domingo, 3 de noviembre de 2013

EROS Y THANATOS EN LA TRILOGÍA TRÁGICA DE FEDERICO GARCÍA LORCA



No hay en el mundo fuerza como la del deseo.
Yerma.

En todos los países la muerte es un fin. Llega y se corren las cortinas. En España, no. En España se levantan. Muchas gentes viven allí entre muros hasta el día en que mueren y los sacan al sol. Un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún otro sitio.
Teoría y juego del duende.
*

    Antes de abordar el asunto que en el título de este trabajo se enuncia es conveniente dilucidar una serie de cuestiones que consideramos de capital importancia. Tres en total. La primera hace referencia al término eros; la segunda a la vinculación dialéctica de éste con su complementario thanatos; la tercera, finalmente, al término tragedia. Vayamos por partes.

   Son muchos los críticos e interpretes que han utilizado el binomio eros-thánatos para ofrecernos una fórmula sintética capaz de expresar el mínimo común denominador -o tema subyacente- en toda la producción poética lorquiana. Después de una lectura atenta de las tres grandes obras dramáticas de nuestro autor no nos queda más remedio que adherirnos a lo dictaminado por el común consenso de los más importantes especialistas. Es rotundamente cierto, sin excepción, que toda la obra del poeta granadino gravita elípticamente en torno a estos dos focos nucleares. Todos los personajes protagonistas que circulan a lo largo y ancho de su producción poética –y Lorca es poeta incluso cuando teoriza- son víctimas de una pasión desatada que los domina y que los empuja irremisiblemente, sin que lo puedan evitar –y, por tanto, sin que se sientan culpables por ello-, hacia una búsqueda desesperada de satisfacción que es, al mismo tiempo, una búsqueda de la realización personal. Podríamos decir que todos siguen el camino de la sangre –de las inclinaciones naturales, del instinto y del deseo- creyendo poder encontrar al final del mismo esa ansiada libertad que durante tanto tiempo les ha sido negada, pero lo que realmente encuentran al final de esta escapada es un muro infranqueable construido piedra a piedra a base de prejuicios, tradiciones absurdas, intransigencia, maledicencia e hipocresía que les impide dar cumplimiento a sus deseos de libertad y realización y que los arroja irremisiblemente en los brazos de la muerte, en los brazos de una muerte que, de esta manera, termina convirtiéndose en la única ocasión para escamotearse del sofocante abrazo de la coerción.
   Ahora bien, de lo anterior se desprende que el primero de los términos del referido binomio –de indiscutible prosapia freudiana y, si se nos apura, schopenhaueriana- debe ser matizado. El peligro radica en la posibilidad de que el término eros se interprete a la manera del amor platónico, como un sentimiento eminentemente espiritual desprovisto de cualquier vinculación con ese torrente oculto y turbio de la pasión más desenfrenada, pues el caso es que Lorca jamás nos habla de amor sin más, de ese Amor puro, etéreo y angelical que va repartiendo venablos a diestro y siniestro, sino, fundamentalmente, de Deseo y de Instinto, de pasión, de una fuerza que posee una intensidad similar a la de un movimiento sísmico, a la de una erupción volcánica o a la de un torrente de aguas salvajes e impetuosas dispuestas a arrasar todas las empalizadas y todos los muros que los hombres tratan de levantar a su paso. Se trata, por tanto, de una fuerza y de una energía de carácter telúrico que nace en los estratos más profundos de la tierra y que, de vez en vez, se apodera del corazón de algunos individuos, actuando a través de la masa de su sangre y del tuétano de sus huesos, para acabar estrellándolos contra el referido muro de la moral y de la intransigencia social. El Deseo, -la Voluntad, el Instinto, la Libido- es un impulso ciego que busca denodadamente su satisfacción y que se caracteriza por poseer una naturaleza eminentemente proteica. Generalmente se concreta como deseo sexual –así ocurre en Bodas de sangre y en La casa de Bernarda Alba-, pero no siempre se trata de esto. En Yerma el deseo sexual existe, pero como medio o condición para la satisfacción del instinto maternal, que es aquí esa fuerza visceral y telúrica de la que hemos dicho que se apodera de la voluntad de ciertos individuos sin que estos puedan hacer nada para librarse de su ciego empuje.
   Así pues, eros es, ante todo, deseo –pasión e instinto-, un impulso irrefrenable que mana del corazón mismo de la voluntad y al que nada puede oponer el débil  raciocinio. Y este deseo, además, aunque gusta de especificarse en forma de sexualidad, también admite otras posibles realizaciones. Los símbolos de los que echa mano Lorca para aludir a este impulso proteico son de todos conocidos. Baste con referir someramente los siguientes: el caballo –Pepe el romano y Leonardo aparecen caracterizados como auténticos centauros; el caballo garañón que da coces contra los gruesos muros del corral amenazando con echarlos abajo…-, el león –ambos personajes masculinos a los que acabamos de aludir son comparados en alguna ocasión con este animal-, torrentes de aguas, fuego –es lo que dicen sentir en sus entrañas las heroínas de todas las tragedias-…

