I
En el año 1927 veía la luz Ser y tiempo, la obra emblemática de Martin Heidegger. Pese a lo novedoso de sus aportaciones y planteamientos, esta obra surgió con la pretensión de reiterar una pregunta que no es una cualquiera, sino la pregunta por antonomasia en el ámbito de la Filosofía, la pregunta con la que ésta nace allá por el siglo VI a. C. y que, hasta la fecha, según el parecer del pensador alemán, continúa sin respuesta: ¿Qué es el Ser? O, en versión posterior: ¿Por qué el Ser y no más bien la Nada? ¡Casi ná! Un proyecto de tamaña envergadura sólo podía concluir con un fracaso de similares proporciones. De hecho, como sabrán los más leídos, la obra en cuestión nació muerta, es decir, que no fue capaz de dar una respuesta satisfactoria a esa gran interrogante fundacional de nuestra cultura occidental. Insuficiencia del lenguaje a la hora de abordar determinadas cuestiones especialmente peliagudas, dirá el propio Heidegger unos años después al serle requerida una explicación del fiasco. Afortunadamente, parece que alguna verdad hay en el refrán que dice que no hay mal que por bien no venga. Este fracaso estrepitoso se convertirá en el estímulo que propiciará la famosa kehre –giro- en el pensamiento heideggeriano, cambio que se cifra, básicamente, en una inversión de los planteamientos metodológicos. Dicho en el román paladino que nos facilita la metáfora: en lugar de ir a la caza del Ser armados hasta los dientes con los incisivos y punzantes recursos del método, detengamos el paso, prescindamos del pesado utillaje proporcionado por la tradición y sentémonos a aguardar a que sea el propio Ser quien se acerque a nosotros. Esta segunda táctica, la de la caza al acecho, es lo que en el argot filosófico se denomina Ereignis –acontecer, mostración, revelación…-. Es decir: la búsqueda consciente de una determinada meta hace que ésta se desplace hacia el fondo del horizonte con cada uno de los pasos que damos en el intento de darle alcance. En consecuencia, sólo quien deja de buscar se hallaría en la disposición propicia para recibir la gracia o regalo que supone el objeto de sus anhelos.
Confiamos en que las anteriores palabras nos ayuden a explicar la naturaleza de la experiencia reveladora que hemos tenido con la obra cuyo título encabeza estas líneas y que será objeto de un análisis exhaustivo en lo sucesivo. Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy ha sido para nosotros una auténtica sorpresa, una auténtica revelación y, si se nos permite el término teológico, una auténtica gracia. Nos pasó hace un par de años con la película titulada Deseando amar y ahora nos pasa con esta peculiar novela. En ambos casos, el requisito para recibir el don parece haber sido el mismo: haber dejado previamente de buscar, o estar abierto a la sorpresa, o desactivar los propios prejuicios, o dejar en suspenso las expectativas.
Antes de arrojarnos sobre la presa con el cuchillo analítico entre los dientes –y acompañando el gesto con el tradicional grito de ¡banzai!-, es preciso dedicarle unas palabras a la madre que la trajo al mundo. Laurence Sterne es su nombre. ¡Inglés!, exclamará más de uno. Pues sí, un hijo de la Gran Patraña. Pero no se me preocupen, que éste es de los buenos. En realidad, como el amigo Swift, su contemporáneo, era medio irlandés. Y, también como Swift, clérigo de la Iglesia Anglicana. ¡Una mezcla explosiva! ¿No? Así que olvídense del ¡zape! y del ¡vade retro! y sean indulgentes, aunque les cueste, con nuestro amable y simpático personaje. ¡No se arrepentirán!
Sterne ha sido calificado por algún lumbreras como el Joyce del siglo XVIII, y lo cierto es que sobran los motivos para considerarlo como un remoto precursor de esa novela experimental –ensimismada, autorreferente, metafictiva o, lisa y llanamente, antinovela- que tan común será a lo largo y ancho de todo el siglo XX. Nada que objetar al respecto, por tanto. Aunque…-¡ya está aquí la adversativa aguafiestas!-. Lo que sí que es cierto es que Sterne no aporta nada a la novela que no estuviera ya presente en sus dos grandes y admirados maestros: Cervantes y Rabelais. De hecho, él mismo lo reconoce de manera explícita en muchas de las páginas de su genial obra. Lo único que hace Sterne, en realidad, es potenciar y utilizar de manera sistemática y consciente una serie de recursos formales y de temas que ya están presentes en El Quijote y en Gargantúa y Pantagruel. Cualquiera que haya leído la obra de nuestro eximio compatriota reconocerá que poco hay en la novela experimental del siglo pasado que no fuera anticipado, de una u otra manera, por los textos de éste. Y esto significa, obviamente, que El Quijote aún no ha sido superado. Así pues, Tristram Shandy, una obra genial donde las haya, no es ningún punto de partida, es, más bien, un punto de confluencia, una encrucijada, un cruce de caminos.
