jueves, 14 de noviembre de 2013

EL (RE)NACIMIENTO DE LA TRAGEDIA EN LA OBRA DE FEDERICO GARCÍA LORCA



Hondas fueron sus raíces, fresquísimas sus ramas en las que tantos nuevos pájaros cantaron para la poesía española.

Muñoz Rojas, J. A., Amigos y maestros, Pre-textos, p. 105, 1992.

    En las páginas que siguen aspiramos a establecer, en primer lugar, un vínculo de unión entre dos constructos culturales aparentemente diversos y distantes: entre la filosofía primera de Federico Nietzsche y la poesía de corte neopopulista de Federico García Lorca. Ello obedece al convencimiento de que en la obra poética del granadino asistimos a la consumación del proyecto filosófico del alemán, dado que un proyecto tan ambicioso como el suyo, según constatará Heidegger unas décadas después, sólo podía hallar continuidad en el ámbito de lo poético. De entrada, es cierto, nada nos hace pensar que entre uno y otro pueda existir un mínimo común denominador que los emparente de alguna manera, pero una lectura atenta y perspicaz de los escritos de ambos no puede por menos que terminar revelando la existencia de una serie de conexiones y vínculos profundos que los aproximan de una manera insospechada, hermanándolos en el seno de una cosmovisión que podríamos denominar vitalista. Lo ario frente a lo mediterráneo, lo académico frente a lo espontáneo e informal, la misantropía frente a la sociabilidad y la montaña frente al valle y la dehesa son los contrarios que tras una primera consideración nos salen al paso para escamotearnos la común sensibilidad vitalista y el común proceder eminentemente intuitivo. Además de la música. ¿Qué decir del papel capital que la música ha jugado en la vida de ambos Federicos? También pretendemos mostrar cómo esta coincidencia entre ambos iconos de la cultura europea y universal sólo cobra sentido pleno si la contemplamos desde la óptica de la ideología romántica.
    Para comenzar, hemos de prestar atención, por un momento, a la caracterización que los amigos y conocidos más cercanos hicieron en su momento de los dos protagonistas de este ensayo.
Cósima Wagner, en carta a Malwida, dice lo siguiente:

Creo que en Nietzsche hay un oscuro fondo productivo del que él mismo no tiene conocimiento; de ahí procede lo que hay de significativo en él, lo que a él mismo le asusta, mientras que todo lo que él piensa y habla, lo que es diáfano, no tiene realmente mucho valor. Lo telúrico es importante en él, lo solar carente de valor, y a través de la lucha con lo telúrico, atemorizadores e insoportables…, sus grandes pensamientos no le llegan, a buen seguro, del cerebro, sino ¿de dónde? Bueno, quién podría decirlo.


    Dice Salvador Dalí en un fragmento de su Vida secreta:

Aunque advertí enseguida que mis nuevos amigos iban a tomarlo todo de mí sin poder darme nada a cambio (…), por otra parte la personalidad de Federico García Lorca produjo en mí una tremenda impresión. El fenómeno poético en su totalidad y en carne viva surgió súbitamente ante mí hecho carne y hueso, confuso, inyectado de sangre, viscoso y sublime, vibrando con un millar de fuegos de artificio y de biología subterránea, como toda materia dotada de la originalidad de su propia forma.
    Y Vicente Aleixandre:

(…) sus pies se hundían en el tiempo, en los siglos, en la raíz remotísima de la tierra hispánica, hasta no sé dónde, en busca de esa sabiduría profunda que llameaba en sus ojos, que quemaba en sus labios, que encandecía su ceño de inspirado (…) Sólo una remota montaña andaluza sin edad, entrevista en un fondo nocturno, podría entonces hermanársele.

    ¿Qué es lo agrario, lo telúrico, lo natural y lo biológico en Lorca sino distintas maneras de aludir a lo que Nietzsche nombrara, en su obra magna Así habló Zaratustra, mediante el sintagma sentido de la tierra? Ambos creadores, por tanto, estarían hermanados en el primitivo culto a Dionisos; ambos serían egregios representantes de la feligresía que rinde culto y pleitesía a la Vida; ambos, en suma, como enemigos acérrimos de una civilización científico-técnica que, cual rodillo inmisericorde, amenaza con nivelar la faz de la tierra a base de asfalto y de acero inoxidable.

