No hay en el mundo
fuerza como la del deseo.
Yerma.
En todos
los países la muerte es un fin. Llega y se corren las cortinas. En
España, no. En España se levantan. Muchas gentes viven allí entre
muros hasta el día en que mueren y los sacan al sol. Un muerto en
España está más vivo como muerto que en ningún otro sitio.
Teoría y juego del duende.
*
Antes de abordar el
asunto que en el título de este trabajo se enuncia es conveniente
dilucidar una serie de cuestiones que consideramos de capital
importancia. Tres en total. La primera hace referencia al término
eros; la segunda a la vinculación dialéctica de éste con su
complementario thanatos; la tercera, finalmente, al término
tragedia. Vayamos por partes.
Son muchos los
críticos e interpretes que han utilizado el binomio eros-thánatos
para ofrecernos una fórmula sintética capaz de expresar el mínimo
común denominador -o tema subyacente- en toda la producción poética
lorquiana. Después de una lectura atenta de las tres grandes obras
dramáticas de nuestro autor no nos queda más remedio que adherirnos
a lo dictaminado por el común consenso de los más importantes
especialistas. Es rotundamente cierto, sin excepción, que toda la
obra del poeta granadino gravita elípticamente en torno a estos dos
focos nucleares. Todos los personajes protagonistas que circulan a lo
largo y ancho de su producción poética –y Lorca es poeta incluso
cuando teoriza- son víctimas de una pasión desatada que los domina
y que los empuja irremisiblemente, sin que lo puedan evitar –y, por
tanto, sin que se sientan culpables por ello-, hacia una búsqueda
desesperada de satisfacción que es, al mismo tiempo, una búsqueda
de la realización personal. Podríamos decir que todos siguen el
camino de la sangre –de las inclinaciones naturales, del instinto y
del deseo- creyendo poder encontrar al final del mismo esa ansiada
libertad que durante tanto tiempo les ha sido negada, pero lo que
realmente encuentran al final de esta escapada es un muro
infranqueable construido piedra a piedra a base de prejuicios,
tradiciones absurdas, intransigencia, maledicencia e hipocresía que
les impide dar cumplimiento a sus deseos de libertad y realización y
que los arroja irremisiblemente en los brazos de la muerte, en los
brazos de una muerte que, de esta manera, termina convirtiéndose en
la única ocasión para escamotearse del sofocante abrazo de la
coerción.
Ahora bien, de lo
anterior se desprende que el primero de los términos del referido
binomio –de indiscutible prosapia freudiana y, si se nos apura,
schopenhaueriana- debe ser matizado. El peligro radica en la
posibilidad de que el término eros se interprete a la manera
del amor platónico, como un sentimiento eminentemente espiritual
desprovisto de cualquier vinculación con ese torrente oculto y
turbio de la pasión más desenfrenada, pues el caso es que Lorca
jamás nos habla de amor sin más, de ese Amor puro, etéreo y
angelical que va repartiendo venablos a diestro y siniestro, sino,
fundamentalmente, de Deseo y de Instinto, de pasión, de una fuerza
que posee una intensidad similar a la de un movimiento sísmico, a la
de una erupción volcánica o a la de un torrente de aguas salvajes e
impetuosas dispuestas a arrasar todas las empalizadas y todos los
muros que los hombres tratan de levantar a su paso. Se trata, por
tanto, de una fuerza y de una energía de carácter telúrico que
nace en los estratos más profundos de la tierra y que, de vez en
vez, se apodera del corazón de algunos individuos, actuando a través
de la masa de su sangre y del tuétano de sus huesos, para acabar
estrellándolos contra el referido muro de la moral y de la
intransigencia social. El Deseo, -la Voluntad, el Instinto, la
Libido- es un impulso ciego que busca denodadamente su satisfacción
y que se caracteriza por poseer una naturaleza eminentemente
proteica. Generalmente se concreta como deseo sexual –así ocurre
en Bodas de sangre y en La casa de Bernarda Alba-, pero
no siempre se trata de esto. En Yerma el deseo sexual existe,
pero como medio o condición para la satisfacción del instinto
maternal, que es aquí esa fuerza visceral y telúrica de la que
hemos dicho que se apodera de la voluntad de ciertos individuos sin
que estos puedan hacer nada para librarse de su ciego empuje.
