Mamá Naturaleza, siempre tan previsora, instaló sobre el semoviente humano los famosos cinco sentidos para que éste pudiese orientarse por el entorno de manera segura y eficaz, evitándole así los siempre molestos coscorrones contra los troncos de los árboles y los no menos molestos mordiscos del tigre dientes de sable. -Ya sabemos que esto de la vida es una alocada carrera de obstáculos en la que, para mayor ensañamiento, hemos de alcanzar una meta que no sabemos muy bien dónde se halla ubicada. Ocurre, además, que justo antes de que suene el pistoletazo de salida se nos vendan los ojos y se nos hace girar sobre nuestro propio eje una cincuentena de veces-. ¡Oh, sino cruel!
Los sentidos han sido diseñados de modo que cada uno de ellos cubra un determinado ámbito de la realidad siguiendo un ordenamiento progresivo. Allí donde no alcanza uno, de seguro que sí alcanza el contiguo. De esta manera se evita que queden zonas de la realidad opacas y oscuras en las que podamos meter el pie de manera accidental y perecer como consecuencia de ello. Se pueden clasificar en función de la mayor o menor proximidad que cada uno de ellos requiere en relación a su objeto específico, formando así una escala que va desde los más primarios y cercanos a los más sofisticados y distantes. Empezando por los más primarios, el orden sería el siguiente: gusto, olfato, tacto, oído y vista. Las facultades cognoscitivas superiores del hombre parten, casi en su totalidad, de los dos últimos, puesto que éstos son los encargados de transmitir la palabra –el logos- bajo las dos modalidades en las que podemos encontrarla, que son la oral y la escrita. Los tres restantes, en cambio, gozan de un prestigio mucho menor debido a que permanecen vinculados a las más primarias funciones de la animalidad. De hecho, a lo largo del proceso civilizador es fácilmente constatable un progresivo atrofiamiento de la operatividad de estos sentidos, sobre todo de los de menor rango. Necesariamente ha de ser así, puesto que, a mayor grado de desarrollo cultural, mayor distanciamiento del hombre en relación a su entorno.
El sentido del gusto es el más primario de todos debido a que precisa que entre el órgano sensorio –las papilas gustativas- y el objeto sentido exista un contacto total y absoluto. Es más, la sensación derivada de este contacto sólo se produce con la condición de que el objeto sea previamente destruido, dado que el objetivo último es la apropiación del mismo a través del posterior proceso del metabolismo, que no es otra cosa que un convertir en propio lo extraño en aras de la conservación. Desde esta perspectiva, el sentido del gusto no es más que un mecanismo de control y de seguridad instalado en la puerta misma del aparato digestivo con la finalidad de detectar a posibles intrusos que puedan resultar no aptos para el fin señalado. Son, si se nos permite la licencia, como estos seguratas que observamos en las entradas de ciertos edificios públicos y a quienes se les suele encomendar la labor de evitar la introducción de objetos potencialmente dañinos para las dependencias. Lamer, chupar y morder son las actividades a través de las cuales conseguimos desprender del objeto destinado a ser ingerido las partículas a partir de las cuales habremos de colegir su idoneidad de cara al fin establecido. -Afortunadamente, a los referidos agentes que velan por la seguridad de los edificios públicos no se les exige un celo similar al exigido a las papilas gustativas-.
