miércoles, 28 de noviembre de 2012

APOLOGÍA DE LA SENSUALIDAD

   Mamá Naturaleza, siempre tan previsora, instaló sobre el semoviente humano los famosos cinco sentidos para que éste pudiese orientarse por el entorno de manera segura y eficaz, evitándole así los siempre molestos coscorrones contra los troncos de los árboles y los no menos molestos mordiscos del tigre dientes de sable. -Ya sabemos que esto de la vida es una alocada carrera de obstáculos en la que, para mayor ensañamiento, hemos de alcanzar una meta que no sabemos muy bien dónde se halla ubicada. Ocurre, además, que justo antes de que suene el pistoletazo de salida se nos vendan los ojos y  se nos hace girar sobre nuestro propio eje una cincuentena de veces-. ¡Oh, sino cruel!
   Los sentidos han sido diseñados de modo que cada uno de ellos cubra un determinado ámbito de la realidad siguiendo un ordenamiento progresivo. Allí donde no alcanza uno, de seguro que sí alcanza el contiguo. De esta manera se evita que queden zonas de la realidad opacas y oscuras en las que podamos meter el pie de manera accidental y perecer como consecuencia de ello. Se pueden clasificar en función de la mayor o menor proximidad que cada uno de ellos requiere en relación a su objeto específico, formando así una escala que va desde los más primarios y cercanos a los más sofisticados y distantes. Empezando por los más primarios, el orden sería el siguiente: gusto, olfato, tacto, oído y vista. Las facultades cognoscitivas superiores del hombre parten, casi en su totalidad, de los dos últimos, puesto que éstos son los encargados de transmitir la palabra –el logos- bajo las dos modalidades en las que podemos encontrarla, que son la oral y la escrita. Los tres restantes, en cambio, gozan de un prestigio mucho menor debido a que permanecen vinculados a las más primarias funciones de la animalidad. De hecho, a lo largo del proceso civilizador es fácilmente constatable un progresivo atrofiamiento de la operatividad de estos sentidos, sobre todo de los de menor rango. Necesariamente ha de ser así, puesto que, a mayor grado de desarrollo cultural, mayor distanciamiento del hombre en relación a su entorno.
   El sentido del gusto es el más primario de todos debido a que precisa que entre el órgano sensorio –las papilas gustativas- y el objeto sentido exista un contacto total y absoluto. Es más, la sensación derivada de este contacto sólo se produce con la condición de que el objeto sea previamente destruido, dado que el objetivo último es la apropiación del mismo a través del posterior proceso del metabolismo, que no es otra cosa que un convertir en propio lo extraño en aras de la conservación. Desde esta perspectiva, el sentido del gusto no es más que un mecanismo de control y de seguridad instalado en la puerta misma del aparato digestivo con la finalidad de detectar a posibles intrusos que puedan resultar no aptos para el fin señalado. Son, si se nos permite la licencia, como estos seguratas que observamos en las entradas de ciertos edificios públicos  y a quienes se les suele encomendar la labor de evitar la introducción de objetos potencialmente dañinos para las dependencias. Lamer, chupar y morder son las actividades a través de las cuales  conseguimos desprender del objeto destinado a ser ingerido las partículas a partir de las cuales habremos de colegir su idoneidad de cara al fin establecido. -Afortunadamente, a los referidos agentes que velan por la seguridad de los edificios públicos no se les exige un celo similar al exigido a las papilas gustativas-.
   Es indudable que el sentido del gusto y todas estas actividades que le sirven de propedéutica son un ingrediente fundamental en cualquier relación íntima entre dos personas. Abrazar, besar, morder, lamer y penetrar son actos que buscan la fusión e identificación con el otro, y los amantes suelen ser muy conscientes de ello. Véase: ¡Ven acá para acá, hermosa, que te voy a comer enterita! De hecho, no son pocos los que aliñan y condimentan sus juegos sexuales, por aquello de exorcisar la rutina, con productos procedentes de la huerta o, cuando esto no es posible, directamente del supermercado: fresas, nata, miel, chocolate líquido…¿foiegras? -¡Qué horror!-. ¿Recuerdan la escena del huevo en la película El cartero de Neruda? -¿O era una pelota de futbolín?- ¿Recuerdan la escena del huevo en la película El imperio de los sentidos? Sin lugar a dudas, un objeto tremendamente interesante y, sobre todo, tremendamente polifuncional. En fin, no es necesario redundar  más en ciertos detalles que todo el mundo conoce y que, por lo general, sólo trascienden los límites impuestos por el recato y por el pudor a través de las imágenes suministradas por la siempre b(f)oyante industria de la pornografía –otra, como la turística, que tampoco parece afectar las consecuencias de la crisis. Es más, está comprobado que el único efecto que producen las grandes catástrofes sobre la libido es el de su intensificación y enervamiento. Cuando las personas le ven las orejas al lobo o cuando barruntan la inminencia del fin suelen reaccionar intensificando exponencialmente su actividad sexual, quizás por aquello de poner a salvo el propio bagaje genético, lo único realmente importante desde el punto de vista de la especie-.
