Queda demostrado, por activa y por pasiva, que no tenemos remedio. Lo que no han podido lograr la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, la ONU y la universalidad democrática, lo han logrado, con una facilidad pasmosa, el Comercio y la Economía. Las aduanas han sido desmanteladas para que el capital pueda circular a toda pastilla a través de las amplísimas autopistas de la información. Internet –como canal- y la lengua inglesa –como código- son los elementos que posibilitan esa dinámica que conocemos con el nombre de Globalización. Y, claro está, a rebufo de la Economía no cesa de llegarnos toda la parafernalia y tota la mercaduría asociada, como un parásito chupóptero y oportunista, a la denominada cultura anglosajona -¡valga el eufemismo!-. ¿Que qué es esto? Sirvámonos de la siguiente comparación para hacernos una idea cabal: la cultura anglosajona –made in USA, fundamentalmente- es a la Cultura –alta cultura en sentido normativo-, lo que el fast food es a la cocina de Ferrán Adriá. O sea: una papilla espesa y humeante, glutamatizada y predigerida, apta al cien por cien para los por nosotros denominados intelectos desdentados. El caso es que aquí tenemos, un año más, la dichosa festividad de Halloween.
Pero, para entender lo que ahora está ocurriendo, es preciso, como siempre ocurre, husmear en los orígenes del asunto. ¿Cuándo se inició ese proceso de aculturización que sólo algunos parecemos lamentar en la actualidad? ¿Cuándo y dónde se manifestó esa primera hinchazón tumoral responsable del declive y del deterioro de nuestra cultura patria y tradicional? Es así de fácil: en la década de los setenta los españoles comenzamos, ya por fin, a sacudirnos de encima el yugo que nos mantenía postrados sobre el terruño y, en consecuencia, a poder disfrutar de las gracias que prodiga a manos llenas el Estado del Bienestar. Primeros vehículos familiares, primeros frigoríficos, primeras vacaciones estivales y, ¿cómo no?, el primer aparato de TV. La televisión, ¡sí, señor!, una ventana abierta en el sanctasanctorum de todos y cada uno de los hogares del país y, además, esa miel de las hojuelas que representa un público devoto, incondicional, receptivo y siempre sumiso. ¡Oh…! La cuadratura del círculo. Nuevamente, lo que no ha logrado la Matemática, lo ha logrado la Economía al enlazar en santo maridaje oferta y demanda, producción y consumo.
Así fue como nos llegó ese personaje siniestro de nariz alcoholada y vestimenta algo más que sospechosa conocido antaño como Papá Noel, alias Santa Claus, y al que hogaño todo el mundo empieza a llamar Santa a secas –quizás por esa ley del mínimo esfuerzo mental que tanto potencian los medios-. En efecto, fue este lobo con piel de cordero de amplia carcajada –tan amplia como falsa-, quien primero consiguió hacerse un hueco en el corazón de todas las familias españolas. Consciente de que los padres están convencidos de que el electrodoméstico televisivo resulta completamente inocuo para sus vástagos, el tal Santa, en connivencia con Disney, fue poco a poco ganándose la voluntad de los otrora reyes de la casa y hoy tiranos. A través de los niños consiguió ganarse la voluntad de las mamás de éstos para, finalmente, a través de éstas ganarse la voluntad de los papás. ¡Pura transitividad! La voluntad de los papás, para quien no lo sepa, siempre se gana de la misma manera. Pregúntenle a Lisístrata, que ella sabe mucho de estas cosas.
Pero lo malo no es que hayamos abierto las puertas a ese simulacro de cultura que es la cultura anglosajona que nos llega de allende de los mares. Si sólo se tratara de esto, la situación no sería tan preocupante y podríamos incluso consolarnos diciendo aquello de mal de muchos… Como prueba de que no somos los únicos, atiendan a la experiencia que les paso a referir: Tarde noche del día 31 de octubre, vísperas de la festividad de Todos los Santos. Zona céntrica de la localidad de Arroyo de la Miel. Niños disfrazados de muertecitos vivientes y de otros engendros dignos del Goya más tenebrista. Papás que colaboran por mor de no privar a la prole de una ocasión más para el disfrute y el despiporre –tienen el consuelo de la inminente cervecita en el bar de la esquina-. Ambiente de fiesta que anticipa la Nochevieja -¿no han reparado en el dato de que todas las fiestas, originariamente distintas, en la actualidad empiezan a parecerse unas a otras más de lo habitual?-. De pronto, allí, en el parque infantil, una niña musulmana con su pañuelito en la cabeza y su traje talar, hasta los tobillos, que juega con otros niños. Todo normal. Sí, todo normal hasta que reparamos en un detalle completamente excepcional. Resulta que la niña en cuestión lleva el rostro pintado de un blanco cadavérico y que de la comisura de sus labios resbala un rimero de carmín que, a todas luces, pretende semejar esa impronta que, como todos sabemos, suele dejar el tradicional y pantagruélico banquete vampírico. ¿No me dirán que la escena no resulta llamativa? Halloween penetrando en el mismo sanctasanctorum del mismísimo Islam. De esto es de lo que se trata. Esta es la prueba taxativa e incontestable de que no hay barrera numantina, ni física ni simbólica, capaz de ofrecer un mínimo de resistencia al imparable tsunami de la Globalización. No hagamos ascos, pues, al consuelo de los tontos.