   ¿Qué pretendemos decir cuando afirmamos que entre eros-thanatos existe una relación dialéctica? En primer lugar, que ambos se relacionan como términos antagónicos y contrapuestos, lo cual, por tratarse de algo evidente, no requiere de excesivas explicaciones. En segundo lugar, y esto es lo que en verdad nos interesa destacar, que estos términos se truecan en su opuesto en cuanto exceden determinado umbral de intensidad. Pero obsérvese que no se trata tan sólo de que la búsqueda denodada de la satisfacción del deseo por parte de las mujeres heroínas haya de desembocar necesariamente en la muerte de alguno de los personajes protagonistas –lo cual es meridianamente obvio-, sino también de que la hegemonía absoluta de la muerte crea la más propicia de las situaciones para que ese deseo que parecía definitivamente erradicado comience nuevamente a germinar a partir de la semilla del instinto donde aguardaba agazapado. Cualquier intento de seguir el curso de la sangre conduce irremisiblemente a la muerte, pero si somos lo suficientemente atentos podremos observar cómo ésta resulta del todo impotente de cara a contener el empuje del deseo insatisfecho. Si el destino natural del deseo es la insatisfacción y la muerte, resulta del todo inevitable que ésta experimente lo que podríamos denominar un proceso de erotización creciente.
   Así pues, ambos -deseo y muerte- son los dos principios eternos y universales que luchan entre sí por controlar la voluntad de las indefensas criaturas particulares, de manera similar a como en la cosmología de Empédocles Amor y Odio luchan eternamente y en un ciclo sin fin por hacerse con el control de los cuatro elementos. La hegemonía del Amor da pie a que el Odio, reducido a su mínima expresión, comience a ganar batallas y, con ello, a expandir su dominio, hasta que llega un momento en que las fuerzas se equilibran; pero este estado de equilibrio no puede ser para siempre, pues si hasta entonces la balanza había estado inclinada del lado del Amor, la Justicia Cósmica exige que también el Odio tenga su momento de gloria.
   Pero no se trata tan sólo de esto. En realidad, no es un dualismo dialéctico lo que podemos encontrar en la relación Eros-Thanatos. Sería mucho más correcto hablar de una vinculación esencial entre ambos, esto es, de un monismo originario que se despliega y manifiesta como dualidad. Sólo así, desde la perspectiva del monismo, es posible que se dé ese fenómeno que hemos denominado proceso de erotización creciente de la muerte, ese proceso en cuya virtud la muerte se va apropiando, desde dentro de sí misma, de aquellos rasgos que, desde una óptica dualista y fragmentaria, podríamos considerar privativos de su opuesto. Por la misma regla, hablar de erotización de la muerte exige poder hablar, asimismo, del fenómeno inverso: de una mortificación de lo erótico.
   Es cierto que Lorca utiliza símbolos unívocos y específicos para referirse por separado a cada uno de los términos del binomio. Ya hemos visto algún ejemplo en relación al tema del deseo. Para designar a la muerte se suele servir de imágenes como el caballo, la luna y el agua estancada. Ahora bien, se habrá reparado en que la primera de estas imágenes es la que Lorca gusta de utilizar de manera eminente para hacer referencia a la realidad del deseo. El caballo, por tanto, ha de ser visto como el símbolo de la esencial vinculación dialéctica existente entre Vida y Muerte.
   Todo lo anterior, tal como en su momento señalaron Álvarez de Miranda y tantos otros, tiene mucho que ver con una cosmovisión de tipo naturalista y panteísta vinculada directamente con ese culto pagano a la Gran Madre que fue común en toda la cuenca del Mediterráneo hasta que empezó a ser erradicado tras las primeras invasiones dorias, primero, y tras la difusión del Cristianismo, después. Como sabemos, la tragedia clásica, tal como fraguó en las obras de Ésquilo, Sófocles y Eurípides, es el resultado de la secularización progresiva de este tipo de cultos, unos cultos que, básicamente, consistían en una serie de ritos mediante los cuales el hombre pretendía incidir sobre el curso de los acontecimientos naturales para que estos le resultasen propicios. Quizás el postulado básico para la mentalidad mágica de quienes ponen en práctica este tipo de ritos sea el de la esencial vinculación entre vida y muerte, pero no sólo en el sentido de que la última sea la consecuencia natural de la primera –lo cual es obvio- sino, principalmente, en el sentido de que la muerte cruenta es condición de posibilidad de la vida. La sangre que se derrama tras el sacrificio es bebida por la tierra para con ella crear el abono necesario para las nuevas vidas que han de venir. En Bodas de sangre la Madre rememora ante el Padre de la Novia el momento trágico del asesinato de su esposo y de su hijo mayor haciendo uso de las siguientes palabras: …Me mojé las manos de sangre y me las lamí con la lengua. Porque era mía. Tú no sabes lo que es eso. En una custodia de cristal y topacios pondría yo la tierra empapada por ella. Resulta del todo evidente que lo que aquí tenemos es una adoración de la sangre que nos hace recordar al sacramento de la Eucaristía.