   El sentido del olfato, por su parte, no requiere de un contacto directo con el objeto, pero sí de una proximidad relativa que permita que las moléculas desprendidas por éste puedan ser captadas por el órgano sensorio situado en el interior de las prominentes e inquisitivas narices -¡¿Qué asociaciones no se producirían en el interior de la siempre retorcida mente de un psicoanalista?! Cyrano de Bergerac, Pinocho, Ovidio Nasón y don Luis de Góngora. Pregunta del millón: ¿Existe alguna relación entre esta septentrional prominencia y aquella otra más meridional y, por supuesto, siempre más prominente? Los estudios de campo realizados por un servidor parecen apoyar de manera incondicional la respuesta afirmativa. ¡Que le pregunten si no al Tristram Shandy de Sterne!-. El sentido del olfato sería más primario que el del tacto porque también requiere de una apropiación química, cosa que en el caso de este último no ocurre.
   ¿Qué decir de la relevancia del olor en el exclusivo y estrecho ámbito del contacto carnal? -Se trata de, posiblemente, el más reducido ámbito en donde se puede entablar una relación entre dos personas y, al mismo tiempo, por paradójico que parezca, del ámbito que parece admitir mayor variedad en cuanto a casuística combinatoria-.  Los seres humanos hemos perdido la capacidad que poseen todos los mamíferos superiores para detectar a distancia, mediante el olfato, si una hembra se encuentra en actitud receptiva o no. Tal como decíamos más arriba abusando un poco de la socorrida imaginación, es indudable que en el caso de las personas el estado de excitación sexual también hace que las glándulas ubicadas en la región genital segreguen determinadas hormonas –las manidas feromonas- con la finalidad de comunicar a los posibles candidatos la actitud proclive para la cópula. Ya sabemos que la Naturaleza ha querido que sea la hembra la encargada de atraer al macho de esta manera. Estas hormonas actúan en la hembra como una especie de reclamo publicitario, como si fuesen un enorme cartel con luces de neón que llevasen sobre la cabeza y en el que se pudiese leer desde una distancia de varios cientos de metros el texto HEMBRA EN CELO –con una flecha igualmente luminosa apuntando directamente hacia la susodicha-. Y, como resulta que todos los ejemplares machos hemos sido dotados con potentes radares diseñados expresamente para detectar el más leve indicio de lubricidad femenil dentro de un radio de varios kilómetros a la redonda, en cuestión de pocos segundos la receptiva reina se ve rodeada por todo un enjambre de zánganos consumidos por los ardores del celo y, por supuesto, más que proclives a sucumbir a sus requerimientos. Pero todo esto, como hemos dicho, en la especie humana ya no es como era en los orígenes. El exceso de higiene, el abuso de cosméticos y la contaminación ambiental de las ciudades son los principales responsables de que el olor ya no juegue el papel tan relevante que, de seguro, jugaba hace tan sólo unas decenas de miles de años. Nos hemos empeñado en borrar de nuestro organismo cualquier indicio de animalidad, cualquier cosa que nos haga recordar nuestros humildes orígenes, y la primera víctima de esta santa cruzada realizada en nombre del inodoro espíritu ha sido, evidentemente, el olor corporal. Es indudable que la eliminación del rancio olor a sobaquina mediante los distintos procedimientos profilácticos e higiénicos es una conquista de la civilización ante la que todos debemos sentirnos orgullosos –unos más que otros, claro-, pero el problema radica en que la higiene no discrimina entre olores de distinta naturaleza. ¿Es realmente deseable el hecho de que nuestro olfato ya no sea capaz de evaluar el grado de excitación sexual de la chica que viaja sentada en el asiento contiguo al nuestro? Si los ejemplares machos pudiésemos contar con las siempre certeras indicaciones de los efluvios corporales, es posible que, al prescindir de inútiles rituales de cortejo, nos ahorraríamos un tiempo precioso y, en más de una ocasión, algún que otro guantazo.
   Dado que en la actualidad el sentido del olfato ha dejado de ser operativo de cara a propiciar el encuentro entre machos y hembras con fines reproductivos, como siempre ocurre, la Naturaleza se ha visto forzada a compensar esta discapacidad reforzando algún otro sentido. En la especie humana, de hecho, podemos constatar que las funciones antaño encomendadas a los sentidos inferiores han pasado a ser responsabilidad de los superiores. ¿Cómo sabemos actualmente si el ejemplar del sexo opuesto que tenemos justo delante está en actitud receptiva? Fundamentalmente, a través de la información que nos llega a través de los ojos: vestimenta, maquillaje, gestos, actitudes, miradas…y, ya por último, en función de su mayor o menor cercanía. La industria de la perfumería, consciente de la relevancia significativa del olor para los seres humanos, ha sabido sacarle partido a la pérdida ocasionada en este sentido por la práctica generalizada de la higiene. Evidentemente, no es lo mismo un olor artificial que uno natural, pero, en el fondo, de lo que se trata es de crear una serie de sucedáneos que suplan de alguna manera las funciones antaño detentadas por los olores naturales. Si la esencia de feromonas se pudiese sintetizar en un laboratorio de manera similar a como se hace con los distintos perfumes, habríamos dado con la panacea, con la piedra filosofal de lo oloroso.
   Uno de los aromas más intensos y profundos que se puede experimentar es el que exhala el cuerpo de un libro viejo cuando se lo abre en dos delante de nuestras narices. Es como si sus íntimos pliegues hubiesen almacenado la sustancia y la savia de todas las cosas a lo largo de los siglos. Otro aroma,gual de relevante, es el que procede de los pliegues y recovecos del cuerpo del ser amado cuando, igual que el libro, es abierto en dos durante los preliminares del deleite.