Es indudable que el sentido del gusto y todas estas actividades que le sirven de propedéutica son un ingrediente fundamental en cualquier relación íntima entre dos personas. Abrazar, besar, morder, lamer y penetrar son actos que buscan la fusión e identificación con el otro, y los amantes suelen ser muy conscientes de ello. Véase: ¡Ven acá para acá, hermosa, que te voy a comer enterita! De hecho, no son pocos los que aliñan y condimentan sus juegos sexuales, por aquello de exorcisar la rutina, con productos procedentes de la huerta o, cuando esto no es posible, directamente del supermercado: fresas, nata, miel, chocolate líquido…¿foiegras? -¡Qué horror!-. ¿Recuerdan la escena del huevo en la película El cartero de Neruda? -¿O era una pelota de futbolín?- ¿Recuerdan la escena del huevo en la película El imperio de los sentidos? Sin lugar a dudas, un objeto tremendamente interesante y, sobre todo, tremendamente polifuncional. En fin, no es necesario redundar más en ciertos detalles que todo el mundo conoce y que, por lo general, sólo trascienden los límites impuestos por el recato y por el pudor a través de las imágenes suministradas por la siempre b(f)oyante industria de la pornografía –otra, como la turística, que tampoco parece afectar las consecuencias de la crisis. Es más, está comprobado que el único efecto que producen las grandes catástrofes sobre la libido es el de su intensificación y enervamiento. Cuando las personas le ven las orejas al lobo o cuando barruntan la inminencia del fin suelen reaccionar intensificando exponencialmente su actividad sexual, quizás por aquello de poner a salvo el propio bagaje genético, lo único realmente importante desde el punto de vista de la especie-.
El sentido del olfato, por su parte, no requiere de un contacto directo con el objeto, pero sí de una proximidad relativa que permita que las moléculas desprendidas por éste puedan ser captadas por el órgano sensorio situado en el interior de las prominentes e inquisitivas narices -¡¿Qué asociaciones no se producirían en el interior de la siempre retorcida mente de un psicoanalista?! Cyrano de Bergerac, Pinocho, Ovidio Nasón y don Luis de Góngora. Pregunta del millón: ¿Existe alguna relación entre esta septentrional prominencia y aquella otra más meridional y, por supuesto, siempre más prominente? Los estudios de campo realizados por un servidor parecen apoyar de manera incondicional la respuesta afirmativa. ¡Que le pregunten si no al Tristram Shandy de Sterne!-. El sentido del olfato sería más primario que el del tacto porque también requiere de una apropiación química, cosa que en el caso de este último no ocurre.
¿Qué decir de la relevancia del olor en el exclusivo y estrecho ámbito del contacto carnal? -Se trata de, posiblemente, el más reducido ámbito en donde se puede entablar una relación entre dos personas y, al mismo tiempo, por paradójico que parezca, del ámbito que parece admitir mayor variedad en cuanto a casuística combinatoria-. Los seres humanos hemos perdido la capacidad que poseen todos los mamíferos superiores para detectar a distancia, mediante el olfato, si una hembra se encuentra en actitud receptiva o no. Tal como decíamos más arriba abusando un poco de la socorrida imaginación, es indudable que en el caso de las personas el estado de excitación sexual también hace que las glándulas ubicadas en la región genital segreguen determinadas hormonas –las manidas feromonas- con la finalidad de comunicar a los posibles candidatos la actitud proclive para la cópula. Ya sabemos que la Naturaleza ha querido que sea la hembra la encargada de atraer al macho de esta manera. Estas hormonas actúan en la hembra como una especie de reclamo publicitario, como si fuesen un enorme cartel con luces de neón que llevasen sobre la cabeza y en el que se pudiese leer desde una distancia de varios cientos de metros el texto HEMBRA EN CELO –con una flecha igualmente luminosa apuntando directamente hacia la susodicha-. Y, como resulta que todos los ejemplares machos hemos sido dotados con potentes radares diseñados expresamente para detectar el más leve indicio de lubricidad femenil dentro de un radio de varios kilómetros a la redonda, en cuestión de pocos segundos la receptiva reina se ve rodeada por todo un enjambre de zánganos consumidos por los ardores del celo y, por supuesto, más que proclives a sucumbir a sus requerimientos. Pero todo esto, como hemos dicho, en la especie humana ya no es como era en los orígenes. El exceso de higiene, el abuso de cosméticos y la contaminación ambiental de las ciudades son los principales responsables de que el olor ya no juegue el papel tan relevante que, de seguro, jugaba hace tan sólo unas decenas de miles de años. Nos hemos empeñado en borrar de nuestro organismo cualquier indicio de animalidad, cualquier cosa que nos haga recordar nuestros humildes orígenes, y la primera víctima de esta santa cruzada realizada en nombre del inodoro espíritu ha sido, evidentemente, el olor corporal. Es indudable que la eliminación del rancio olor a sobaquina mediante los distintos procedimientos profilácticos e higiénicos es una conquista de la civilización ante la que todos debemos sentirnos orgullosos –unos más que otros, claro-, pero el problema radica en que la higiene no discrimina entre olores de distinta naturaleza. ¿Es realmente deseable el hecho de que nuestro olfato ya no sea capaz de evaluar el grado de excitación sexual de la chica que viaja sentada en el asiento contiguo al nuestro? Si los ejemplares machos pudiésemos contar con las siempre certeras indicaciones de los efluvios corporales, es posible que, al prescindir de inútiles rituales de cortejo, nos ahorraríamos un tiempo precioso y, en más de una ocasión, algún que otro guantazo.