Así pues, eros
es, ante todo, deseo –pasión e instinto-, un impulso irrefrenable
que mana del corazón mismo de la voluntad y al que nada puede oponer
el débil raciocinio. Y este deseo, además, aunque gusta de
especificarse en forma de sexualidad, también admite otras posibles
realizaciones. Los símbolos de los que echa mano Lorca para aludir a
este impulso proteico son de todos conocidos. Baste con referir
someramente los siguientes: el caballo –Pepe el romano y Leonardo
aparecen caracterizados como auténticos centauros; el caballo
garañón que da coces contra los gruesos muros del corral amenazando
con echarlos abajo…-, el león –ambos personajes masculinos a los
que acabamos de aludir son comparados en alguna ocasión con este
animal-, torrentes de aguas, fuego –es lo que dicen sentir en sus
entrañas las heroínas de todas las tragedias-…
¿Qué pretendemos
decir cuando afirmamos que entre eros-thanatos existe una
relación dialéctica? En primer lugar, que ambos se relacionan como
términos antagónicos y contrapuestos, lo cual, por tratarse de algo
evidente, no requiere de excesivas explicaciones. En segundo lugar, y
esto es lo que en verdad nos interesa destacar, que estos términos
se truecan en su opuesto en cuanto exceden determinado umbral de
intensidad. Pero obsérvese que no se trata tan sólo de que la
búsqueda denodada de la satisfacción del deseo por parte de las
mujeres heroínas haya de desembocar necesariamente en la muerte de
alguno de los personajes protagonistas –lo cual es meridianamente
obvio-, sino también de que la hegemonía absoluta de la muerte crea
la más propicia de las situaciones para que ese deseo que parecía
definitivamente erradicado comience nuevamente a germinar a partir de
la semilla del instinto donde aguardaba agazapado. Cualquier intento
de seguir el curso de la sangre conduce irremisiblemente a la muerte,
pero si somos lo suficientemente atentos podremos observar cómo ésta
resulta del todo impotente de cara a contener el empuje del deseo
insatisfecho. Si el destino natural del deseo es la insatisfacción y
la muerte, resulta del todo inevitable que ésta experimente lo que
podríamos denominar un proceso de erotización creciente.
Así pues, ambos
-deseo y muerte- son los dos principios eternos y universales que
luchan entre sí por controlar la voluntad de las indefensas
criaturas particulares, de manera similar a como en la cosmología de
Empédocles Amor y Odio luchan eternamente y en un ciclo sin fin por
hacerse con el control de los cuatro elementos. La hegemonía del
Amor da pie a que el Odio, reducido a su mínima expresión, comience
a ganar batallas y, con ello, a expandir su dominio, hasta que llega
un momento en que las fuerzas se equilibran; pero este estado de
equilibrio no puede ser para siempre, pues si hasta entonces la
balanza había estado inclinada del lado del Amor, la Justicia
Cósmica exige que también el Odio tenga su momento de gloria.
Pero no se trata tan
sólo de esto. En realidad, no es un dualismo dialéctico lo que
podemos encontrar en la relación Eros-Thanatos. Sería mucho
más correcto hablar de una vinculación esencial entre ambos, esto
es, de un monismo originario que se despliega y manifiesta como
dualidad. Sólo así, desde la perspectiva del monismo, es posible
que se dé ese fenómeno que hemos denominado proceso de
erotización creciente de la muerte, ese proceso en cuya virtud
la muerte se va apropiando, desde dentro de sí misma, de aquellos
rasgos que, desde una óptica dualista y fragmentaria, podríamos
considerar privativos de su opuesto. Por la misma regla, hablar de
erotización de la muerte exige poder hablar, asimismo, del
fenómeno inverso: de una mortificación de lo erótico.
Es cierto que Lorca
utiliza símbolos unívocos y específicos para referirse por
separado a cada uno de los términos del binomio. Ya hemos visto
algún ejemplo en relación al tema del deseo. Para designar a la
muerte se suele servir de imágenes como el caballo, la luna y el
agua estancada. Ahora bien, se habrá reparado en que la primera de
estas imágenes es la que Lorca gusta de utilizar de manera eminente
para hacer referencia a la realidad del deseo. El caballo, por tanto,
ha de ser visto como el símbolo de la esencial vinculación
dialéctica existente entre Vida y Muerte.