   Eros y Thanatos, como Amor y Odio, son elementos constitutivos de la vida que normalmente solemos encontrar en los individuos repartidos de una manera equilibrada, de manera que ninguno de los dos consigue sobreponerse a su antagónico. Pero hay individuos en los que este equilibrio resulta de una precariedad tal, que llega un momento en que inevitablemente se rompe, abriéndose así las puertas por las que ha de hacer su entrada triunfal la tragedia. El duende, según Lorca, gusta de regodearse en los extremos y no llega si no ve posibilidad de muerte, esto es, de tragedia.
   Con este asunto tocamos por fin la tercera de las cuestiones que al iniciar este escrito nos propusimos dilucidar: ¿Es correcto considerar Bodas de sangre, Yerma y La casa de Bernarda Alba como una trilogía trágica? Antes de responder a esta pregunta es preciso señalar que fue el propio Lorca quien sembró el germen de la polémica al subtitular a la primera de las obras como Tragedia en tres actos y siete cuadros, a la segunda como Poema trágico en tres actos y seis cuadros y a la tercera, finalmente, como Drama de mujeres en los pueblos de España. Nuestra modesta opinión es que las tres obras referidas comparten los ingredientes suficientes y necesarios para ser catalogadas como tragedias: a) individuos que actúan impelidos por una fuerza irracional a la que no son capaces de ofrecer resistencia, b) muerte como desenlace natural del conflicto planteado en escena, y c) existencia, de manera más o menos explícita, de un personaje colectivo o coro que, en el caso del teatro lorquiano, unas veces comenta la acción, otras veces desempeña la función de un personaje más, y otras, finalmente, se limita a aportar elementos líricos y poéticos. El subtítulo Drama de mujeres en los pueblos de España es un dato que se podría explicar apelando o bien al carácter no definitivo del autógrafo conservado, o bien a que el propio autor no hubiese concedido excesiva importancia a una cuestión meramente nominal. En todo caso, sea cual sea la solución al problema planteado, ésta en poco o nada afecta a la cuestión que a lo largo de estas líneas pretendemos despejar. Un tratamiento pormenorizado del asunto merecería un artículo aparte.
*

