La primera vez que leí Cien años de soledad tenía quince años. Si no recuerdo mal, me hallaba convaleciente de un proceso gripal que me había obligado a guardar cama durante una semana y que, para más inri, me había arrojado, falto de defensas como me había quedado, en manos del sentimentalismo más empalagoso. En efecto, durante esa semana de vacaciones no elegidas despaché las Obras Completas del poeta hindú Rabindranaz Tagore, en edición de Zenobia Camprubí para Aguilar. ¡Vaya atracón de delicadezas almibaradas! Por ejemplo: La flor niña, abriendo su capullo, exclama: “¡Mundo de mi corazón, no te marchites nunca!”. Este aforismo, del apartado titulado Pájaros perdidos, se me quedó grabado a fuego sobre la frágil epidermis de mi frágil alma quinceañera. ¡Puah! Los virus gripales aliados con los virus de la poesía… Y así fue que para curarme de tantas estrellitas, de tantas florecillas y de tanta sensiblería tuve que aferrarme, como un náufrago desesperado que está a punto de ser engullido por la vorágine de las olas, a la tablilla de salvación que en esos momentos críticos me ofreció la prosa robusta y serena de García Márquez.
No hay experiencia que se iguale a la que se tiene por vez primera. ¡Qué emoción cuando aferré entre mis manos su forma prieta y firme! ¡Qué gozo al introducir mis dedos entre sus pliegues sumisos y lábiles! ¡Qué fruición al fundir su mundo con el mío! ¡Qué precipitación al saber de la inminencia del momento culmen de todo ese proceso! Pero…En realidad, fue como uno de estos amores veraniegos de juventud.
Volví a leer Cien años de soledad hará un par de años, esta vez por imposición, porque la obra figuraba como lectura obligatoria en la asignatura Novela Hispanoamericana, una optativa del Primer Ciclo de Filología Hispánica de la UNED. Esto explica, además, el hecho de que este segundo acercamiento –o circunnavegación, que diría el divino Platón- hubiera de realizarlo pertrechado con los agudos e invasivos utensilios que proporciona el método. Y llegué hasta el fondo -¡ya lo creo que llegué!-, pero a costa de pagar un precio muy alto, claro está. Y es que no lo disfruté como aquella primera vez. El ariete de mi perspicacia –templado y pulido durante los cinco años de vida ascética que pasé encaramado en el pináculo de la Facultad de Filosofía- penetró hasta lo más hondo, rompiendo y desgarrando los velos de su recato y haciendo que derramara el delicado néctar de su significado. Pero no fue lo mismo, no fue como aquella primera vez.
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No es cierto que la experiencia sea un grado. Para la mayoría de los menesteres y ocupaciones, la experiencia lo es todo, o casi todo, es decir, una barbaridad de grados. Si hay algo que caracteriza a la juventud, este algo, sin lugar a dudas, es la inexperiencia. El joven puede tener la mente repleta de nociones y de conceptos, frutos todos ellos de su paso por los centros de enseñanza, pero aún no ha tenido ocasión de medirlos y de calibrarlos en confrontación con los hechos de la vida. ¿No es la experiencia el resultado del maridaje entre conocimiento y vida? En efecto, conocimiento vivencial, de esto es de lo que se trata. Lo que sí tiene el joven en abundancia es energía, fuerza, ímpetu…, es decir, vida. Tiene tanto de todo esto que da la impresión que no sabe qué hacer con todo ello. Muchos, de hecho, parecen experimentar tanta vitalidad como si de una molesta carga se tratara. Pero, según va pasando el tiempo, notamos cómo el viento helado va marchitando la flor, cómo la cumbre se va cubriendo de nieve, cómo la ley de gravedad va extremando su rigor y cómo, a fin de cuentas, la Vida se va replegando hacia sus cuarteles de invierno. Un buen día abrimos los ojos y reparamos en la ruina en que nos estamos convirtiendo. Resulta que hemos perdido capacidad de audición y que, sin embargo, escuchamos más que nunca; resulta que hemos perdido capacidad de visión y que vemos más que nunca. Nos colocamos frente al espejo y contemplamos dos ojos gachos y opacos, dos ojos en los que ya no brilla esa luz de la inocencia infantil. Son estos ojos los que nos informan de que la Vida que teníamos ha adelgazado de manera considerable, como si un ávido vampiro nos la hubiese ido sorbiendo lentamente, muy lentamente, a lo largo de los años. Hemos ganado en conocimientos, en cultura, en erudición, en inteligencia, en sabiduría y, por supuesto, en experiencia, pero el precio que hemos tenido que pagar es demasiado alto.
Porque donde hay mucha sabiduría, hay mucha molestia; y quien aumenta la ciencia, aumenta el dolor.
Eclesiastés
Poeta ayer, hoy triste y pobre
filósofo trasnochado,
tengo en monedas de cobre
el oro de ayer cambiado.
Machado, Coplas mundanas
Pasa la Vida a nuestro lado. Inculta, primaria, insolente, lasciva…, así es como pasa la vida a nuestro lado, y no podemos evitar el gesto de girar la cabeza para recrearnos con el vaivén de sus caderas.