Todo lo anterior,
tal como en su momento señalaron Álvarez de Miranda y tantos otros,
tiene mucho que ver con una cosmovisión de tipo naturalista y
panteísta vinculada directamente con ese culto pagano a la Gran
Madre que fue común en toda la cuenca del Mediterráneo hasta que
empezó a ser erradicado tras las primeras invasiones dorias,
primero, y tras la difusión del Cristianismo, después. Como
sabemos, la tragedia clásica, tal como fraguó en las obras de
Ésquilo, Sófocles y Eurípides, es el resultado de la
secularización progresiva de este tipo de cultos, unos cultos que,
básicamente, consistían en una serie de ritos mediante los cuales
el hombre pretendía incidir sobre el curso de los acontecimientos
naturales para que estos le resultasen propicios. Quizás el
postulado básico para la mentalidad mágica de quienes ponen en
práctica este tipo de ritos sea el de la esencial vinculación entre
vida y muerte, pero no sólo en el sentido de que la última sea la
consecuencia natural de la primera –lo cual es obvio- sino,
principalmente, en el sentido de que la muerte cruenta es condición
de posibilidad de la vida. La sangre que se derrama tras el
sacrificio es bebida por la tierra para con ella crear el abono
necesario para las nuevas vidas que han de venir. En Bodas de
sangre la Madre rememora ante el Padre de la Novia el momento
trágico del asesinato de su esposo y de su hijo mayor haciendo uso
de las siguientes palabras: …Me mojé las manos de sangre y me
las lamí con la lengua. Porque era mía. Tú no sabes lo que es eso.
En una custodia de cristal y topacios pondría yo la tierra empapada
por ella. Resulta del todo evidente que lo que aquí tenemos es
una adoración de la sangre que nos hace recordar al sacramento de la
Eucaristía.
Eros y Thanatos,
como Amor y Odio, son elementos constitutivos de la vida que
normalmente solemos encontrar en los individuos repartidos de una
manera equilibrada, de manera que ninguno de los dos consigue
sobreponerse a su antagónico. Pero hay individuos en los que este
equilibrio resulta de una precariedad tal, que llega un momento en
que inevitablemente se rompe, abriéndose así las puertas por las
que ha de hacer su entrada triunfal la tragedia. El duende, según
Lorca, gusta de regodearse en los extremos y no llega si no ve
posibilidad de muerte, esto es, de tragedia.
Con este asunto
tocamos por fin la tercera de las cuestiones que al iniciar este
escrito nos propusimos dilucidar: ¿Es correcto considerar Bodas
de sangre, Yerma y La casa de Bernarda Alba como
una trilogía trágica? Antes de responder a esta pregunta es preciso
señalar que fue el propio Lorca quien sembró el germen de la
polémica al subtitular a la primera de las obras como Tragedia en
tres actos y siete cuadros, a la segunda como Poema trágico
en tres actos y seis cuadros y a la tercera, finalmente, como
Drama de mujeres en los pueblos de España. Nuestra modesta
opinión es que las tres obras referidas comparten los ingredientes
suficientes y necesarios para ser catalogadas como tragedias: a)
individuos que actúan impelidos por una fuerza irracional a la que
no son capaces de ofrecer resistencia, b) muerte como desenlace
natural del conflicto planteado en escena, y c) existencia, de manera
más o menos explícita, de un personaje colectivo o coro que, en el
caso del teatro lorquiano, unas veces comenta la acción, otras veces
desempeña la función de un personaje más, y otras, finalmente, se
limita a aportar elementos líricos y poéticos. El subtítulo Drama
de mujeres en los pueblos de España es un dato que se podría
explicar apelando o bien al carácter no definitivo del autógrafo
conservado, o bien a que el propio autor no hubiese concedido
excesiva importancia a una cuestión meramente nominal. En todo caso,
sea cual sea la solución al problema planteado, ésta en poco o nada
afecta a la cuestión que a lo largo de estas líneas pretendemos
despejar. Un tratamiento pormenorizado del asunto merecería un
artículo aparte.