   Bodas de sangre es una obra redonda. Lo es por su indiscutible perfección formal, pero también, y fundamentalmente, porque termina de una manera similar a como empieza: con el asunto del cuchillo. Ahora bien, si hemos utilizado el adjetivo similar es porque entre comienzo y fin existen una serie de diferencias –poco evidentes, por cierto-que nosotros consideramos de una importancia capital. Vayamos por partes.
   En la primera escena del primer acto presenciamos cómo la Madre maldice a todas las navajas y al “bribón que las inventó”. Luego sabemos que fue una navaja lo que segó la vida de su marido y de su hijo mayor muchos años atrás. Al final de la obra, en cambio, asistimos a una escena en la que la Madre y la Novia realizan a dúo una especie de ritual de adoración del cuchillo mediante la repetición alterna de unos versos que actúan al modo de mantras o, si se prefiere, al modo de oración de alabanza. En virtud de este rito de comunión se produce lo que algún crítico ha denominado apoteosis del cuchillo, pero no solamente esto. También ocurre que ambas mujeres parecen olvidar sus diferencias al acceder a una dimensión en la que Vida y Muerte se les muestra como elementos constitutivos y alternos de una misma y única realidad.
   Todo este asunto del cuchillo estaría construido sobre la base del modelo cristológico. Con el cuchillo ocurre lo mismo que con la cruz, que siendo un instrumento de tortura y muerte es convertido por los hombres en objeto de veneración en tanto que símbolo de la vida eterna.
   Por otra parte, es importante reparar en el dato siguiente: mientras que al principio de la obra el objeto aludido y maldecido es una navaja, al final se nos habla de un cuchillo, que es un instrumento relativamente distinto. ¿Por qué este cambio de denominación? ¿Se trata de un simple descuido del autor o hay alguna intención oculta en todo ello? Nuestra opinión es que la transfiguración de la navaja en cuchillo es algo intencionado que ha de ser visto como un símbolo que oculta un significado de especial relevancia, un significado, para ser precisos, que tiene mucho que ver con el órgano sexual masculino. En efecto, podríamos aventurarnos a decir que la navaja es al cuchillo lo que el pene pueda ser en relación al falo. A pesar de que el Diccionario de la RAE considera ambos términos como sinónimos, el caso es que los contextos en los que cada uno de ellos se suelen utilizar no son, en modo alguno, equivalentes. El primero aparece vinculado de manera muy directa y explícita a lo estrictamente fisiológico; el segundo, en cambio, estaría cargado de una serie de connotaciones que lo vinculan con una sexualidad entendida como ritual sagrado. El pene es el órgano sexual masculino del hombre y de algunos animales que sirve para miccionar y para copular. Esto es correcto. Pero no podemos decir lo mismo del falo. Éste término, a diferencia del anterior, sólo se asocia con la segunda de las funciones referidas. Es más, mientras que el pene puede ser imaginado en estado de reposo o en estado de erección, el falo sólo puede serlo de esta segunda manera. El cuchillo, por tanto, es un símbolo fálico. En tanto que navaja quita la vida, pero en tanto que cuchillo-falo derrama la sangre necesaria para que una nueva vida pueda germinar.
   La ambigüedad de esos versos finales que la Madre y la Novia recitan alternativamente –con alguna pequeña variación- está fuera de toda duda:

Y apenas cabe en la mano,
pero que penetra frío
por las carnes asombradas
y allí se para, en el sitio
donde tiembla enmarañada
la oscura raíz del grito.