domingo, 25 de noviembre de 2012

SÍNDROME DE LA GALLINA HIPNOTIZADA


   Si es usted profesor o trabaja en contacto directo con los jovencitos en proceso de puberización, habrá reparado en esa chavala de nombre impronunciable que, con la cabeza gacha, y cada vez que la ocasión se tercia, canaliza sus cinco sentidos en una mirada rectilínea que apunta hacia un algo situado entre el pupitre y su propio cuerpo, hacia un algo que todos sabemos que no es un libro -cinco segundos es mucho tiempo para dedicárselos a un libro-. Habrá reparado en el dato de que no sólo no parpadea, sino que, además, ni siquiera habla con su compañera, siendo ella la mismísima personificación de la locuacidad. Habrá tenido que reprimir la tentación de golpearle en la frente con los nudillos -¡toc, toc…!- para a continuación inquirir: ¿hay alguien ahí?. Se habrá acordado usted de esos personajes de las películas de marcianos que vuelven a la tierra después de haber sido abducidos y que miran sin ver porque sus mentes han sido reprogramadas en el interior del platillo volante. O quizás se halla acordado de la gallina hipnotizada mediante el procedimiento de trazarle una raya con tiza justo delante de los ojos.
    El fenómeno, ciertamente, no es exclusivo de los más jóvenes. Los abducidos por la tecnología son legión y los podemos encontrar en cualquier lugar del mapa, por recóndito o reservado que éste sea: en el cercanías, en el autobús, en el metro, en el avión, en el talego, en los despachos, en el parque, en el restaurante, en la playa, en la cima del Kilimanjaro, en el váter, en el paritorio, en el velorio… De hecho, es muy probable que usted mismo sea uno de estos, dado que el fenómeno es ya pandemia.

    He decidido sentarme delante del portátil y redactar estas líneas porque el otro día caí en la cuenta de que no es normal que un fenómeno social tan difundido carezca de nombre. ¿Cómo podríamos llamarlo sin necesidad de bajarse los calzones echando manos del inglés? Mis propuestas son estas dos: Síndrome de la Gallina Hipnotizada o Trastorno de Abducción Tecnológica.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