*
Bodas de sangre
es una obra redonda. Lo es por su indiscutible perfección formal,
pero también, y fundamentalmente, porque termina de una manera
similar a como empieza: con el asunto del cuchillo. Ahora bien, si
hemos utilizado el adjetivo similar es porque entre comienzo y
fin existen una serie de diferencias –poco evidentes, por
cierto-que nosotros consideramos de una importancia capital. Vayamos
por partes.
En la primera escena
del primer acto presenciamos cómo la Madre maldice a todas las
navajas y al “bribón que las inventó”. Luego sabemos que fue
una navaja lo que segó la vida de su marido y de su hijo mayor
muchos años atrás. Al final de la obra, en cambio, asistimos a una
escena en la que la Madre y la Novia realizan a dúo una especie de
ritual de adoración del cuchillo mediante la repetición alterna de
unos versos que actúan al modo de mantras o, si se prefiere, al modo
de oración de alabanza. En virtud de este rito de comunión se
produce lo que algún crítico ha denominado apoteosis del
cuchillo, pero no solamente esto. También ocurre que ambas
mujeres parecen olvidar sus diferencias al acceder a una dimensión
en la que Vida y Muerte se les muestra como elementos constitutivos y
alternos de una misma y única realidad.
Todo este asunto del
cuchillo estaría construido sobre la base del modelo cristológico.
Con el cuchillo ocurre lo mismo que con la cruz, que siendo un
instrumento de tortura y muerte es convertido por los hombres en
objeto de veneración en tanto que símbolo de la vida eterna.
Por otra parte, es
importante reparar en el dato siguiente: mientras que al principio de
la obra el objeto aludido y maldecido es una navaja, al final se nos
habla de un cuchillo, que es un instrumento relativamente distinto.
¿Por qué este cambio de denominación? ¿Se trata de un simple
descuido del autor o hay alguna intención oculta en todo ello?
Nuestra opinión es que la transfiguración de la navaja en cuchillo
es algo intencionado que ha de ser visto como un símbolo que oculta
un significado de especial relevancia, un significado, para ser
precisos, que tiene mucho que ver con el órgano sexual masculino. En
efecto, podríamos aventurarnos a decir que la navaja es al cuchillo
lo que el pene pueda ser en relación al falo. A pesar de que el
Diccionario de la RAE considera ambos términos como sinónimos, el
caso es que los contextos en los que cada uno de ellos se suelen
utilizar no son, en modo alguno, equivalentes. El primero aparece
vinculado de manera muy directa y explícita a lo estrictamente
fisiológico; el segundo, en cambio, estaría cargado de una serie de
connotaciones que lo vinculan con una sexualidad entendida como
ritual sagrado. El pene es el órgano sexual masculino del hombre y
de algunos animales que sirve para miccionar y para copular. Esto es
correcto. Pero no podemos decir lo mismo del falo. Éste término, a
diferencia del anterior, sólo se asocia con la segunda de las
funciones referidas. Es más, mientras que el pene puede ser
imaginado en estado de reposo o en estado de erección, el falo sólo
puede serlo de esta segunda manera. El cuchillo, por tanto, es un
símbolo fálico. En tanto que navaja quita la vida, pero en tanto
que cuchillo-falo derrama la sangre necesaria para que una nueva vida
pueda germinar.
La ambigüedad de esos
versos finales que la Madre y la Novia recitan alternativamente –con
alguna pequeña variación- está fuera de toda duda:
Y apenas cabe
en la mano,
pero que penetra
frío
por las carnes
asombradas
y allí se
para, en el sitio
donde tiembla
enmarañada
la oscura
raíz del grito.
Los términos y
sintagmas que aparecen en negrita son aquellos que, según nuestro
punto de vista, pueden ser interpretados en un sentido eminentemente
sexual. Si limitamos la lectura a lo literal y superficial, resulta
evidente que se trata de unos versos en los que se describe el
momento en que el puñal penetra en la carne de su víctima para
arrancarle la vida a través de su último grito, pero si damos el
paso consistente en interpretar los referidos términos en un sentido
simbólico –y es evidente que uno de los elementos más
característicos de la poética de Lorca es, precisamente, el uso
sistemático de símbolos y de metáforas- la lectura en clave sexual
resulta inevitable, por lo que tendremos que entender que aquí se
está describiendo el acto de la penetración. Pero veamos los
equivalentes de cada uno de los términos cargados de simbolismo. En
el primer verso se nos indica claramente las dimensiones del
instrumento; en el segundo se nos dice que la función del mismo es
la de penetrar; en el tercero tenemos conocimiento de cuál es la
materia o sustancia que de suyo suele penetrar; por el cuarto sabemos
que ese proceso tiene un tope; en el quinto se nos informa de la
conmoción que tal acto provoca en la referida sustancia; finalmente,
en el sexto y último se nos habla de raíz como origen del grito,
como origen de un grito que bien podría ser ese gemido de placer
que, por lo general, precede a todo acto de fecundación.