   Los términos y sintagmas que aparecen en negrita son aquellos que, según nuestro punto de vista, pueden ser interpretados en un sentido eminentemente sexual. Si limitamos la lectura a lo literal y superficial, resulta evidente que se trata de unos versos en los que se describe el momento en que el puñal penetra en la carne de su víctima para arrancarle la vida a través de su último grito, pero si damos el paso consistente en interpretar los referidos términos en un sentido simbólico –y es evidente que uno de los elementos más característicos de la poética de Lorca es, precisamente, el uso sistemático de símbolos y de metáforas- la lectura en clave sexual resulta inevitable, por lo que tendremos que entender que aquí se está describiendo el acto de la penetración. Pero veamos los equivalentes de cada uno de los términos cargados de simbolismo. En el primer verso se nos indica claramente las dimensiones del instrumento; en el segundo se nos dice que la función del mismo es la de penetrar; en el tercero tenemos conocimiento de cuál es la materia o sustancia que de suyo suele penetrar; por el cuarto sabemos que ese proceso tiene un tope; en el quinto se nos informa de la conmoción que tal acto provoca en la referida sustancia; finalmente, en el sexto y último se nos habla de raíz como origen del grito, como origen de un grito que bien podría ser ese gemido de placer que, por lo general, precede a todo acto de fecundación.
Es      Estos versos finales constituyen el ejemplo más sólido en que apuntalar nuestra hipótesis, pero no es el único que aquí podemos aducir. Unas líneas más arriba de estas palabras finales la Novia compara al cuchillo con un pez sin escamas ni río, queriendo aludir con ello, sin lugar a dudas, a la facilidad con que resbala lúbricamente hacia el interior de la carne. La Mendiga-Muerte, según nos informa el autor mediante el procedimiento de la acotación, al llegar al poblado refiere con profunda delectación el fin trágico de ambos hombres. Las mujeres, por otra parte, al recibir la noticia entonan a coro una especie de oración en la que se establece una identificación entre el dolor que ocasiona la muerte y el placer: Dulces clavos, dulce cruz, dulce nombre de Jesús. Cuando la Novia y Leonardo se encuentran en plena huída, éste le dice a ella: Clavos de luna nos funden mi cintura y tus caderas, a lo que añade el autor la siguiente acotación: Toda esta escena es violenta, llena de gran sensualidad. Entreverar placer y dolor, como sabemos, es lo más característico del sadomasoquismo. Consideramos que en los fragmentos seleccionados existen elementos suficientes como para considerar que la erótica subyacente en la obra se decanta del lado de esta práctica parafílica. Pero, sin lugar a dudas, el fragmento donde esto que decimos se manifiesta de una manera más patente es aquél en que la Madre se dirige al Hijo con estas palabras: Con tu mujer procura estar cariñoso, y si la notaras infatuada o arisca, hazle una caricia que le produzca un poco de daño, un abrazo fuerte, un mordisco y luego un beso suave. Que ella no pueda disgustarse, pero que sienta que tú eres el macho, el amo, el que manda….
   Unas líneas más arriba afirmamos que en la obra de Lorca resulta perceptible lo que entonces llamamos una erotización de la muerte. El Deseo insatisfecho como consecuencia de los obstáculos que le ofrecen la moral y las convenciones sociales sólo puede desembocar en la Muerte, en una muerte que, en el caso de la trilogía que aquí estamos comentando, parece repartirse alternativamente entre los distintos actores protagonistas que intervienen en cada una de las obras. En Bodas de sangre la muerte recae sobre Leonardo, el agente desencadenante del deseo –la muerte del Novio sería lo que eufemísticamente se podría denominar un daño colateral no buscado-; en Yerma muere Juan, quien aquí ha de entenderse como obstáculo para la satisfacción del deseo; finalmente, en La casa de Bernarda Alba la muerte recae sobre Adela, sobre el sujeto de quien se apodera el deseo. Es como si Lorca hubiese querido señalarnos cómo la potente energía del instinto-deseo, insatisfecha como consecuencia de una represión excesiva, se puede convertir en un arma letal para cualquiera de los tres elementos que juegan un papel central en la tragedia: persona-objeto del deseo, persona-obstáculo para la satisfacción del deseo y persona-sujeto de la que éste se apodera.
   En Bodas de sangre, por tanto, nos encontramos con una erotización de la muerte que es la consecuencia directa del hecho de que las personas, una mujer y un hombre en este caso, no puedan vivir libre y espontáneamente sus más perentorios y arraigados deseos. Utilizando una terminología que tomamos prestada al Psicoanálisis, nos atreveríamos a decir que la represión del deseo sexual, en la medida en que sólo puede conducir a la muerte, se apodera de ésta desde dentro operando sobre su fisonomía una serie de modificaciones o inervaciones que sólo la técnica interpretativa psicoanalítica sería capaz de interpretar correctamente.
   La alusión al Psicoanálisis no debe ser vista como algo meramente circunstancial en este estudio. Todo lo que hemos dicho hasta aquí está presente en la doctrina freudiana, en una doctrina, por otra parte, con la que el propio Lorca estuvo relativamente familiarizado. En El malestar en la cultura nos dice Freud que la represión y sublimación de los instintos primarios es lo que crea las condiciones de posibilidad de la cultura y del progreso, pero también nos advierte de que esta misma práctica es la principal responsable de la infelicidad de los hombres. La represión sistemática y desmedida de Eros, nos dice el médico vienés, puede provocar su debilitamiento, con lo que el individuo se queda sin las defensas necesarias para combatir a esa otra fuerza antagónica a la que denomina Thanatos. Pues bien, ¿no es esto mismo lo que parece denunciar nuestro poeta a lo largo y ancho de toda su obra?