Lo realmente preocupante del asunto es que, al mismo tiempo que aceptamos lo foráneo –por la sencilla razón de que es foráneo-, estamos largando por la puerta de atrás, la de servicio, las tradiciones culturales específicamente nuestras –por la sencilla razón de que son tradicionales y, sobre todo, por la sencilla razón de que son nuestras-, como si estuviésemos convencidos de que para hacer sitio a lo nuevo es preciso defenestrar lo viejo. Ocurre con esto algo similar a lo que ocurre con los derechos (ver artículo El animalismo como antihumanismo). Los responsables de crear y de propalar la leyenda negra española fueron otros, ¡cierto!, pero hay que reconocer también que somos nosotros, los españoles, quienes más hemos colaborado en su mantenimiento, difusión y fortalecimiento. Es decir, que hemos sido y seguimos siendo sus más fervorosos defensores. Complejo de inferioridad, sentimiento de culpa, Síndrome de Estocolmo,…¡Enfermedad, en suma! España como nación está enferma, ya lo vieron los noventaiochistas, los regeneracionistas, Larra y los ilustrados, incluso el propio Quevedo (Miré los muros de la patria mía,/ si un tiempo fuertes, ya desmoronados…), y no vemos indicios de una mejora inminente. La cuestión que debemos plantearnos es la siguiente: ¿hemos de ampararnos en el consuelo de los tontos también en relación a esto?, ¿es absolutamente necesario renunciar a nuestras tradiciones? Pues no, evidentemente.
Que los mass-media colaboren en el asunto es algo que no nos debería alarmar, pues para eso están. Su cometido fundamental es abrir puertas y rendijas en los aposentos de nuestra intimidad para que el ávido Mercado pueda introducir sus tentáculos. ¿Por qué si no tanto interés en que todos estemos afiliados-contratados-conectados? ¿Por qué si no esa manía de los responsables de educación –de las comunidades más atrasadas- por reemplazar los libros por ordenadores? Control, ésta es la clave.
Pero la pregunta del millón es la siguiente: ¿deben los centros escolares, institutos y universidades colaborar en todo este proceso de aculturización que estamos padeciendo? Es evidente que una de las funciones esenciales que los centros de enseñanza tienen encomendadas es la de lograr la adaptación de los niños y jóvenes al entorno social en el que han de desenvolver sus vidas. Desde esta óptica, educar es, básicamente, socializar. Lo que no parece tan evidente, quizás porque cada vez lo es menos, es que su otra función esencial es la de hacer partícipes a estos mismos educandos de lo que podríamos denominar espíritu de universalidad. En efecto, el sistema educativo está subordinado a una doble finalidad aparentemente contrapuesta: sometimiento a la necesidad que impone el entorno social y liberación de esta misma necesidad. Nadie mejor que Kant para decirlo:
He aquí un principio del arte de la educación que particularmente los hombres que hacen planes de enseñanza deberían tener siempre ante los ojos: no se debe educar a los niños únicamente según el estado presente de la especie humana, sino según su futuro estado posible y mejor, es decir, de acuerdo con la Idea de Humanidad y con su destino total.
Es decir, la educación es la antifatalidad –Savater dixit-.
Consentir que el Mercado introduzca sus largos y pringosos tentáculos hasta el mismo corazón de las aulas es un gesto que ha de ser interpretado como una claudicación ante la necesidad y la fatalidad, es dar por supuesto que ni somos ni debemos ser otra cosa más que un dócil rebaño de borreguitos consumistas.
Con más de uno, pues, habría que imitar el gesto de Cristo cuando, látigo en mano, se dispuso a expulsar a los mercaderes del templo. Y, como el templo del que estamos hablando es la Escuela Pública, no estaría de más que los padres exijamos a los responsables de la educación de nuestros hijos que no bajen la guardia y, sobre todo, que no se conviertan en representantes de los más pedestres intereses mercantilistas.
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