Es Estos versos finales constituyen el ejemplo más sólido en
que apuntalar nuestra hipótesis, pero no es el único que aquí
podemos aducir. Unas líneas más arriba de estas palabras finales la
Novia compara al cuchillo con un pez sin escamas ni río,
queriendo aludir con ello, sin lugar a dudas, a la facilidad con que
resbala lúbricamente hacia el interior de la carne. La
Mendiga-Muerte, según nos informa el autor mediante el procedimiento
de la acotación, al llegar al poblado refiere con profunda
delectación el fin trágico de ambos hombres. Las mujeres, por
otra parte, al recibir la noticia entonan a coro una especie de
oración en la que se establece una identificación entre el dolor
que ocasiona la muerte y el placer: Dulces clavos, dulce cruz,
dulce nombre de Jesús. Cuando la Novia y Leonardo se encuentran
en plena huída, éste le dice a ella: Clavos de luna nos funden
mi cintura y tus caderas, a lo que añade el autor la siguiente
acotación: Toda esta escena es violenta, llena de gran
sensualidad. Entreverar placer y dolor, como sabemos, es lo más
característico del sadomasoquismo. Consideramos que en los
fragmentos seleccionados existen elementos suficientes como para
considerar que la erótica subyacente en la obra se decanta del lado
de esta práctica parafílica. Pero, sin lugar a dudas, el fragmento
donde esto que decimos se manifiesta de una manera más patente es
aquél en que la Madre se dirige al Hijo con estas palabras: Con
tu mujer procura estar cariñoso, y si la notaras infatuada o arisca,
hazle una caricia que le produzca un poco de daño, un abrazo fuerte,
un mordisco y luego un beso suave. Que ella no pueda disgustarse,
pero que sienta que tú eres el macho, el amo, el que manda….
Unas líneas más
arriba afirmamos que en la obra de Lorca resulta perceptible lo que
entonces llamamos una erotización de la muerte. El Deseo
insatisfecho como consecuencia de los obstáculos que le ofrecen la
moral y las convenciones sociales sólo puede desembocar en la
Muerte, en una muerte que, en el caso de la trilogía que aquí
estamos comentando, parece repartirse alternativamente entre los
distintos actores protagonistas que intervienen en cada una de las
obras. En Bodas de sangre la muerte recae sobre Leonardo, el
agente desencadenante del deseo –la muerte del Novio sería lo que
eufemísticamente se podría denominar un daño colateral no
buscado-; en Yerma muere Juan, quien aquí ha de entenderse
como obstáculo para la satisfacción del deseo; finalmente, en La
casa de Bernarda Alba la muerte recae sobre Adela, sobre el
sujeto de quien se apodera el deseo. Es como si Lorca hubiese querido
señalarnos cómo la potente energía del instinto-deseo,
insatisfecha como consecuencia de una represión excesiva, se puede
convertir en un arma letal para cualquiera de los tres elementos que
juegan un papel central en la tragedia: persona-objeto del deseo,
persona-obstáculo para la satisfacción del deseo y persona-sujeto
de la que éste se apodera.
En Bodas de sangre,
por tanto, nos encontramos con una erotización de la muerte que es
la consecuencia directa del hecho de que las personas, una mujer y un
hombre en este caso, no puedan vivir libre y espontáneamente sus más
perentorios y arraigados deseos. Utilizando una terminología que
tomamos prestada al Psicoanálisis, nos atreveríamos a decir que la
represión del deseo sexual, en la medida en que sólo puede conducir
a la muerte, se apodera de ésta desde dentro operando sobre su
fisonomía una serie de modificaciones o inervaciones que sólo la
técnica interpretativa psicoanalítica sería capaz de interpretar
correctamente.
