Una habitación con vistas es una historia de amor circular, dado que termina donde empieza, en una habitación de un hotelito de Florencia que mira al Arno.
El argumento es el siguiente: Lucy y Carlota, su prima solterona, llegan al hotel florentino y se encuentran con la desagradable sorpresa de que la habitación que habían reservado carece de vistas. Durante la cena comentan el incidente con los demás comensales y los Emerson, padre e hijo, ofrecen gentilmente a las damas intercambiar habitaciones, pues la suya sí que goza de estupendas vistas. En un principio la prima solterona rechaza la oferta, pero, posteriormente, tras las insistencias de Lucy, acepta. Es durante estos trámites que se produce el flechazo entre los dos jóvenes protagonistas. Al día siguiente, durante una excursión a la campiña toscana, George comete la desfachatez de besar a Lucy, siendo sorprendidos por la prima de ésta, lo cual provoca la precipitada vuelta a Londres de las dos mujeres.
Ya de vuelta a casa, Cecil, un remilgado y culto dandy, se declara a Lucy y le pide matrimonio, a lo que ésta accede. Pero, mientras tanto, ocurre algo inesperado, y es que los Emerson alquilan una villa para pasar el verano en las inmediaciones de la residencia de la familia de Lucy. Se entabla entonces una relación entre ambas familias que hace que el amor de George por Lucy despierte nuevamente. Al final ésta se da cuenta de que no quiere a Cecil y rompe la relación. En la última escena vemos a los dos amantes sentados en el alféizar de la ventana de la misma habitación con vistas que ya ocupara la joven en un principio.
El tema de la película es el antagonismo entre cultura y naturaleza, entre razón y pasión, entre lo artificial reflexivo y lo natural espontáneo. La rigidez, el formalismo y el puritanismo de la sociedad inglesa durante la era victoriana se aprecian con total nitidez al ser contrastados con la espontaneidad, familiaridad y sensualidad de los italianos, típicos representantes de las gentes del sur. El sur, más que un punto cardinal, es, en este caso, un estado de ánimo o una actitud ante la vida. El sur es relajación, sensualidad, reposo, belleza sensible; y también, en ocasiones, arrebato e ímpetu, violencia y tragedia. Esta otra faceta es la que pretende poner de manifiesto la escena de la pelea callejera, magistralmente introducida por una serie de planos de estatuas en ademán beligerante y con el gesto transido por la ira o por el dolor. Estas dos dimensiones de la vida, deleite sensual y dolor, son, además, lo que Nietzsche llamó “lo dionisiaco”.
Esta tesis se ve confirmada por los comentarios de los propios protagonistas. Así, por ejemplo, la novelista inglesa (Eleanor Lavish) que dice investigar la naturaleza humana afirma que le interesa la “rústica belleza” de los italianos. En la descripción de algunas flores utiliza expresiones como “temeraria rosa” o “impetuoso tulipán”. “Cosas que carecen de delicadeza a veces resultan maravillosas”, dice una de las abuelas en relación a la polémica suscitada por el intercambio de habitaciones y la poca delicadeza del oferente de dicho intercambio. Incluso Lucy manifiesta cierta fascinación por la aventura y el peligro cuando decide salir a pasear sola a pesar de los consejos del joven reverendo: “para ser sensata me hubiera quedado en Summer Street”, llega a replicarle. De hecho, durante la estancia en Florencia se producen tres salidas distintas de las mujeres por las calles e inmediaciones de la ciudad que se pueden equiparar con una especie de experiencia iniciática. Como muy bien sugiere la señorita Lavish en la conversación que tiene lugar durante la cena, hay que salirse de los caminos trillados para conocer con plenitud el país y sus gentes. La experiencia que se pueda tener a través de una ventana no se puede igualar con la que se obtiene directamente sobre el terreno. La primera de estas salidas es la protagonizada por Charlotte y la señorita Lavish, la segunda la que protagoniza Lucy en solitario y que la lleva a presenciar la desagradable riña callejera y, finalmente, la tercera es la excursión colectiva a la campiña, aventura que culmina con la escena en que George recita su credo y besa a continuación a Lucy. Este beso apasionado es la experiencia crucial de la vida de Lucy, pues le hace conocer por primera vez ese mundo de la pasión que hasta ese momento le había estado vedado.
Los personajes se podrían clasificar en tres grupos en función del grado de puritanismo con el que gobiernan sus vidas. En la primera parte (en Florencia), el grado máximo de puritanismo lo encontramos en Charlotte, la prima solterona, y en el reverendo Eager. De vuelta a Londres nos encontramos con Cecil como máximo representante de esta actitud. En el extremo opuesto tenemos a la señorita Lavish y a los Emerson, así como a Freddy, el hermano de Lucy. Y, entre ambos extremos, situada en la encrucijada de la duda, a la propia Lucy, que lucha denodadamente sin saber hacia qué lado de la balanza inclinarse. Al reverendo Beebe le llama la atención la contradicción que observa entre la manera impetuosa y apasionada que tiene Lucy de interpretar a Beethoven y la monotonía de su vida, y predice que cuando su vida y ese temperamento se toquen algo terrible ocurrirá. Ese algo terrible, y maravilloso al mismo tiempo, es la ruptura de su compromiso con Cecil y la caída definitiva en los brazos de la pasión más intensa, esto es, en los brazos de George.
