jueves, 10 de noviembre de 2011

INSTRUCCIONES PARA DAR LA MANO COMO DIOS MANDA

   Lo siento, pero es que no lo puedo evitar. Si hay algo que no soporto, si hay algo superior a mis fuerzas, ese algo es tener que dar la mano a quien carece de las nociones más elementales sobre el modo de proceder en estos casos.
   Todo contacto con nuestros semejantes (incluido el que se produce mediante la palabra) supone una intromisión en el ámbito privado de lo personal, de aquí que no esté de más extremar todas las precauciones cuando de relacionarnos con los demás se trata. En el fondo, todo protocolo no deja de ser una profilaxis social con la que se pretende evitar los efectos secundarios y no deseados.  
   Dar la mano como dios manda es todo un arte. Si en el arte la forma es fundamental y básica, entonces para dar la mano la consideración de las formas habrá de resultar igualmente determinante. La clave está en evitar los extremos, es decir, en elegir siempre el término medio, pues sólo evitando lo mucho y lo poco alcanzaremos la armonía y la proporción, que son los fundamentos de la belleza sensible y de la virtud moral.
   Son dos los extremos que se han de evitar cuando de dar la mano se trata:
1)      El extremo en el que incurren quienes confunden la mano con un cascanueces. Generalmente, se trata de individuos aquejados de vigorexia o de adicción malsana al deporte[1] y que, en consecuencia, no pueden evitar interpretar las relaciones sociales sobre el modelo de las competiciones deportivas. Estos sujetos, al tener un concepto de la vida netamente darviniano o competitivo, contemplan el momento de estrechar la mano de algún semejante como una ocasión que ni pintá para demostrar al rival la superioridad de su potencia física. En realidad, aunque ellos no lo sepan, el gesto es del todo equivalente a ese otro que podemos ver en las dehesas andaluzas y extremeñas cuando llega la época de la berrea: lo que algunos bípedos implumes hacen con las manos, los cérvidos lo hacen con los cuernos.
2)      El extremo de quienes carecen de las fuerzas necesarias para soportar el peso de su propia mano. Tenemos la impresión de que hay quienes nos dan la mano con la única intención de encontrar un punto de apoyo firme sobre el que descansar todo el peso de su fatigado cuerpo. Estos individuos, generalmente, te dejan caer una mano inerte, blanda y sudada, una mano que más bien parece un gusano gigantesco atiborrado de fluidos viscosos y purulentos o, si se prefiere, una barra de mortadela recalentada por el sol. Cuando damos la mano a uno de estos, lo habitual es que, acto seguido, nada más sentir el peso muerto que nos confían, respondamos con un acto reflejo consistente en extender el otro brazo para intentar sujetar a quien así nos saluda, convencidos quizás de que justo en ese momento está siendo víctima de un desmayo.

   Pues bien, ni lo uno ni lo otro. Aunque, puestos a elegir, siempre será preferible la primera de las posibilidades analizadas. Entre el ímpetu y la apatía, siempre será preferible el ímpetu.
   Sin embargo, lo mejor de todo es el término medio. Al menos en este caso. Así que busquen lápiz y papel y apréstense a tomar buena nota de los pasos que se han de seguir cuando de dar la mano se trata:
1)      Adelante el brazo correspondiente con decisión, nunca con precipitación, a la par que extiende los dedos de la mano. En esta primera fase del proceso, resulta de capital importancia medir y sincronizar nuestro gesto con el de la persona que ha de ser saludada. Un levísimo retardo por nuestra parte puede ser interpretado como falta de voluntad para el saludo y la precipitación, leve también, como imposición.
2)      Encaje el cuenco de su mano sobre el cuenco de la mano amiga de manera que los dedos pulgares de ambas queden dispuestos en paralelo sobre la parte superior. Un fallo muy común durante esta segunda fase se produce cuando en lugar de hacer lo indicado una de las manos aferra a la otra por el extremo de los dedos sin llegar a completar el proceso. El resultado suele consistir en el establecimiento de un vínculo asimétrico y, por ende, antiestético, que convierte una relación pretendidamente entre iguales en una relación de dominio y subordinación. La mano aferrada de esta manera es siempre la mano sometida.
3)      Ejerza con la mano una presión moderada sobre la mano complementaria y manténgala durante un tiempo prudencial. Es la duración del apretón la variable de la que se sirve la persona saludada para sopesar y valorar en su justa medida el grado de nuestro interés y de nuestra sinceridad. Un apretón de manos fugaz siempre será signo de formalismo frío y protocolario.
4)      Evite siempre sacudir el brazo rítmicamente durante el tiempo que dura el apretón de manos. Una leve oscilación inicial es más que suficiente.
5)      Finalmente, resulta de capital importancia desasirse de la mano amiga como es debido. No respetar el protocolo en este decisivo instante puede dar al traste con todo el proceso y, en ocasiones puntuales, puede acarrear consecuencias diametralmente opuestas a las inicialmente apetecidas, trocándose la amistad en  ofensa. Lo que de ninguna de las maneras se debe hacer es llevarse la mano recién liberada al pernil del pantalón para, acto seguido, limpiarse el sudor o las impurezas que puedan haberle quedado adheridas. Recordar la necesidad de evitar por todos los medios un gesto similar nunca está de más, toda vez que se trata de una reacción completamente espontánea, casi instintiva, es decir, de un gesto que muchos realizan sin apenas darse cuenta.   


[1] Deporte: 1. Desviación parafílica de naturaleza obsesivo-compulsiva, onanista y narcisista, basada en el delirio de atribuir al cuerpo en su conjunto propiedades que son exclusivas del pene. El enfermo que sufre este trastorno está convencido de que su salud y felicidad dependen íntegramente de la repetición periódica y ritualística de determinados movimientos corporales. 2. Espectáculo de naturaleza pornográfica consistente en mostrar públicamente este tipo de prácticas bajo la denominación eufemística de `competiciones´.

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