La alusión al
Psicoanálisis no debe ser vista como algo meramente circunstancial
en este estudio. Todo lo que hemos dicho hasta aquí está presente
en la doctrina freudiana, en una doctrina, por otra parte, con la que
el propio Lorca estuvo relativamente familiarizado. En El malestar
en la cultura nos dice Freud que la represión y sublimación de
los instintos primarios es lo que crea las condiciones de posibilidad
de la cultura y del progreso, pero también nos advierte de que esta
misma práctica es la principal responsable de la infelicidad de los
hombres. La represión sistemática y desmedida de Eros, nos
dice el médico vienés, puede provocar su debilitamiento, con lo que
el individuo se queda sin las defensas necesarias para combatir a esa
otra fuerza antagónica a la que denomina Thanatos. Pues bien,
¿no es esto mismo lo que parece denunciar nuestro poeta a lo largo y
ancho de toda su obra?
Yerma
es, de las tres obras trágicas que estamos comentando aquí,
posiblemente la que posee un pathos dramático menos intenso.
Su principal punto débil se encuentra al final, en el momento en que
Yerma da muerte a su marido Juan mediante el procedimiento del
estrangulamiento. No resulta creíble que una mujer, por naturaleza
mucho más débil que un hombre, pueda acabar con la vida de su
marido mediante un procedimiento similar, y esto es algo que, desde
nuestro punto de vista, arruina el efecto dramático que la obra
pretende producir en el espectador. Por ello, a pesar de que Lorca ha
subtitulado la obra como Poema trágico, la impresión que el
espectador se lleva tras asistir a su representación –o tras
realizar su lectura- es más bien de tipo tragicómico. Es cierto, no
obstante, que estas objeciones quedan relativamente diluidas cuando
saltamos del plano real –que es el de lo verosímil- al plano
puramente simbólico. Desde este otro punto de vista, Yerma deja de
ser una simple mujer maternalmente frustrada para convertirse en la
personificación del mismo instinto maternal, en una fuerza de la
naturaleza, en puro deseo, y, tal como dice una de las viejas que
aquí aparecen, no hay en el mundo fuerza como la del deseo.
En este sentido, por tanto, se podría decir que la frustración que
experimenta Yerma, en tanto que mujer particular, se apropia de toda
la fuerza de ese deseo que no ha podido satisfacer para dirigirla
contra su marido Juan, quien en el plano en el que nos estamos
moviendo debe ser visto como un símbolo de ese obstáculo que
imposibilita la satisfacción.
En la parte inicial de
este trabajo dijimos que hay que tener cuidado con no confundir eros
con amor y dijimos también que lo que a Lorca le interesa realmente
es el deseo, el instinto y la pasión, que son impulsos mucho más
primarios y elementales que el simple amor platónico por encontrarse
entroncados directamente con las poderosas e inexorables fuerzas de
la naturaleza. De hecho, podríamos decir que en las tragedias del
poeta granadino el Deseo desempeña una función similar a la
desempeñada por el Destino en la tragedia clásica –de Ésquilo,
Sófocles y Eurípides-. Esto que decimos resulta completamente
evidente en el diálogo final entre Yerma y Juan que precede a la
muerte de éste.
Yerma. ¿Qué buscas?
Juan. A ti te busco.
Con la luna estás hermosa.
Yerma. Me buscas como
cuando te quieres comer una paloma.
Juan. Bésame…así.
Yerma. Eso nunca.
Nunca. (Yerma da un grito y aprieta la garganta de su esposo…).
En este diálogo queda
meridianamente claro que Yerma no se conforma con vivir una vida
cómoda y agradable al lado de un hombre que la quiera. Yerma no es
una mujer, es la personificación del instinto maternal, un
instrumento de esa fuerza imbatible a la que conocemos como Deseo.
Juan debe morir porque lo que le ofrece es simplemente amor y afecto,
un simple vasito de agua para quien siente un incendio en su propio
interior.
Si en Bodas de
sangre la muerte y destrucción recaen sobre la persona-objeto
que suscita el deseo, en Yerma, tal como en su momento
dijimos, la destrucción se centra en la persona-obstáculo. Este es
el factor que explica el hecho de que en Yerma, a diferencia
de lo que ocurre con las otras dos tragedias, no podamos hablar de
una erotización de la muerte, puesto que para que este fenómeno de
inervación se produzca es preciso que el obstáculo que imposibilita
la satisfacción permanezca en pie ejerciendo su función represora.