UNA RADIOGRAFÍA DEL MOMENTO PRESENTE


   La historia de la humanidad, desde la aparición de los primeros ejemplares de Homo Sapiens Sapiens hasta la actualidad, es un largo proceso en el que podemos observar claramente cómo los márgenes de la llamada juventud se han ido ampliando progresivamente, hasta el punto de haber llegado a copar casi la mitad del monto total del tiempo vital que a cada cual se le ha asignado. Nos da la impresión de que en la actualidad las etapas de la vida ya no son esas cuatro que, según los poetas clásicos, se correspondían con las estaciones del año. Hoy en día habría que hablar de dos: el verano de la juventud y el invierno de la vejez. Es más, habiéndose simplificado tanto las fases que ha de recorrer cualquier ser humano a lo largo de su vida, el tránsito de una a la otra sólo se puede producir mediante un salto, en modo alguno de manera gradual como antiguamente. Es decir, que te puedes acostar siendo un jovencito y levantarte a la mañana siguiente convertido en un auténtico carcamal.
    Ocurre, además, que la prelación de antaño se ha invertido. Infancia, juventud y madurez eran concebidos como peldaños que había que ir subiendo progresivamente hasta alcanzar lo que entonces se concebía como el lugar preeminente de la vejez. Pero ahora todo esto ha cambiado y el único estado digno de preeminencia y de respeto parece ser el correspondiente a la juventud. Los psicólogos han acuñado el término Síndrome de Peter Pan para aludir de alguna manera a esta nueva afección de tantos miembros de la sociedad. Si la infancia y la juventud son el modelo de referencia, es necesario pensar, hablar, vestir, divertirse y gesticular tal y como lo hacen los jóvenes. Es necesario, además, borrar de nuestro físico cualquier huella que nos convierta en sospechosos de intrusismo generacional, y de aquí el auténtico boom que están viviendo los talleres dedicados al tuneado de la maquinaria anatómica. El ideal de muchos abuelos –de los más pudientes, por supuesto- es poder dejar al morir un cuerpo lozano y de buena apariencia. Pero no siempre se trata de esto. Es posible también que algunos de ellos, al presentir la proximidad de la Parca, decidan hacerse una puesta a punto para así hacerla dudar y conseguir una pequeña prórroga para el inevitable encuentro. ¡Quién sabe! ¿Se imaginan a la Muerte plantada ante la ambigua figura de uno de estos abuelos víctimas de lo fashion y del tuneado anatómico? ¿Se la imaginan rascándose inquisitivamente la calavera con las descarnadas falanges de los dedos corazón e índice dudando de si el lozano ejemplar que tiene delante ha agotado realmente su cupo vital?
    Pero si existe un factor que contribuya como ningún otro a la difusión de este tipo de mentalidad, ése es, sin ninguna duda, el de la Globalización. La Globalización, para quien no lo sepa, no es otra cosa que la difusión a nivel mundial de la cultura de masas norteamericana –la cultura normativa o alta cultura es algo distinto y, por supuesto, bastante minoritario-. La de masas es una cultura que funciona a nivel de lo que Piaget denominó pensamiento operante o concreto, que es el que suele localizarse en los niños de entre siete y doce años. Consiste, básicamente, en vincular los procesos mentales con los relacionados con la manipulación manual y, si se nos permite la licencia, visual. El niño es empirista y sensualista por naturaleza, en el sentido de que no es capaz de echar a andar la maquinaria del razonamiento sin contar con la presencia de una serie de modelos concretos en los que se ejemplifique el proceso. Es decir, eso de: Mira, nene. Como ves…, ¿lo ves?..., en esta mano tengo dos naranjas y en la otra tengo tres. Si cojo las naranjas de mi mano izquierda y las pongo junto a las naranjas de la mano derecha, al final resulta que tengo cinco naranjas. ¿Ves? ¡Compruébalo por ti mismo si quieres!. Pues bien, este tipo de pensamiento vinculado a lo visual es el único que puede ser difundido con eficacia a través de los medios de comunicación de masas, puesto que es el único al que puede acceder la mayoría. En el fondo, evidentemente, se trata de una cuestión relacionada con el marketing, con el llamado arte de vender. Los productos que interesan a cuatro gatos, por muy interesantes y exclusivos que puedan resultar, no son dignos de circular a través de los medios de comunicación de masas, puesto que no resultan rentables.
    El criterio de la mayoría –o de los sedicentes intérpretes de las mismas- es el auténtico lecho procústeo para cualquier creación del espíritu humano, pero un lecho que ya no funciona como antaño, dado que en la actualidad sólo se aplica a aquellos productos que exceden el umbral máximo establecido por las masas. Aquéllos que no encajen dentro de sus límites predeterminados deben ser sometidos a una cura de humildad, a un proceso de jivarización que reduzca considerablemente su complejidad cualitativa. Sólo después de este proceso el producto puede ser marcado con el sello de DISNEY LAND, Made in USA, un sello que le permite circular libremente a lo largo y ancho del circuito de la globalización comercial y, al mismo tiempo, un indicativo de que es apto para todos los públicos. Toda obra, por tanto, ha de ser elaborada atendiendo al criterio prescrito por lo juvenil, que no es otro que el de las masas, el cual, a su vez, coincide a la perfección con el de lo comercial. Pensemos, por ejemplo, en una película, en una canción o en una novela. ¿Qué requisitos han de cumplir para gozar de la aceptación del público y convertirse en un fenómeno de superventas, en una auténtica mina de oro? No es necesario romperse demasiado la cabeza para dar con la mágica fórmula del éxito: mucha simplicidad argumentativa, una pizca de intriga, acción trepidante y abundante, predominio de lo visual-sensitivo sobre lo intelectivo, protagonistas jóvenes y hermosos que se ven envueltos por las brumas de lo marginal y extraño, presencia machacona de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación y, por supuesto –esto es de lo poco que se mantiene inalterable- mucho amor y un poquito de sexo. Introdúzcanse todos estos ingredientes en la coctelera, agítese a continuación con cierto esmero y ya tenemos ahí a nuestra obra a punto de ser abrazada por los ávidos y lubricados brazos del Mercado.
    Pero el Mercado es insaciable. Es como el mítico Minotauro del laberinto, que cada equis tiempo exigía su correspondiente ración de hermosa juventud virginal. A toda víctima que ha de ser ofrecida en holocausto se la recibe con los brazos abiertos y haciendo ostentación de las más refulgentes sonrisas, se la cuida, se la mima, se la agasaja y, finalmente, se la baña, perfuma y maquilla para que en el momento de la inmolación ofrezca un aspecto inmejorable. El suyo, y ellas lo saben, es un éxito efímero. En el fondo todas han hecho suya la filosofía popular de nuestro tiempo: quince minutos de gloria a expensas de lo que sea, reina por un día o, como dicen en México, mejor tres años como un rey que cincuenta como un buey.
    Vivimos, pues, bajo la dictadura de lo efímero, del usar y tirar, de lo desechable y caduco. Se valora lo novedoso por la sencilla razón de que es novedoso, pues lo nuevo y distinto, lo moderno, siempre ha sido el principal reclamo para los consumidores potenciales. ¡¿Qué más da la calidad del producto si no aspiramos a que perdure?! De lo que se trata es de adquirir y gastar para volver a repetir inmediatamente el mismo proceso. Y así, hasta el fin de nuestros días.