Dado que en la actualidad el sentido del olfato ha dejado de ser operativo de cara a propiciar el encuentro entre machos y hembras con fines reproductivos, como siempre ocurre, la Naturaleza se ha visto forzada a compensar esta discapacidad reforzando algún otro sentido. En la especie humana, de hecho, podemos constatar que las funciones antaño encomendadas a los sentidos inferiores han pasado a ser responsabilidad de los superiores. ¿Cómo sabemos actualmente si el ejemplar del sexo opuesto que tenemos justo delante está en actitud receptiva? Fundamentalmente, a través de la información que nos llega a través de los ojos: vestimenta, maquillaje, gestos, actitudes, miradas…y, ya por último, en función de su mayor o menor cercanía. La industria de la perfumería, consciente de la relevancia significativa del olor para los seres humanos, ha sabido sacarle partido a la pérdida ocasionada en este sentido por la práctica generalizada de la higiene. Evidentemente, no es lo mismo un olor artificial que uno natural, pero, en el fondo, de lo que se trata es de crear una serie de sucedáneos que suplan de alguna manera las funciones antaño detentadas por los olores naturales. Si la esencia de feromonas se pudiese sintetizar en un laboratorio de manera similar a como se hace con los distintos perfumes, habríamos dado con la panacea, con la piedra filosofal de lo oloroso.
Uno de los aromas más intensos y profundos que se puede experimentar es el que exhala el cuerpo de un libro viejo cuando se lo abre en dos delante de nuestras narices. Es como si sus íntimos pliegues hubiesen almacenado la sustancia y la savia de todas las cosas a lo largo de los siglos. Otro aroma,gual de relevante, es el que procede de los pliegues y recovecos del cuerpo del ser amado cuando, igual que el libro, es abierto en dos durante los preliminares del deleite.
Los sentidos han sido diseñados de modo que cada uno de ellos cubra un determinado ámbito de la realidad siguiendo un ordenamiento progresivo. Allí donde no alcanza uno, de seguro que sí alcanza el contiguo. De esta manera se evita que queden zonas de la realidad opacas y oscuras en las que podamos meter el pie de manera accidental y perecer como consecuencia de ello. Se pueden clasificar en función de la mayor o menor proximidad que cada uno de ellos requiere en relación a su objeto específico, formando así una escala que va desde los más primarios y cercanos a los más sofisticados y distantes. Empezando por los más primarios, el orden sería el siguiente: gusto, olfato, tacto, oído y vista. Las facultades cognoscitivas superiores del hombre parten, casi en su totalidad, de los dos últimos, puesto que éstos son los encargados de transmitir la palabra –el logos- bajo las dos modalidades en las que podemos encontrarla, que son la oral y la escrita. Los tres restantes, en cambio, gozan de un prestigio mucho menor debido a que permanecen vinculados a las más primarias funciones de la animalidad. De hecho, a lo largo del proceso civilizador es fácilmente constatable un progresivo atrofiamiento de la operatividad de estos sentidos, sobre todo de los de menor rango. Necesariamente ha de ser así, puesto que, a mayor grado de desarrollo cultural, mayor distanciamiento del hombre en relación a su entorno.