Lo que hemos denominado erotización de la muerte sólo es
posible cuando el obstáculo es lo suficientemente fuerte como para
producir un efecto de rebote en virtud del cual la muerte del
personaje tenga que asumir las propiedades del instinto. Tal es lo
que ocurre, por ejemplo, en el mencionado pasaje final en el que se
entona un canto de alabanza del cuchillo. No obstante lo anterior, es
preciso tener en cuenta un dato que es de capital importancia en toda
la obra lorquiana: los tres principios omnipresentes en ésta –deseo,
obstáculo para su satisfacción y muerte- son eternos e
indestructibles. Juan significa un límite y un impedimento para la
satisfacción de las ansias que Yerma siente de ser madre, pero se
trata de un impedimento menor y secundario, vicario. El obstáculo
que pueda suponer la figura de Juan es simplemente una concreción de
una especie de Gran Objeción Ontológica que, igual que el Deseo y
la Muerte, actúa como un poder trascendental que sólo de una manera
muy limitada se actualiza en los individuos o en las colectividades
humanas. Por tanto, Yerma sabe perfectamente que la muerte de su
marido no le va a reportar ninguna liberación sino, antes bien, una
opresión mayor. Ella sabe que cuando se derriba una empalizada lo
que ocurre al momento es que otra mayor se levanta en su lugar. En
este sentido deben interpretarse las últimas palabras del personaje:
…Voy a descansar sin despertarme sobresaltada, para ver si la
sangre me anuncia otra sangre nueva. Con el cuerpo seco para siempre.
¿Qué queréis saber? ¡No os acerquéis, porque he matado a mi
hijo, yo misma he matado a mi hijo! Al acabar con la vida de su
marido ha matado también la poca esperanza que pudiera albergar de
ser madre.
En La casa de
Bernarda Alba volvemos a encontrar el referido asunto de la
erotización de la muerte, pero, a diferencia de lo que ocurría en
Bodas de sangre, en esta ocasión el fenómeno se produce al
comienzo de la obra. Recordemos que ésta se inicia con una escena en
la que vemos a Bernarda y a sus hijas que acaban de llegar a la casa
después de haber dado sepultura al cabeza de familia. A continuación
van pasando las vecinas para cumplir con la obligación del pésame
-y también con esa otra, mucho más perentoria, del chismorreo y la
crítica-. Pues bien, lo primero que llama la atención en esta
escena es el hecho de que una situación de profundo pesar por la
muerte de un ser querido –lo único que sabemos del fallecido es
que sentía cierta inclinación hacia los deleites carnales- aparezca
entreverada con una serie de comentarios morbosos atingentes al tema
de la sexualidad. Por ejemplo, justo después de despachar a la
mendiga, la Criada se desahoga apostrofando al difunto de la
siguiente manera: Fastídiate, Antonio María Benavides, tieso con
tu traje de paño y tus botas enterizas. ¡Fastídiate! ¡Ya no
volverás a levantarme las enaguas detrás de la puerta de tu corral!
Un poco después de esto Poncia refiere a Bernarda una
conversación oída a los hombres durante el duelo: ¿De qué
hablaban?, pregunta Bernarda con curiosidad -¿con morbo
quizás?-, a lo que Poncia replica: Hablaban de Paca la Roseta.
Anoche ataron a su marido a un pesebre y a ella se la llevaron a la
grupa del caballo hasta lo alto del olivar. Pero no solamente se
trata de esto. Ya desde un primer momento, a pesar del luto de ocho
años impuesto por Bernarda, las hijas se muestran incapaces de
contener el deseo que arde en sus entrañas. Es como si el negro y
espeso cobertor del luto que Bernarda quiere imponer con mano de
hierro no fuese capaz de contener un deseo sexual que por todos los
medios trata de abrirse paso aprovechando una serie de rendijas
que escapan al control de la tiránica madre: un vestido verde, un
abanico de colores, esa choza de coral de la que habla María Josefa,
además de toda esa comidilla morbosa que cada dos por tres aflora en
la conversación de los personajes.