domingo, 18 de noviembre de 2012

CONOCIMIENTO Y DOLOR


    La conciencia es una ventana abierta al mundo que nos permite contemplar todo esa realidad que rodea al hogar de nuestro YO. Se trata de una capacidad que, en cierto modo, el hombre comparte con otros muchos animales, concretamente, con todos aquellos que se orientan mediante los sentidos. Pero hay una diferencia muy importante entre la conciencia animal y la humana: aquélla es una flecha que apunta siempre en dirección al mundo objetivo, es una pura transitividad que recae sobre el correspondiente complemento directo; la conciencia humana, en cambio, tiene la capacidad de tornarse reflexiva y, por tanto, de considerar al propio sujeto como objeto de su interés. Es decir, los animales conocen, pero sólo el hombre conoce que conoce, sólo el hombre es capaz de hacer abstracción de su interés por el mundo y volcarse plenamente en el escrutinio de su propia realidad interior. Esta es la gran diferencia, la gran ventaja del hombre y, al mismo tiempo, su gran inconveniente y su cruz, pues no sería descabellado afirmar que la autoconciencia es la principal causa del sufrimiento humano.
    Todos los hombres desean por naturaleza saber, dejó sentenciado Aristóteles en los prolegómenos de su Metafísica. Como la necesidad de conocimiento es una cualidad que está incrustada en la propia médula de la esencia humana, se entiende que el hombre pueda experimentar placer como consecuencia del acto de comprender y de saber el porqué de las cosas, es decir, que una buena parte de la felicidad de la que es capaz derive directamente de su capacidad intelectiva. Aristóteles podría haber sintetizado sus ideas al respecto en una fórmula sucinta que dijese algo así como: “El grado de felicidad de que es capaz un hombre es directamente proporcional a su grado de intelección”. Quienes saben serían más felices que los que no saben. Pero tenemos la impresión de que al Estagirita se le pasó por alto un dato de suma relevancia: ¿acaso no es cierto que cuanto más sabemos más conscientes somos de lo que ignoramos? No tenemos ninguna duda al respecto. Y, como resulta que la ignorancia se identifica con la infelicidad, al final resulta que la tesis de nuestro filósofo queda anulada por el procedimiento de reducción al absurdo: saber nos hace felices y saber nos hace infelices. ¡Una pura contradicción!
    El conocimiento, especialmente el de tipo reflexivo, es la principal causa de dolor y de sufrimiento para el hombre, el pecado original que ocasiona la expulsión del paraíso terrenal de la infancia inocente e irreflexiva. Quien añade conocimiento, añade dolor, sentenció el Eclesiastés.
    De estas ramificaciones de mi enmarañado discurso se desprende, como un fruto maduro al final de la canícula, toda una terapéutica: a la salud –del espíritu, al menos- a través del ofuscamiento de la conciencia. ¡Qué gran terapeuta debió de ser el tal Cómodo! ¿Que por qué? En primer lugar, conjeturó que el origen de la enfermedad de la existencia radicaba en la excrecencia tumorosa del conocimiento, y de ahí, quizá, que se decidiera a liquidar a su padre Marco Aurelio, seguramente no por cuestiones de poder, sino por el simple hecho de ser el autor de las Meditaciones, uno de los muchos virus oportunistas de la época mutado a partir de aquellos otros diseñados a conciencia por toda la caterva de filósofos griegos en el perverso alambique de sus ociosas mentes. Además, una vez extirpado el tumor, tuvo la felicísima ocurrencia de administrar un tratamiento paliativo de una eficacia tal que aún hoy en día se sigue utilizando: dictaminó que el hueco ocasionado por la cruenta intervención amputadora debía ser rellenado, día tras día, mediante altas dosis de pan y circo, el sedante de mayor eficacia que uno pueda imaginar. Por estas razones, por lo tanto, solicitamos desde aquí al Ilustre Colegio de Médicos y Farmacéuticos del país –si no existe, que alguien lo invente-, que incluyan al denostado Cómodo en el listado que recoge a los representantes más egregios de la historia de la medicina paliativa. Es de justicia que su busto de mármol inmarcesible aparezca junto a los de Hipócrates, Galeno, Pasteur, Semmelweis, Sinmund Freud y Patarroyo.