   Yerma es, de las tres obras trágicas que estamos comentando aquí, posiblemente la que posee un pathos dramático menos intenso. Su principal punto débil se encuentra al final, en el momento en que Yerma da muerte a su marido Juan mediante el procedimiento del estrangulamiento. No resulta creíble que una mujer, por naturaleza mucho más débil que un hombre, pueda acabar con la vida de su marido mediante un procedimiento similar, y esto es algo que, desde nuestro punto de vista, arruina el efecto dramático que la obra pretende producir en el espectador. Por ello, a pesar de que Lorca ha subtitulado la obra como Poema trágico, la impresión que el espectador se lleva tras asistir a su representación –o tras realizar su lectura- es más bien de tipo tragicómico. Es cierto, no obstante, que estas objeciones quedan relativamente diluidas cuando saltamos del plano real –que es el de lo verosímil- al plano puramente simbólico. Desde este otro punto de vista, Yerma deja de ser una simple mujer maternalmente frustrada para convertirse en la personificación del mismo instinto maternal, en una fuerza de la naturaleza, en puro deseo, y, tal como dice una de las viejas que aquí aparecen, no hay en el mundo fuerza como la del deseo. En este sentido, por tanto, se podría decir que la frustración que experimenta Yerma, en tanto que mujer particular, se apropia de toda la fuerza de ese deseo que no ha podido satisfacer para dirigirla contra su marido Juan, quien en el plano en el que nos estamos moviendo debe ser visto como un símbolo de ese obstáculo que imposibilita la satisfacción.
   En la parte inicial de este trabajo dijimos que hay que tener cuidado con no confundir eros con amor y dijimos también que lo que a Lorca le interesa realmente es el deseo, el instinto y la pasión, que son impulsos mucho más primarios y elementales que el simple amor platónico por encontrarse entroncados directamente con las poderosas e inexorables fuerzas de la naturaleza. De hecho, podríamos decir que en las tragedias del poeta granadino el Deseo desempeña una función similar a la desempeñada por el Destino en la tragedia clásica –de Ésquilo, Sófocles y Eurípides-. Esto que decimos resulta completamente evidente en el diálogo final entre Yerma y Juan que precede a la muerte de éste.

Yerma. ¿Qué buscas?
Juan. A ti te busco. Con la luna estás hermosa.
Yerma. Me buscas como cuando te quieres comer una paloma.
Juan. Bésame…así.
Yerma. Eso nunca. Nunca. (Yerma da un grito y aprieta la garganta de su esposo…).