A diferencia de lo que
ocurre en Bodas de sangre, aquí la muerte recae sobre la
persona-sujeto, sobre Adela, quien de las cinco hermanas es la que
más vivamente siente en sus entrañas la llamada del Deseo. Este
deseo, de hecho, es lo que le aporta la fuerza necesaria para
rebelarse contra la autoridad de su madre mediante el gesto de
partirle en dos su bastón de mando –símbolo de su poder y de los
valores patriarcales que ella defiende con una intensidad de la que
no sería capaz el machista más contumaz-. Por unos momentos cree
poder alcanzar la tan ansiada liberación, pero con semejante
arrebato lo único que consigue es precipitar el trágico desenlace.
Los obstáculos, como ya dijimos unas líneas más arriba, son
eternos e indestructibles.
*
Al comentar Bodas
de sangre hicimos referencia a la presencia de un esquema
cristológico de base más o menos evidente. Pusimos como ejemplo de
esto el proceso de transfiguración experimentado por el cuchillo,
que de instrumento de muerte y tortura pasa a ser un objeto digno de
una veneración casi religiosa. También en la parte introductoria
hicimos mención de otro dato especialmente significativo en relación
a la cuestión que en estos momentos nos ocupa. Se trata de la escena
en la que la Madre refiere a su futuro consuegro que cuando su marido
e hijo mayor yacían muertos en la calle ella se mojó las manos en
su sangre y se las lamió. Dijimos que en esto hemos de ver una
alusión más o menos directa al sacramento de la Eucaristía. Es
evidente que la adoración de un instrumento de muerte y que la
adoración de la sangre –símbolo de vida, pero también de muerte-
son elementos netamente característicos del culto cristiano.
En Yerma, sin
embargo, la base cristológica apenas es perceptible, aparece de una
manera marginal y, además, diluida en un paganismo de una enorme
carga sensual. Esto último, presente asimismo en las otras dos
tragedias, aquí se manifiesta con una explicitud total. Al comienzo
del segundo cuadro del acto tercero, una Vieja dice: Venís a
pedir hijos al santo y resulta que cada año vienen más hombres
solos a esta romería. ¿Qué es lo que pasa? Y unas líneas
después es una Muchacha quien dice lo siguiente: Más de cuarenta
toneles de vino he visto en las espaldas de la ermita. Pero la
prueba de cargo a favor de nuestra tesis es el extraño ritual que
presencia Yerma y que nos hace recordar a los antiguos cultos paganos
vinculados con la fertilidad.
Donde con mayor
claridad se percibe el esquema cristológico es en La casa de
Bernarda Alba. Lo que más llama la atención en relación a este
asunto son los nombres de algunos de los personajes: la madre de
Bernarda se llama María Josefa, un nombre con el que, sin lugar a
dudas, se quiere remitir a los padres de Cristo; Poncia,
evidentemente, remite a la figura de Poncio Pilatos –tras avisar a
Bernarda de lo que está ocurriendo entre sus hijas y tomar nota del
poco caso que se le hace decide exonerarse de toda responsabilidad
mediante un comentario que nos recuerda al lavatorio de manos del
gobernador romano-; los nombres de algunas de las hermanas son,
además de una referencia a la situación de opresión en la que
viven, una premonición de lo que va a ocurrir –Angustias,
Martirio-; finalmente, el apodo con que se conoce a Pepe –símbolo
del deseo sexual- también es algo que nos remite a los
acontecimientos que tuvieron lugar en la antigua Judea.
Pero creemos que la
clave interpretativa está en la figura de Bernarda Alba. ¿Qué es
lo que representa ella dentro de este esquema cristológico? Ella,
con ese bastón de mando que quisiera poder transformar en rayo, es
una personificación de la autoridad y de la tradición, el elemento
responsable de reprimir todo intento de liberación y toda novedad
que suponga poner en entredicho los antiguos valores. Por esto, no
sería descabellado identificarla con el Sumo Sanedrín y, por tanto,
con todos aquellos que hacen suya la imagen de Dios que aparece en el
Antiguo Testamento. Desde este punto de vista, pues, La casa de
Bernarda Alba podría interpretarse como un alegato a favor de
una religión del amor y de la libertad –la representada por
Cristo-Adela- y en contra de la antigua religión de la
intransigencia y del ojo por ojo –Bernarda-.
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