*

    Dicen que si tomamos un alacrán y lo colocamos en el interior de un círculo de fuego, él mismo, temiendo morir abrasado, se inyecta su propio veneno y muere. Pues bien, la autoconciencia del hombre, su capacidad de reflexión, es su propia cola de alacrán preñada de veneno. La diferencia entre el proceder del hombre y el del siniestro y especulativo animalejo radica en que éste se mata por sobredosis al inocularse todo el veneno de una sola vez, en una única dosis, mientras que aquél prefiere hacer lo mismo de manera gradual y progresiva, es decir, inyectándose una pequeña cantidad de veneno cada equis tiempo, consiguiendo así el paradójico efecto de la inmunización. Filosofar, pensar, -dijo el filósofo- es aprender a morir. ¿Y si la capacidad de raciocinio no fuese sino una tara psíquica consecuencia directa de la endogamia de nuestros primeros padres?

    Saber o no saber, ésta es la cuestión, amigo Hamlet. ¿Es el conocimiento un premio o un castigo? No me resisto a cerrar esta digresión de alto voltaje filosófico haciendo alusión a las conjeturas del desgraciado y neurótico J. S. Mill sobre este respecto. En su Autobiografía podemos leer lo siguiente: “Un ser de facultades superiores requiere más para ser feliz, es probablemente capaz de más agudo sufrimiento, y ciertamente accesible a él en más puntos, que uno de un tipo inferior; pero, pese a estos riesgos, nunca puede realmente desear sumergirse en lo que le parece un grado inferior de existencia”. Y en otro lugar, por si lo anterior no se ha entendido, dejará caer un mazazo que ya no deja resquicio alguno para la duda: “Prefiero un Sócrates insatisfecho a un cerdo satisfecho”.
    Cómodo el misósofo versus el filósofo Mill. La DUDA, siempre la duda, esa cola de alacrán preñada de veneno que se cierne sobre nuestras cabezas como un siniestro signo de interrogación, como una pregunta sin respuesta.

domingo, 11 de noviembre de 2012

VÉRTIGO -Guión de Sigmund Freud y A. Conan Doyle-



  Es curioso, pero el único que se ha preocupado de analizar en profundidad el fenómeno del vértigo en relación a sus posibles causas no ha sido ni hombre de ciencia ni filósofo, ha sido un artista del celuloide. Me refiero, claro está, a  Hitchcock y a su obra maestra Vértigo, subtitulada De entre los muertos. Cualquiera que haya visionado esta cinta sabe de su tremenda complejidad y de la enorme importancia que los símbolos adquieren en las secuencias y escenas más insignificantes en apariencia. Realmente, tal como ha dicho algún crítico, en esta cinta tenemos dos películas en una sola, una dirigida a los sentidos y a la superficie del intelecto –la historia policial- y otra que requiere  de la intervención de toda la artillería pesada de este mismo intelecto –la historia psicológica-. De esta obra, como de cualquier obra de arte lo suficientemente lograda, se podría decir lo que Cortázar ya dijera sobre Rayuela: que a pesar de haber sido concebida para lectores machos, también admitía una lectura más femenina. Ahora bien, hemos de reconocer que las peripecias detectivescas de Scottie no se deben considerar como independientes y desconectadas del todo de la historia profunda, pues en aquéllas hemos de ver un símbolo de su búsqueda y de su desorientación vital. El esquema básico de toda novela detectivesca, según palabras de Vázquez Montalbán, es el propio del laberinto, y éste, a su vez, no es sino un símbolo de la búsqueda.
   El vértigo del que adolece Scottie es un síntoma resultante del sentimiento de culpabilidad y éste, a su vez, sería consecuencia de no haber podido ayudar a su compañero policía antes de que cayera al vacío. Podríamos decir que no ha sido capaz de superar satisfactoriamente su Complejo de Edipo en el sentido de que sus deseos de muerte dirigidos hacia la autoridad paterna –representada por su compañero policía- se han visto efectivamente realizadas. Este es su trauma original, según la interpretación procedente del Psicoanálisis oficial. La investigación que emprende con la finalidad de despejar sus dudas e incertidumbres, a pesar de las apariencias –tal y como ocurre en todas las historias de héroes de todas las tradiciones-, sería una proceso de indagación en su propio interior. Madeleine-Judy sería un símbolo de la meta de su propia indagación; y la ciudad de San Francisco, con sus calles pronunciadas y laberínticas, representaría el propio proceso de búsqueda interior. Pero si hay algún detalle especialmente cargado de valor simbólico, éste es, sin ninguna duda, el famoso moño en espiral de la protagonista. Su importancia derivaría del hecho de que sintetiza las dos ideas señaladas con anterioridad: la búsqueda del origen y la desorientación que ésta ocasiona.
   Vayamos por partes. El moño de Kim Novak no es tan sólo un moño, es, sobre todo, un coño. Ignoro por completo si en la lengua de Shakespeare es tan fácil pasar de una cosa a la otra mediante el simplicísimo procedimiento de modificar una consonante. Truffaut llama la atención sobre la fundamental secuencia en la que Scottie se dedica a transformar completamente a Judy para convertirla en Madeleine. Esta secuencia, según el director francés, debe interpretarse a la inversa, es decir, como si en lugar de vestir a la chica la estuviese desnudando. En el último momento ella ha cumplido casi con todas las exigencias del protagonista, se ha vestido como le ha pedido y se ha teñido de rubio, pero sigue faltando un detalle básico: la chica sigue sin querer peinarse el cabello formando el famoso moño en espiral. Es decir, según Truffaut, ella se resiste a quitarse las braguitas. Por consiguiente, a buen entendedor, pocas palabras bastan. El vértigo de Scottie, por tanto, sería un símbolo de su fascinación por el origen del mundo –es decir, por los misterios de la sexualidad- y, sobre todo, por el origen de su propio mundo personal y de su forma de ser. Pero este objeto de su curiosidad, al mismo tiempo que le atrae, le causa pavor –y de ahí, quizás, esa impotencia simbolizada por la secuencia en la que aparece intentando mantener la verticalidad de su bastón-. El origen de todas las cosas, como el Dios del Antiguo Testamento, es fascinante y terrible al mismo tiempo, pues además de causa primera de la vida también es causa primera de la muerte. Eros y Thanatos confluyen precisamente ahí. En Scottie existiría una pulsión de muerte que ocultaría un deseo inconsciente por retornar al seno materno, al paraíso original de su infancia.

