha realizado el correspondiente falseamiento lingüístico.

   Pero centrémonos en el tema de la tauromaquia. Es evidente que a los animalistas la fiesta nacional les resulta repulsiva, que no les gusta, vamos. ¿Por qué no les gusta? Pues porque no la entienden. ¿Por qué no la entienden? Porque no saben mirar, porque llevan sobre los ojos una venda elaborada a partir de los prejuicios destilados al calor de su propio delirio. Cuando se mira sin ver es inevitable que lo contemplado resulte completamente absurdo e incomprensible, y ya se sabe: lo absurdo pide ser modificado. Ahora bien, ¿cómo modificar rápidamente lo que se muestra reacio al cambio? Muy fácil: manipulando las palabras que designan esa realidad. Es cierto que el lenguaje es algo, en cierta manera, vivo, algo que evoluciona y se modifica para así poder dar cuenta de los cambios que se van registrando en la realidad, pero esto es algo que lleva su tiempo. Hay gente, no obstante, que está convencida de que para cambiar las cosas que no nos gustan lo mejor que se puede hacer es cambiar el lenguaje. Pero, como resulta que éste no suele ser tan diligente como ellos quisieran, no dudan a la hora de recurrir al decreto ley para ver si así consiguen acelerar su evolución. Y así es como actúan los intransigentes. Los tolerantes, en cambio, prefieren que sea la propia dinámica de las cosas lo que termine dejando su impronta sobre el lenguaje.  

   Vayamos al grano. Los animalistas afirman que el toreo es un espectáculo bárbaro y primitivo en el que se tortura gratuitamente a un animal inocente, al que previamente se ha esclavizado, hasta provocarle la muerte. Afirman que los aficionados, en la medida en que disfrutan del espectáculo de la lidia, son unos sádicos insensibles y, para que no falte de nada, sostienen que los toreros son unos asesinos. De manera general, en estas líneas se recoge el grueso del pliego de cargos que los animalistas antitaurinos suelen dirigir contra la fiesta nacional. Hemos querido resaltar con cursiva y negrita los términos que con mayor frecuencia aparecen en la disputa, pero somos conscientes de que en estas acusaciones aparecen otros que también merecerían un comentario detallado. Según informa el DRAE, la primera acepción de tortura es la siguiente: `Grave dolor físico o psicológico infligido a alguien, con métodos y utensilios diversos, con el fin de obtener de él una confesión, o como medio de castigo´. Que nosotros sepamos, los pronombres alguien y él sólo se aplican en la lengua castellana a individuos humanos, esto es, a personas, ergo…, la conclusión cae por su propio peso: a los animales no se les tortura, en todo caso se les maltrata. Al situar el adjetivo inocente a continuación del sustantivo animal se está originando un sintagma ciertamente problemático, dado que ello nos lleva a pensar que del mismo modo que hay animales inocentes los puede haber culpables. Los conceptos culpa e inocencia son de uso común en los ámbitos de la Moral, de la Psicología y del Derecho, en unos ámbitos que sólo de una manera tangencial pueden tocar ese otro ámbito que es el de la animalidad. ¿Es culpable el león que, por desgracia, ocasiona la muerte del domador? En caso de que la respuesta fuese afirmativa, ¿de qué?, ¿de asesinato quizás? Pero sigamos con el DRAE. Esclavitud, en su tercera acepción –la única relevante- es la `sujeción excesiva por la cual se ve sometida una persona a otra, o a un trabajo u obligación.´ Es imposible mayor claridad en la exposición, luego sobran los comentarios. A los animales no se les esclaviza, a lo sumo, se les priva de libertad. Y finalizamos con el verbo asesinar: `matar a alguien con premeditación y alevosía.´ El pronombre alguien da muestras evidentes de ser un tanto tozudo. Quizás convenga crear una lista negra en la que incluir a todos aquellos que se niegan a colaborar con la noble causa de la emancipación animal. O mejor aún: ¿por qué no decidimos, desde ya, que los animales también son alguien? De esta manera la expresión persona humana dejaría de parecernos redundante al desempeñar el adjetivo una función especificativa. Sí, somos conscientes de que la expresión en modo alguno es redundante, puesto que, según afirman los creyentes, también existe una sustancia divina que se manifiesta a través de tres personas distintas –Padre, Hijo y Espíritu Santo-, pero, pese a ello, hemos preferido no traer a colación el tema de la divinidad para no complicar aún más el asunto. Todos sabemos que los animalistas no perdonan a Dios el hecho de haber situado al hombre en la cúspide de la creación y, sobre todo, el haber dicho aquello de:  Domine (el hombre) sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados, sobre las fieras campestres y sobre los reptiles de la tierra”.

   Es preciso evitar el maltrato a los animales dentro de lo posible, pero en modo alguno apelando a las razones que suelen esgrimir los animalistas. La persona que maltrata gratuitamente[1] a un animal no atenta contra la dignidad de éste –puesto que los animales, al no ser personas, no pueden ser sujetos de los que se pueda predicar semejante atributo-, atenta contra la suya propia.  

   La pregunta queda servida en bandeja: ¿es legítimo entrar en la Semántica como elefante en cacharrería? ¡Ojo con la respuesta que demos! Tenemos que ser conscientes de que del mismo modo que las palabras pueden generalizar sus significados para así dar albergue a realidades hasta entonces excluidas de su radio de aplicación, también tienen la capacidad de restringirlos y, por tanto, también pueden excluir algunas de las realidades que hasta ayer mismo incluían. Es decir, que si es posible que Algo sea considerado como Alguien, también ha de ser posible la inversa: que Alguien se pueda considerar como Algo o, en el peor de los casos, como Nada. Y es que, como los derechos tienen la desgracia de habitar unas dependencias un tanto estrechas, para recibir a nuevos invitados por la puerta principal no les queda más remedio que expulsar a los huéspedes más antiguos por la de servicios.



[1] Evidentemente, el maltrato que el toro pueda sufrir durante el proceso de la lidia en modo alguno podrá considerarse como gratuito, y ello por la sencilla razón de que el ritual que se escenifica en el coso está destinado a satisfacer una necesidad de orden eminentemente espiritual y, por tanto, altamente perentoria desde el punto de vista de lo humano.