   En este diálogo queda meridianamente claro que Yerma no se conforma con vivir una vida cómoda y agradable al lado de un hombre que la quiera. Yerma no es una mujer, es la personificación del instinto maternal, un instrumento de esa fuerza imbatible a la que conocemos como Deseo. Juan debe morir porque lo que le ofrece es simplemente amor y afecto, un simple vasito de agua para quien siente un incendio en su propio interior.
   Si en Bodas de sangre la muerte y destrucción recaen sobre la persona-objeto que suscita el deseo, en Yerma, tal como en su momento dijimos, la destrucción se centra en la persona-obstáculo. Este es el factor que explica el hecho de que en Yerma, a diferencia de lo que ocurre con las otras dos tragedias, no podamos hablar de una erotización de la muerte, puesto que para que este fenómeno de inervación se produzca es preciso que el obstáculo que imposibilita la satisfacción permanezca en pie ejerciendo su función represora. Lo que hemos denominado erotización de la muerte sólo es posible cuando el obstáculo es lo suficientemente fuerte como para producir un efecto de rebote en virtud del cual la muerte del personaje tenga que asumir las propiedades del instinto. Tal es lo que ocurre, por ejemplo, en el mencionado pasaje final en el que se entona un canto de alabanza del cuchillo. No obstante lo anterior, es preciso tener en cuenta un dato que es de capital importancia en toda la obra lorquiana: los tres principios omnipresentes en ésta –deseo, obstáculo para su satisfacción y muerte- son eternos e indestructibles. Juan significa un límite y un impedimento para la satisfacción de las ansias que Yerma siente de ser madre, pero se trata de un impedimento menor y secundario, vicario. El obstáculo que pueda suponer la figura de Juan es simplemente una concreción de una especie de Gran Objeción Ontológica que, igual que el Deseo y la Muerte, actúa como un poder trascendental que sólo de una manera muy limitada se actualiza en los individuos o en las colectividades humanas. Por tanto, Yerma sabe perfectamente que la muerte de su marido no le va a reportar ninguna liberación sino, antes bien, una opresión mayor. Ella sabe que cuando se derriba una empalizada lo que ocurre al momento es que otra mayor se levanta en su lugar. En este sentido deben interpretarse las últimas palabras del personaje: …Voy a descansar sin despertarme sobresaltada, para ver si la sangre me anuncia otra sangre nueva. Con el cuerpo seco para siempre. ¿Qué queréis saber? ¡No os acerquéis, porque he matado a mi hijo, yo misma he matado a mi hijo! Al acabar con la vida de su marido ha matado también la poca esperanza que pudiera albergar de ser madre.

   En La casa de Bernarda Alba volvemos a encontrar el referido asunto de la erotización de la muerte, pero, a diferencia de lo que ocurría en Bodas de sangre, en esta ocasión el fenómeno se produce al comienzo de la obra. Recordemos que ésta se inicia con una escena en la que vemos a Bernarda y a sus hijas que acaban de llegar a la casa después de haber dado sepultura al cabeza de familia. A continuación van pasando las vecinas para cumplir con la obligación del pésame -y también con esa otra, mucho más perentoria, del chismorreo y la crítica-. Pues bien, lo primero que llama la atención en esta escena es el hecho de que una situación de profundo pesar por la muerte de un ser querido –lo único que sabemos del fallecido es que sentía cierta inclinación hacia los deleites carnales- aparezca entreverada con una serie de comentarios morbosos atingentes al tema de la sexualidad. Por ejemplo, justo después de despachar a la mendiga, la Criada se desahoga apostrofando al difunto de la siguiente manera: Fastídiate, Antonio María Benavides, tieso con tu traje de paño y tus botas enterizas. ¡Fastídiate! ¡Ya no volverás a levantarme las enaguas detrás de la puerta de tu corral! Un poco después de esto Poncia refiere a Bernarda una conversación oída a los hombres durante el duelo: ¿De qué hablaban?, pregunta Bernarda con curiosidad -¿con morbo quizás?-, a lo que Poncia replica: Hablaban de Paca la Roseta. Anoche ataron a su marido a un pesebre y a ella se la llevaron a la grupa del caballo hasta lo alto del olivar. Pero no solamente se trata de esto. Ya desde un primer momento, a pesar del luto de ocho años impuesto por Bernarda, las hijas se muestran incapaces de contener el deseo que arde en sus entrañas. Es como si el negro y espeso cobertor del luto que Bernarda quiere imponer con mano de hierro no fuese capaz de contener un deseo sexual que por todos los medios trata de abrirse paso aprovechando una serie de rendijas que escapan al control de la tiránica madre: un vestido verde, un abanico de colores, esa choza de coral de la que habla María Josefa, además de toda esa comidilla morbosa que cada dos por tres aflora en la conversación de los personajes.
   A diferencia de lo que ocurre en Bodas de sangre, aquí la muerte recae sobre la persona-sujeto, sobre Adela, quien de las cinco hermanas es la que más vivamente siente en sus entrañas la llamada del Deseo. Este deseo, de hecho, es lo que le aporta la fuerza necesaria para rebelarse contra la autoridad de su madre mediante el gesto de partirle en dos su bastón de mando –símbolo de su poder y de los valores patriarcales que ella defiende con una intensidad de la que no sería capaz el machista más contumaz-. Por unos momentos cree poder alcanzar la tan ansiada liberación, pero con semejante arrebato lo único que consigue es precipitar el trágico desenlace. Los obstáculos, como ya dijimos unas líneas más arriba, son eternos e indestructibles.

