Fue Procustes un bandido griego que se hizo famoso debido a su sadismo de inspiración matemática y, sobre todo, a que fue vencido por el mítico Teseo, ese mismo que unos años después habría de protagonizar el episodio de la muerte del Minotauro en el interior del laberinto. Cuenta la leyenda que cuando Procustes hacía prisionero a algún incauto viajante, no se lo pensaba dos veces a la hora de acostarlo sobre una tabla –lecho o yazija- que para tal fin tenía habilitada, comprobando a continuación si la longitud del infeliz coincidía o no con la de ésta. Si resultaba que el cuerpo era más corto, entonces se le estiraba; si resultaba más largo, entonces había que amputarle la porción correspondiente. La cuestión era que las medidas del continente y del contenido coincidiesen al dedillo.
Actualmente la expresión lecho procústeo se suele utilizar para hacer referencia a las categorías que, dado su rígido carácter, fuerzan a los fenómenos particulares de los que han de dar cuenta a encajar dentro de sus límites. Piénsese, por ejemplo, en categorías como: género literario –o pictórico, arquitectónico, musical…- o generación literaria. Lechos procústeos serían también los famosos esquemas a priori de la filosofía kantiana, desglosables en dos: esquemas de la sensibilidad –espacio y tiempo- y esquemas del entendimiento –categorías de sustancia, relación, causalidad…-. Conocemos los datos e impresiones procedentes del mundo exterior gracias a la labor de filtro y de criba que estas categorías desempeñan, pero es necesario tener en cuenta lo que esto implica: conocer es forzar y violentar los datos para hacerlos coincidir con una medida previamente establecida. Dicho de otra manera: no conocemos las cosas, sino nuestra particular manera de conocerlas, es decir, que conocer es conocerse.
Tenemos la impresión de que el concepto libro también funciona a veces como un lecho procústeo. Prueba de ello es el texto que a continuación pretendemos comentar: Bibliotecas llenas de fantasmas, de Jacques Bonnet y editado por Anagrama. Es preciso imaginarse el proceso que se desencadenó en la mente de su editor en el momento de dejar el manuscrito sobre la mesa de su despacho después de haberlo leído –de una sentada-: “Bien. El contenido, además de interesante, parece accesible para el gran público. Resulta, además, que las campañas de promoción son innecesarias, puesto que el autor es francés y goza de cierto prestigio en su país. El único inconveniente es que al texto le falta cuerpo, que no da la talla mínima que debe tener un libro. ¡Habrá que alargarlo! Con una letra de cuerpo 14 será más que suficiente.”
En realidad, el camino de la vida que todos emprendemos nada más nacer no es sino una romería en la que, cada equis tiempo, hemos de caer en manos de uno de estos Procustes. ¿Qué son, si no, trámites como los exámenes, los distintos sacramentos característicos del cristianismo o las leyes vigentes en el ámbito de la sociedad? ¿No es la denominada política editorial de las grandes empresas editoras el mayor de todos los lechos procústeos que un escritor pueda concebir? ¿No habría que considerar la banda ancha de Internet como el más estrecho de los que en la actualidad se prodigan?
Bibliotecas llenas de fantasmas, a pesar de lo enjundioso de la temática que aborda, es un opúsculo –o textículo- ligero al que pueden acceder incluso los denominados intelectos desdentados. Es, si se nos permite la licencia, lo que el lecho procústeo de la política editorial dictamina que debe ser un texto para merecer su mostración epifánica -¡valga la redundancia- a través de ese ¡fiat! -¡hágase!- que es el acto de la edición.
Entre los datos de mayor relevancia del texto, podemos mencionar los siguientes:
-Referencia a un tal Charles-Valentin Alkan, compositor musical de tercera fila y, a todas luces, bibliómano incurable que murió en el año 1888 aplastado por su propia biblioteca mientras dormía (pag. 17). Es ciertamente curioso que alguien que podría ser elevado a los altares del culto bibliofílico en calidad de mártir de la causa se dedique a una profesión que poco o nada tiene que ver con los libros. De hecho, cualquiera que conozca mínimamente el selecto mundo de la bibliofilia sabe por propia experiencia que el sector profesional donde se comprueba una mayor densidad de fieles es el de la medicina. Es impensable que el profesional de las letras –el humanista- pueda ser un aficionado a la bibliofilia, pues una afición no es otra cosa que una vía de escape de la rutina.
La moraleja que se desprende de esta curiosa historia es que no debemos olvidar jamás que los libros, siendo criaturas angelicales y etéreas, poseen también un cuerpo material –del que también podemos disfrutar, y mucho- que los hace subsidiarios de la inexorable ley de gravitación universal. De hecho, es esta dimensión material del libro lo que lo convierte en un objeto sumamente atractivo para muchos. El cuerpo del libro puede ser tremendamente útil cuando se trata de ahuyentar a vendedores de enciclopedias, de calzar alguna pata coja de alguna mesa o de conjurar el horror vacui que se apodera de ciertos particulares cuando contemplan el hueco que todo mueble bar suele dejar justo encima del televisor –justo detrás del torito negro y de la gitanilla bailaora-.
-La biblioteca que se arma es una vida. Nunca, digamos, una suma de libros sueltos. (pag. 35).
Efectivamente. La biblioteca –la particular de cada cual, claro está-, no es un mero cúmulo de libros que se pueda montar y clasificar como un simple mecano. Toda biblioteca particular se organiza en función de una serie de vínculos invisibles que confluyen en la mente –y en el espíritu- de su propietario. El método de la CDU está bien para las bibliotecas públicas, que suelen ser impersonales, pero no para la nuestra. Los vínculos que conectan los libros de ésta son mucho más profundos y, por supuesto, invisibles para el profano. La biblioteca particular es una prolongación, un reflejo, del espíritu de su propietario. Es su espíritu hecho carne.
-La biblioteca protege de la hostilidad exterior, filtra los ruidos del mundo, atenúa el frío que reina en los alrededores y da, también, una sensación de omnipotencia (…). La biblioteca es un concentrado de tiempo y de espacio. (pag. 107).
Es decir, la biblioteca como paraíso (Borges) y como útero materno. Aunque no sería descabellado comparar la biblioteca con esas celdas de aislamiento completamente almohadilladas que suele haber en los psiquiátricos y que se destinan a alojar temporalmente a los enfermos que se encuentran atravesando alguna crisis. Los libros de la biblioteca vendrían a desempeñar la misma función que las almohadillas de estas celdas.
-Referencia al príncipe árabe Mahmud al Dawla bin Fatik. Tras su muerte, la viuda, al parecer incapaz de competir en encantos y hermosura con los libros, se vengó arrojándolos a una fuente. (pag. 127)
¿Qué lleva a un sujeto a preferir los encantos de los libros a los de su propia mujer? Sólo se nos ocurre una respuesta medianamente razonable: el placer libresco es una sublimación del placer sexual.