lunes, 5 de noviembre de 2012

TEORÍA DE LA INVOLUCIÓN


   Existen muchos animales fascinantes, como la sensual y enigmática pantera de elástico caminar, el broncíneo escualo de infernal mirada o el vigoréxico rey de la selva, pero ninguno de éstos podrá jamás ocupar el alto pedestal que en mi imaginario personal ocupan las aves de presa. En el fondo, muy en el fondo, se trata de una cuestión de altura, de verticalidad, de estar o no estar sujeto por ese cable de acero con que la ley de la gravedad somete a la mayoría de las criaturas. Pesadez o ligereza, materia o espíritu, en esta disyuntiva radica la cuestión. Trascender la pesada materia de la que estamos hechos y contemplar el mundo de abajo como un todo mediante un único golpe de visión siempre ha sido la aspiración suprema del filósofo. Contemplar el mundo desde el punto de vista de la Divinidad, igualarse con Dios siguiendo el ejemplo de las aves, ¡casi nada! Téngase en cuenta, no obstante, que al decir que las aves en general, y las de presa en particular, han de ser vistas como un símbolo del nexo existente entre el hombre y Dios, no hemos pretendido sugerir, ni mucho menos, que ambos se caractericen igualmente por esa misma condición depredadora, aunque en materia de antropología y de teología haya opiniones para todos los gustos.
    En general, el conjunto formado por la totalidad de los seres vivos también es susceptible de ser dividido en otras dos subcategorías, y no me refiero a eso del reino animal y del reino vegetal, me refiero a esto otro: los que comen y los que son comidos. ¿Qué es la vida animal si hacemos abstracción de la excepción que en el orden natural supone la emergencia del espíritu en el hombre? Schopenhauer tenía una opinión muy clara al respecto: unos afilados colmillos ensangrentados que devoran un cuerpo que es el suyo propio.
    Pero no nos pongamos tremendistas. Si el primer puesto del escalafón yo lo tengo reservado para las aves de presa, es de lógica plantearse a continuación a qué especie le corresponde el más ínfimo de los peldaños. ¿Quizás a la lombriz? Hay razones muy poderosas para sospechar de este vil animalejo, puesto que es viscoso, se arrastra bajo tierra alimentándose de desperdicios, vive completamente ajeno a la luz y, para colmo, no vuela. Pero no, no se trata ni de la lombriz, ni de la cucaracha ni de la zarrapastrosa rata. ¿Quieren ustedes, estimados lectores, hacer uso del comodín del público?...¿Sí? Pues no se lo aconsejo. La opinión de la mayoría es importante de cara a la elección de nuestros representantes políticos, pero en lo que atañe a las cuestiones más peliagudas de la existencia es completamente inoperante y lo único que suele conseguir en este orden es multiplicar por mil lo que en su origen es un simple error. Respondo yo mismo, por tanto, a la difícil pregunta: el animal que más me desagrada es el mono. ¿Que por qué? Pues porque siempre lo he visto como una persona venida a menos, como el resultado final de una especie de evolución a la inversa. Y ahora, la pregunta del millón: ¿Quién desciende de quién, el hombre del mono o el mono del hombre? A pesar de lo afirmado unas líneas más arriba, cualquier persona con dos dedos de frente y con ojos en la cara sabe que la única teoría realmente confirmada hasta la saciedad es la que defiende el origen humano de los actuales primates superiores. Son muchas las pruebas que lo confirman. De hecho, los efectos de esta involución se perciben a simple vista sin necesidad de coger una insolación escarbando en un secarral en busca de cuatro huesitos, basta con salir a la puerta de la calle y observar con cierto detenimiento la conducta cotidiana del personal. El botón de muestras de rigor, para que no haya lugar para la duda: decidimos acudir al parque de la esquina antes de que el hipervitaminado e hipermineralizado niño acabe con la paciencia del padre, de la madre y de toda la cohorte circundante de vecinos. Acudimos al lugar pensando lo que todo progenitor suele pensar en estos casos: “a ver si se harta de retozar y cae rendido tempranito en los brazos de Morfeo, que vaya si hace tiempo que mi Pili y yo…” ¡En