El sentido del gusto es el más primario de todos debido a que precisa que entre el órgano sensorio –las papilas gustativas- y el objeto sentido exista un contacto total y absoluto. Es más, la sensación derivada de este contacto sólo se produce con la condición de que el objeto sea previamente destruido, dado que el objetivo último es la apropiación del mismo a través del posterior proceso del metabolismo, que no es otra cosa que un convertir en propio lo extraño en aras de la conservación. Desde esta perspectiva, el sentido del gusto no es más que un mecanismo de control y de seguridad instalado en la puerta misma del aparato digestivo con la finalidad de detectar a posibles intrusos que puedan resultar no aptos para el fin señalado. Son, si se nos permite la licencia, como estos seguratas que observamos en las entradas de ciertos edificios públicos y a quienes se les suele encomendar la labor de evitar la introducción de objetos potencialmente dañinos para las dependencias. Lamer, chupar y morder son las actividades a través de las cuales conseguimos desprender del objeto destinado a ser ingerido las partículas a partir de las cuales habremos de colegir su idoneidad de cara al fin establecido. -Afortunadamente, a los referidos agentes que velan por la seguridad de los edificios públicos no se les exige un celo similar al exigido a las papilas gustativas-.
Es indudable que el sentido del gusto y todas estas actividades que le sirven de propedéutica son un ingrediente fundamental en cualquier relación íntima entre dos personas. Abrazar, besar, morder, lamer y penetrar son actos que buscan la fusión e identificación con el otro, y los amantes suelen ser muy conscientes de ello. Véase: ¡Ven acá para acá, hermosa, que te voy a comer enterita! De hecho, no son pocos los que aliñan y condimentan sus juegos sexuales, por aquello de exorcisar la rutina, con productos procedentes de la huerta o, cuando esto no es posible, directamente del supermercado: fresas, nata, miel, chocolate líquido…¿foiegras? -¡Qué horror!-. ¿Recuerdan la escena del huevo en la película El cartero de Neruda? -¿O era una pelota de futbolín?- ¿Recuerdan la escena del huevo en la película El imperio de los sentidos? Sin lugar a dudas, un objeto tremendamente interesante y, sobre todo, tremendamente polifuncional. En fin, no es necesario redundar más en ciertos detalles que todo el mundo conoce y que, por lo general, sólo trascienden los límites impuestos por el recato y por el pudor a través de las imágenes suministradas por la siempre b(f)oyante industria de la pornografía –otra, como la turística, que tampoco parece afectar las consecuencias de la crisis. Es más, está comprobado que el único efecto que producen las grandes catástrofes sobre la libido es el de su intensificación y enervamiento. Cuando las personas le ven las orejas al lobo o cuando barruntan la inminencia del fin suelen reaccionar intensificando exponencialmente su actividad sexual, quizás por aquello de poner a salvo el propio bagaje genético, lo único realmente importante desde el punto de vista de la especie-.
El sentido del olfato, por su parte, no requiere de un contacto directo con el objeto, pero sí de una proximidad relativa que permita que las moléculas desprendidas por éste puedan ser captadas por el órgano sensorio situado en el interior de las prominentes e inquisitivas narices -¡¿Qué asociaciones no se producirían en el interior de la siempre retorcida mente de un psicoanalista?! Cyrano de Bergerac, Pinocho, Ovidio Nasón y don Luis de Góngora. Pregunta del millón: ¿Existe alguna relación entre esta septentrional prominencia y aquella otra más meridional y, por supuesto, siempre más prominente? Los estudios de campo realizados por un servidor parecen apoyar de manera incondicional la respuesta afirmativa. ¡Que le pregunten si no al Tristram Shandy de Sterne!-. El sentido del olfato sería más primario que el del tacto porque también requiere de una apropiación química, cosa que en el caso de este último no ocurre.