La actitud de George ante la vida podría calificarse de nietzscheana. La embriaguez que le produce el esplendor de la naturaleza le hace recitar “su credo”: “Belleza, Rebeldía, Libertad, Verdad, Vida, Amor”. Y a todo esto sigue un comentario del padre: “está declamando el Sí Eterno”. En otro momento llegar a decir de su hijo que “fue educado libre de todas las supersticiones que conducen a los hombres a odiarse en el nombre de Dios”, y, además, que “no cree en la trascendencia de este mundo”.
Cecil, Charlotte y el reverendo Eager constituyen el colmo del puritanismo y del remilgamiento. Llama la atención el amaneramiento y la afectación con que gobiernan sus vidas, sin hacer ningún tipo de concesión a las inclinaciones sensibles. En ellos no hay un ápice de calor humano o de cercanía a los demás. Todo lo que se dice o se hace tiene que ser controlado y medido. El formalismo de Charlotte a la hora de pagar al cochero es un buen ejemplo de esta actitud. A continuación este formalismo semineurótico se contrasta con la naturalidad de la niña, que llega a calificar la situación de absurda. Otro buen ejemplo de esta artificialidad es la escena en la que Cecil pregunta muy cortésmente a Lucy si la puede besar, mira a los lados a continuación para comprobar que nadie los ve y, mientras se le caen los anteojos, la besa castamente con la puntita de los labios. Esos anteojos están cargados de simbolismo, pues en ellos se resumen la artificialidad de toda cultura y de la propia vida de Cecil. No es por azar que a continuación el director nos ofrezca una escena en la que Lucy rememora el apasionado y sensual beso que George le robó aquel día en medio del florido trigal de la Toscana.
A pesar de tanta mojigatería, posiblemente la escena de mayor carga erótica y sensual de la película sea aquella en la que Charlotte escucha con sumo deleite los chismorreos que le cuenta Lavish sobre aquella dama inglesa que se había fugado con un italiano diez años más joven que ella. El interés que pone en la historia delata la tremenda fuerza de su sensualidad reprimida.
Finalmente, en la escena en la que George, Fredy y el reverendo Beebe se bañan desnudos no es difícil adivinar cierta alusión al tema de la homosexualidad masculina, equiparándose en este caso con la espontaneidad y la naturalidad. Como sabemos, se trata de un tema presente en otros filmes de Ivory. En Las bostonianas, por ejemplo, encontramos un tratamiento indirecto y sumamente sutil de la homosexualidad femenina, cosa esta última que no ocurre en Maurice, donde el tratamiento de la homosexualidad, masculina en este caso, es manifiesta y explícita.
Pero el mensaje que la película pretende transmitir no siempre es detectable a simple vista. Podríamos aventurarnos a decir que en la película las cosas importantes no son siempre aquellas que se dicen abiertamente, sino aquellas que se insinúan o sugieren. En muchas ocasiones habremos de leer entre líneas prestando una especial atención a los detalles, pues Ivory y su equipo manejan como nadie el arte de la sugerencia. El propio título de la película tendría un significado simbólico. El hecho de contemplar la deslumbrante, soleada y sensual ciudad de Florencia a través de una ventana vendría a suponer, para un turista británico de la época victoriana educado en el más estricto puritanismo, la única concesión posible a la relajación y al disfrute sensual, puesto que tal acto supondría un riesgo controlado. Contemplar la ciudad de Florencia aventurándose por sus calles y plazas, lo que hace Lucy en cierto momento, supone dar un paso decisivo, iniciático, en dirección a lo que esa ciudad representa. La experiencia meramente visual de la belleza resulta aséptica y fría, y por ello requiere ser complementada de una manera más amplia y omniabarcante en la que estén implicados todos los restantes sentidos. Durante la salida protagonizada por Charlotte y la señorita Lavish ésta le recomienda a aquélla que aspire profundamente el aroma de la ciudad. El gesto de la mojigata solterona de llevarse un blanco pañuelo a la nariz pone de manifiesto su resistencia a tener un experiencia plena e integral del entorno ¿Qué decir, además, del propio nombre de la protagonista, Lucy Honeychurch? Miel e iglesia, es decir, dulzura y pasión frente a disciplina, moral, contención y conciencia de culpa. Se trata, como es evidente, de los dos extremos ante los cuales se debate Lucy en su indecisión: lo dionisiaco frente a lo apolíneo.
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