Pero lo que más nos llama la atención del autor es su condición de clérigo…-¿cómo decirlo sin necesidad de recurrir a la vaselina eufemística?-. ¡Bah! ¡A pelo y que sea lo que Dios quiera!: su condición de clérigo rijoso. Porque esto es lo que era Sterne, un clérigo rijoso, procaz, provocador y guasón. Es decir, genial. Si no fuera porque nuestra particular hornacina doméstica ya la tenemos ocupada con el busto de nuestro Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, no dudaríamos a la hora de adoptarlo en calidad de santo tutelar. ¿Que era inglés? Pues bueno, ¿qué le vamos a hacer? Nadie es perfecto. Esto es lo que nos interesa: ¿Qué vínculo secreto es ése que conecta lo Trascendente Espiritual con lo Inmanente Carnal? ¿De qué tipo es la relación que mantienen el Verbo y la Carne? ¿A qué se debe el interés de Sterne por el sexo o el de Swift por lo escatológico? Es más, ¿por qué el término escatológico admite dos acepciones opuestas y antonímicas? Fue Sigmund Freud quien nos proporcionó el utillaje conceptual preciso para poder responder a estas cuestiones tan peliagudas, ya lo sabemos. No obstante, hubo otro antes que él a quien no podemos obviar si es que queremos un mínimo de radicalidad para las respuestas. La Verdad es curva y todo lo recto miente, le dijo el enano a Zarathustra. Es decir: los extremos se tocan.
Lo habitual es que el interés de una obra de arte radique o bien en su aspecto temático –el qué- o bien en su aspecto formal –el cómo-. Lo realmente fascinante de Tristram Shandy, en cambio, es su capacidad para suscitar el interés del lector desde ambas dimensiones, con el añadido, por si lo anterior fuera poco, de que a partir de cierto momento de la narración lo formal y lo temático confluyen en un mismo punto. Vayamos por partes.
Hemos de comenzar por el argumento. ¿Cuál es la historia que se nos cuenta? El lector que decide sumergirse en la lectura de esta novela sin ningún tipo de orientación previa espera encontrarse con una relación detallada de las principales peripecias y vivencias de un personaje llamado Tristram Shandy, todo ello salpimentado con una serie de opiniones y juicios personales. Esto, de hecho, es lo que parece prometer el propio título de la obra –Vida y opiniones de…-. No obstante, este confiado lector no tarda en darse cuenta de que lo prometido en el título poco o nada tiene que ver con el contenido. Puede incluso ocurrir que se sienta timado y que no le falten ganas de volver a la librería con su ejemplar bajo el brazo con la intención de devolverlo y de reclamar la devolución del importe, tal como hicieron en su momento algunos lectores que no fueron capaces de comprender el significado de determinados procedimientos formales por entonces completamente novedosos –como el de las páginas en blanco o en negro-. Tristram Shandy no es capaz de cumplir lo prometido, no es capaz ni de contarnos su vida ni de exponer sus consideraciones sobre la misma. ¿Por qué? Porque es incapaz de controlar su hobby-horse particular –su manía, su afición, su obsesión, su pasatiempo..., ¿su mecanismo de defensa?-, que no es otro que su incontinencia asociativa, esto es, su proclividad a la digresión. Es esta compulsión lo que hace que nuestro personaje siempre escriba por detrás de los acontecimientos. Después de seiscientas páginas, resulta que Tristram sólo ha sido capaz de contarnos hasta su quinto año de vida.
Podemos concluir diciendo que esta novela, en la medida en que la peripecia queda casi completamente eclipsada por los procedimiento propiamente formales, no es apta para ese tipo de lectores a los que Cortázar calificó –de manera muy poco afortunada, por cierto- como lectores hembras, que son aquellos que adoptan una actitud pasiva frente al texto y aquellos que leen con el único fin de saber cómo termina la historia.
Acabamos de empezar a analizar nuestro Tristram Shandy y ya hemos de concluir. ¡Hasta la próxima entrega!
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