fin…! Total, que arribamos al susodicho parque y… ¿en qué reparamos nada más llegar?, pues en un venerable padre de familia, seguramente harto también de bregar con el mocoso durante toda la tarde canicular, - tiene la mala suerte de encontrarse de vacaciones- que, con gesto monótono y displicente y la mirada perdida en un imaginario horizonte, se dedica a la práctica de ese deporte de muchos españoles consistente en la monda y posterior ingestión de pipas. Hasta aquí, nada de particular. Pero sigamos observando con detenimiento los gestos y la compostura del espécimen seleccionado para llevar a cabo nuestro trabajo de campo con el rigor y meticulosidad que las ciencias experimentales exigen. Si afinamos el instrumental de los sentidos, podremos apreciar un detalle de enorme relevancia que a punto hemos estado de pasar por alto: el ejemplar no está sentado sobre las tablas que para tal fin suelen ser dispuestas por todos aquellos que se dedican a la fabricación de este tipo de mobiliario urbano –objeto por el que, dicho sea de paso, los vándalos de todas las latitudes suelen sentir una especial debilidad- sino que se halla encaramado directamente sobre el tablero vertical y ligeramente reclinado habitualmente destinado a dar apoyo y sostén a las, por lo general, fatigadas espaldas de la clase trabajadora, de tal manera que ninguna de las partes de la compleja anatomía humana está ocupando el lugar que las más elementales normas de urbanidad le tienen prefijado. O sea, los pies usurpando el lugar de las posaderas y éstas, a su vez, el destinado a la región lumbar. Pero aquí no acaba la cosa. Seamos pacientes y sigamos observando a nuestro ejemplar con detenimiento y cierto disimulo, no sea que se sienta blanco de nuestras miradas y se nos espante. Otro dato que nos llama tremendamente la atención es el gesto espasmódico-compulsivo consistente en desplazar rítmicamente el brazo del paquete de pipas a la boca y de la boca al paquete, tal y como suelen hacer todos los primates cuando se dedican a la filantrópica tarea de despiojar al vecino. Finalmente, por aportar una última prueba a favor de nuestra tesis inicial, debemos llamar la atención sobre el hecho de que la base del referido leño sobre el que se halla encaramado el homínido aparezca alfombrada con todas y cada una de las innúmeras mondas del dichoso y altamente adictivo fruto del girasol, habiendo, como de hecho ocurre, una hambrienta papelera al alcance de la mano.
    Si alguien siente curiosidad por observar al ser humano en ese estado primigenio y original hacia el que caminamos –según todos los indicios-, que acuda a cualquier parque infantil o, si esto no es posible, a cualquier lugar destinado a dar satisfacción de manera expedita a las necesidades gregarias consustanciales a cualquier homínido: a una playa a las cuatro de la tarde durante un mes de agosto, a una plaza pública tras la caída de la tarde, a una sala de conciertos o a la sala de estudio de la biblioteca municipal –preferentemente, durante los días previos a los exámenes de septiembre-. Los gestos y ademanes que podemos observar en lugares como estos en poco o nada se diferencian de aquellos otros que podemos observar en el zoológico: esos dos de enfrente que se desparasitan mediante el sucedáneo del chismorreo, el cachas hiperhormonado de camiseta entallada que alardea ante las indiferentes y asqueadas féminas de su presunta potencia genésica, aquel otro de más allá que presume de lo mismo aparcando su flamante vehículo en la puerta misma del recinto para que todo el mundo lo pueda admirar, la damita impaciente por dejar atrás su pubertad y cuya recoleta faldita es un semáforo que oscila continuamente del rojo al verde y del verde al rojo…En fin, todos desviviéndonos siempre por eso mismo por lo que se desviven nuestros parientes irracionales: por aver mantenençia y por aver juntamiento con fembra plazentera, tal y como dijera ese guasón genial que fue el Arcipreste de Hita.
    Podemos aprender muchísimo acerca de nosotros mismos observando a nuestros parientes los animales, símbolos del pasado para todos y, según todos los indicios, del futuro para algunos.