¿Qué decir de la relevancia del olor en el exclusivo y estrecho ámbito del contacto carnal? -Se trata de, posiblemente, el más reducido ámbito en donde se puede entablar una relación entre dos personas y, al mismo tiempo, por paradójico que parezca, del ámbito que parece admitir mayor variedad en cuanto a casuística combinatoria-. Los seres humanos hemos perdido la capacidad que poseen todos los mamíferos superiores para detectar a distancia, mediante el olfato, si una hembra se encuentra en actitud receptiva o no. Tal como decíamos más arriba abusando un poco de la socorrida imaginación, es indudable que en el caso de las personas el estado de excitación sexual también hace que las glándulas ubicadas en la región genital segreguen determinadas hormonas –las manidas feromonas- con la finalidad de comunicar a los posibles candidatos la actitud proclive para la cópula. Ya sabemos que la Naturaleza ha querido que sea la hembra la encargada de atraer al macho de esta manera. Estas hormonas actúan en la hembra como una especie de reclamo publicitario, como si fuesen un enorme cartel con luces de neón que llevasen sobre la cabeza y en el que se pudiese leer desde una distancia de varios cientos de metros el texto HEMBRA EN CELO –con una flecha igualmente luminosa apuntando directamente hacia la susodicha-. Y, como resulta que todos los ejemplares machos hemos sido dotados con potentes radares diseñados expresamente para detectar el más leve indicio de lubricidad femenil dentro de un radio de varios kilómetros a la redonda, en cuestión de pocos segundos la receptiva reina se ve rodeada por todo un enjambre de zánganos consumidos por los ardores del celo y, por supuesto, más que proclives a sucumbir a sus requerimientos. Pero todo esto, como hemos dicho, en la especie humana ya no es como era en los orígenes. El exceso de higiene, el abuso de cosméticos y la contaminación ambiental de las ciudades son los principales responsables de que el olor ya no juegue el papel tan relevante que, de seguro, jugaba hace tan sólo unas decenas de miles de años. Nos hemos empeñado en borrar de nuestro organismo cualquier indicio de animalidad, cualquier cosa que nos haga recordar nuestros humildes orígenes, y la primera víctima de esta santa cruzada realizada en nombre del inodoro espíritu ha sido, evidentemente, el olor corporal. Es indudable que la eliminación del rancio olor a sobaquina mediante los distintos procedimientos profilácticos e higiénicos es una conquista de la civilización ante la que todos debemos sentirnos orgullosos –unos más que otros, claro-, pero el problema radica en que la higiene no discrimina entre olores de distinta naturaleza. ¿Es realmente deseable el hecho de que nuestro olfato ya no sea capaz de evaluar el grado de excitación sexual de la chica que viaja sentada en el asiento contiguo al nuestro? Si los ejemplares machos pudiésemos contar con las siempre certeras indicaciones de los efluvios corporales, es posible que, al prescindir de inútiles rituales de cortejo, nos ahorraríamos un tiempo precioso y, en más de una ocasión, algún que otro guantazo.
Dado que en la actualidad el sentido del olfato ha dejado de ser operativo de cara a propiciar el encuentro entre machos y hembras con fines reproductivos, como siempre ocurre, la Naturaleza se ha visto forzada a compensar esta discapacidad reforzando algún otro sentido. En la especie humana, de hecho, podemos constatar que las funciones antaño encomendadas a los sentidos inferiores han pasado a ser responsabilidad de los superiores. ¿Cómo sabemos actualmente si el ejemplar del sexo opuesto que tenemos justo delante está en actitud receptiva? Fundamentalmente, a través de la información que nos llega a través de los ojos: vestimenta, maquillaje, gestos, actitudes, miradas…y, ya por último, en función de su mayor o menor cercanía. La industria de la perfumería, consciente de la relevancia significativa del olor para los seres humanos, ha sabido sacarle partido a la pérdida ocasionada en este sentido por la práctica generalizada de la higiene. Evidentemente, no es lo mismo un olor artificial que uno natural, pero, en el fondo, de lo que se trata es de crear una serie de sucedáneos que suplan de alguna manera las funciones antaño detentadas por los olores naturales. Si la esencia de feromonas se pudiese sintetizar en un laboratorio de manera similar a como se hace con los distintos perfumes, habríamos dado con la panacea, con la piedra filosofal de lo oloroso.
Uno de los aromas más intensos y profundos que se puede experimentar es el que exhala el cuerpo de un libro viejo cuando se lo abre en dos delante de nuestras narices. Es como si sus íntimos pliegues hubiesen almacenado la sustancia y la savia de todas las cosas a lo largo de los siglos. Otro aroma,gual de relevante, es el que procede de los pliegues y recovecos del cuerpo del ser amado cuando, igual que el libro, es abierto en dos durante los preliminares del deleite.