*
   Al comentar Bodas de sangre hicimos referencia a la presencia de un esquema cristológico de base más o menos evidente. Pusimos como ejemplo de esto el proceso de transfiguración experimentado por el cuchillo, que de instrumento de muerte y tortura pasa a ser un objeto digno de una veneración casi religiosa. También en la parte introductoria hicimos mención de otro dato especialmente significativo en relación a la cuestión que en estos momentos nos ocupa. Se trata de la escena en la que la Madre refiere a su futuro consuegro que cuando su marido e hijo mayor yacían muertos en la calle ella se mojó las manos en su sangre y se las lamió. Dijimos que en esto hemos de ver una alusión más o menos directa al sacramento de la Eucaristía. Es evidente que la adoración de un instrumento de muerte y que la adoración de la sangre –símbolo de vida, pero también de muerte- son elementos netamente característicos del culto cristiano.
En Yerma, sin embargo, la base cristológica apenas es perceptible, aparece de una manera marginal y, además, diluida en un paganismo de una enorme carga sensual. Esto último, presente asimismo en las otras dos tragedias, aquí se manifiesta con una explicitud total. Al comienzo del segundo cuadro del acto tercero, una Vieja dice: Venís a pedir hijos al santo y resulta que cada año vienen más hombres solos a esta romería. ¿Qué es lo que pasa? Y unas líneas después es una Muchacha quien dice lo siguiente: Más de cuarenta toneles de vino he visto en las espaldas de la ermita. Pero la prueba de cargo a favor de nuestra tesis es el extraño ritual que presencia Yerma y que nos hace recordar a los antiguos cultos paganos vinculados con la fertilidad.
   Donde con mayor claridad se percibe el esquema cristológico es en La casa de Bernarda Alba. Lo que más llama la atención en relación a este asunto son los nombres de algunos de los personajes: la madre de Bernarda se llama María Josefa, un nombre con el que, sin lugar a dudas, se quiere remitir a los padres de Cristo; Poncia, evidentemente, remite a la figura de Poncio Pilatos –tras avisar a Bernarda de lo que está ocurriendo entre sus hijas y tomar nota del poco caso que se le hace decide exonerarse de toda responsabilidad mediante un comentario que nos recuerda al lavatorio de manos del gobernador romano-; los nombres de algunas de las hermanas son, además de una referencia a la situación de opresión en la que viven, una premonición de lo que va a ocurrir –Angustias, Martirio-; finalmente, el apodo con que se conoce a Pepe –símbolo del deseo sexual- también es algo que nos remite a los acontecimientos que tuvieron lugar en la antigua Judea.
   Pero creemos que la clave interpretativa está en la figura de Bernarda Alba. ¿Qué es lo que representa ella dentro de este esquema cristológico? Ella, con ese bastón de mando que quisiera poder transformar en rayo, es una personificación de la autoridad y de la tradición, el elemento responsable de reprimir todo intento de liberación y toda novedad que suponga poner en entredicho los antiguos valores. Por esto, no sería descabellado identificarla con el Sumo Sanedrín y, por tanto, con todos aquellos que hacen suya la imagen de Dios que aparece en el Antiguo Testamento. Desde este punto de vista, pues, La casa de Bernarda Alba podría interpretarse como un alegato a favor de una religión del amor y de la libertad –la representada por Cristo-Adela- y en contra de la antigua religión de la intransigencia y del ojo por ojo –Bernarda-.

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