*
    Hablar del sentido de la tierra es lo mismo que hablar de la visión dionisíaca del mundo, que es, a su vez, esa misma que nos transmitieron Esquilo y Sófocles, los dos grandes poetas trágicos de la Grecia Antigua. Visión dionisíaca del mundo significa, en consecuencia, visión trágica o, con la venia de Unamuno, sentimiento trágico de la vida.
    En el año 1871 el joven profesor que entonces era Nietzsche da a luz El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, una obra que, como sabemos, supondría su expulsión del acogedor y cálido ámbito académico y, como contrapartida, su bautismo de fuego en el difícil y precario oficio de la filosofía intempestiva e itinerante. En realidad, la razón de ser del libro es dar a conocer a los hombres la buena noticia (evangelio) que supone el re-nacimiento (epifanía-parusía) de la tragedia antigua en la obra musical de Richard Wagner (auténtico y definitivo mesías), prodigio éste que se habría producido en un lugar santo llamado Bayreuth. La labor de Federico Nietzsche, modesto profesor universitario, se habría limitado a, como otrora hicieran los evangelistas, poner su pluma al servicio de la divulgación del evento y a anunciar la buena nueva. También él, como otros antes que él, hubo de sufrir por ello persecución y martirio.
    Pero toda buena nueva precisa ser incardinada en el tronco de la tradición para poder ser comprendida y aceptada, es decir, exige ser vista como promesa mesiánica y como profecía. Sólo el método genealógico nos permitirá ver de qué manera lo último es la conclusión natural de unos acontecimientos ocurridos illo tempore. Y es por ello que el libro en cuestión deba comenzar, necesariamente, con una caracterización de lo originario, que no es otra cosa que la visión dionisíaca del mundo. Lo característico de esta visión es también lo característico de las primitivas religiones naturalistas y panteístas que habían dominado en toda la cuenca del Mediterráneo hasta el momento de las invasiones de los pueblos dorios de origen ario. Estos pueblos invasores, evidentemente, trajeron consigo una cultura distinta a la existente en los territorios sometidos y, en consecuencia, también una religión igualmente distinta. El panteón de los pueblos mediterráneos era de naturaleza ctónica y panteísta, por lo que los rituales de sus cultos solían estar vinculados con la fertilidad y con los ciclos naturales. El culto a la Gran Madre –concreción y personificación de la potencia genésica de la Naturaleza- posiblemente constituya el rasgo más sobresaliente de esta forma de religiosidad. Pero resulta que el panteón importado por los nuevos amos poco o nada tenía que ver con esto que acabamos de describir de manera somera. Se trataba, antes bien, de un panteón de tipo olímpico y celestial, integrado, por tanto, por divinidades vinculadas con los astros y fenómenos atmosféricos, como el sol, el viento, la luz y el rayo. ¿Cuál fue el resultado de la confrontación de ambos cultos? La historia del Cristianismo y de su difusión a lo largo y ancho del mundo nos proporciona una enseñanza de tremendo valor: una de las primeras medidas que suelen emprender los vencedores y conquistadores cuando arriban a un nuevo territorio es la eliminación, supresión y demonización de la cultura autóctona. Llega un momento, no obstante, -generalmente después de haber sufrido varias derrotas en este terreno-, en que no les queda más remedio que optar por la conciliación y por la asimilación. Cuando no se puede vencer a un enemigo, lo más sensato es incorporarlo en las propias filas. Esto es lo que hicieron, al principio, los romanos con los pueblos bárbaros vecinos. Y esto es también, ¿cómo no?, lo que ocurrió con las dos formas de concebir la divinidad que acabamos de referir, la septentrional y la meridional. El equilibrio entre los principios de lo apolíneo –panteón olímpico- y de lo dionisíaco –panteón ctónico o telúrico- de que nos habla Nietzsche al comienzo de su obra sería, por tanto, el resultado de lo que podríamos denominar una solución de compromiso. Y la tragedia, tal y como fragua en las obras de Esquilo y de Sófocles, representa la más perfecta concreción de este equilibrio tan precario y, a la vez, tan productivo.
    Apolo, en tanto que figura paradigmática de lo que hemos denominado panteón olímpico, es caracterizado por Nietzsche con los siguientes rasgos: sueño, apariencia, luminosidad, espíritu, escultura, medida, proporción y racionalidad. A Dionisos, en cambio, en tanto que figura paradigmática del denominado panteón ctónico, lo caracteriza con estos otros: embriaguez, profundidad, oscuridad, noche, cuerpo, música, desenfreno, desproporción, instinto y pasión.
    En las primeras líneas de El nacimiento de la tragedia nos dice Nietzsche lo siguiente:

(…) esos dos instintos tan diferentes marchan uno al lado del otro, casi siempre en abierta discordia entre sí y excitándose mutuamente a dar a luz frutos nuevos y cada vez más vigorosos, para perpetuar en ellos la lucha de aquella antítesis, sobre la cual sólo en apariencia tiende un puente la común palabra “arte”: hasta que, finalmente, por un milagroso acto metafísico de la “voluntad” helénica, se muestran apareados entre sí, y en ese apareamiento acaban engendrando la obra de arte a la vez dionisíaca y apolínea de la tragedia ática.

    Si lo normal es que cada uno de los instintos marchen cada uno por su lado, la mayor parte del tiempo en abierta discordia, entonces es completamente normal que el ayuntamiento que se constata en la Hélade, entre los siglos VI y V a. C., haya de tener un carácter meramente ocasional y circunstancial. La relación que lo apolíneo mantiene con lo dionisíaco, por tanto, sería similar a la que suelen mantener entre sí los miembros respectivos de los matrimonios o parejas de hecho. Y, tanto es esto así, que podríamos incluso extender el símil hasta el punto de afirmar que la razón principal de que ambos instintos hayan conseguido conferir cierta solidez a su maridaje vendría dada por la lozanía y hermosura del fruto de consuno engendrados, fruto este al que habrían sacrificado los respectivos intereses particulares.
    Pero nada en esta vida es para siempre. Habiendo tiempo de por medio, hasta las relaciones más sólidas terminan haciendo aguas. Si el rasgo distintivo de la tragedia, según hemos dicho, viene dado por la presencia en su mismo corazón de los referidos principios, siempre en equilibrio precario, entonces es fácil colegir bajo qué circunstancias se ha de producir la muerte de ésta: por desequilibrio. Cosa que, por otra parte, no supone excepción alguna a una regla dotada de validez universal. ¿Qué es una enfermedad sino un desequilibrio –desajuste o desarreglo- que se produce en el interior de los seres vivos? La tragedia, de hecho, murió como consecuencia de lo que podríamos denominar crecimiento metastático del componente apolíneo, es decir, por un exceso patológico de racionalismo. Y el responsable directo de que esto ocurriera, según Nietzsche, habría sido Eurípides y su mentor Sócrates.

En Eurípides se da por el contrario una luminosidad contenida, propia de los artistas modernos: su carácter artístico casi no griego se puede concebir del modo más sintético bajo el concepto de socratismo. “Todo ha de ser consciente para ser bello” es el principio de eurípides paralelo al socrático “todo ha de ser sabido para ser bueno”. Eurípides es el poeta del racionalismo socrático. (El pensamiento trágico de los griegos, p. 107)

    Ahora bien, ¿cuáles fueron los elementos específicos responsables del desastre? ¿Qué contenía el veneno que se le administró para que en tan poco tiempo perdiese toda su antigua lozanía y esplendor? Según Nietzsche, fueron dos los ingredientes patógenos responsables del desastre: el prólogo y el recurso al deus ex machina. En la introducción de ambos recursos, de hecho, se cifraría el nacimiento de lo que se ha dado en llamar comedia ática nueva.
    El socratismo, o lo que desde una perspectiva netamente filosófica se denomina ratio socrática, representa la cuña cuyo ímpetu inicial va a escindir el mundo en dos mitades desde entonces consideradas como antagónicas e irreconciliables: mundo inteligible-mundo sensible, espíritu-cuerpo, entendimiento-sensibilidad –o instinto-, cultura académica-cultura popular, etc. De hecho, no sería descabellado el hecho de ver toda la civilización occidental como consecuencia del despliegue progresivo de los implícitos de la ratio socrática.
    Pero, ¿cuál es el lugar que corresponde al componente dionisíaco en todo este proceso? Hemos de recordar que la hegemonía de uno de los principios del mencionado binomio no implica la total supresión de su opuesto antagónico-complementario sino, más bien, su eclipse temporal. No puede ser de otra manera toda vez que se trata de dos potencias artísticas “que brotan de la naturaleza misma” (El nacimiento de la tragedia, pag. 46).
En una conferencia pronunciada por Nietzsche en 1970 y que forma parte de los trabajos preparatorios para El nacimiento de la tragedia, podemos leer lo siguiente:

Ese elemento (del que nació la tragedia) es un potente impulso primaveral que irrumpe con fuerza, una especie de sentimiento de furia y de ímpetu mezclados, como los que sienten todos los pueblos candorosos y toda la naturaleza ante la proximidad de la primavera. Es sabido que también nuestros carnavales y mascaradas son en su origen fiestas de la primavera como ésas (…). Aquí todo es instinto profundo. Aquel terrible entusiasmo dionisíaco de la antigua Grecie encuentra su analogía en los bailarines de San Juan y de San Vito de la Edad Media, que se trasladaban de una ciudad a otra, incrementándose en grandes masas, bailando, saltando, cantando. (…) Nosotros estamos convencidos de que el drama antiguo ha surgido de una plaga popular como ésa, y que la desgracia de las artes modernas es precisamente no haber surgido de esa fuente llena de misterio. (El drama musical griego, pp. 84, 85.).

    Así pues, lo dionisíaco, tras su excomunión y anatematización por parte de la sedicente recta ratio, queda relegado y replegado –reducido a su mínima expresión y en estado de latencia germinal- en el interior de la tierra nutricia de la denostada cultura popular, a la espera de que las circunstancias propicias que generan las grandes fiestas les permitan aflorar y manifestarse por unos días. Lo dionisíaco, si se nos permite el símil, poseería unas virtudes similares a las de esas semillas que, habiendo sido encontradas en los sepulcros de los faraones en el interior de recipientes de arcilla, vuelven a germinar después de varios miles de años en cuanto se les proporciona lo necesario para ello.
    Pues bien, el evangelio que representa El nacimiento de la tragedia1, según dijimos unas líneas más arriba, supone la constatación de que este elemento dionisíaco del que venimos hablando ha conseguido por fin, después de muchos siglos de represión y de exclusión, aflorar a la superficie para hollar unos terrenos que le habían estado vetados desde que se firmara la entente cordiale Eurípides-Sócrates. El afloramiento en cuestión se produjo, primeramente, en el ámbito de la Filosofía de la mano de Schopenhauer; pasaría a continuación al ámbito del Arte, concretamente del musical, de la mano de Wagner; y se desplazaría, finalmente, al de la Religión de la mano de Nietzsche. El mundo como voluntad y representación, el drama musical wagneriano –El anillo del Nibelungo como ejemplo paradigmático- y Así habló Zaratustra son los documentos en los que se trata de dar fe de esta suerte de parusía o segunda y definitiva venida del sagrado principio de la vitalidad.
    Esta imagen trinitaria (Schopenhauer-Wagner-Nietzsche / Moisés-Bautista-Mesías) es la que finalmente terminó cuajando en la mente del propio Nietzsche, pero, como sabemos, El nacimiento de la tragedia es deudor de un esquema, igualmente sacro, pero cualitativamente distinto de éste, de un esquema en el que a Wagner le correspondería desempeñar el papel de Mesías y a él, al propio Nietzsche, el de simple evangelista. Lo que se afirma en esta obra inmadura de juventud es, básicamente, que en la música de Wagner se ha producido el renacimiento de la antigua tragedia o, lo que a fin de cuentas viene a significar lo mismo, que en la música de éste volvemos a encontrar los dos instintos constitutivos de las artes ayuntados en perfecto maridaje y en un mismo plano de igualdad. Pero el caso es que nuestro filósofo no tardaría en darse cuenta de la inmadurez de este su primer escrito serio. Por ello, en el año 1886 se ve obligado a añadir al texto de la tercera edición un Ensayo de autocrítica en el que viene a resumir sus principales defectos: exceso de romanticismo y supeditación a las figuras –y a las ideas- de Schopenhauer y Wagner.
    A la par que Nietzsche entonaba la palinodia de la apostasía, iniciaba su largo peregrinar hacia el sur en pos de la luz y del calor que precisaba para soportar la existencia. Los lugares de su divagación fueron las montañas suizas, Nápoles, Turín, Niza…Una serie de lugares que, desde la óptica de la brumosa Alemania, se le mostraban al filósofo caminante revestidos con los encantos de lo meridional, pero que, desde la óptica propia de los pueblos netamente mediterráneos es inevitable considerar como todavía excesivamente septentrionales. En efecto, el sur elegido por Nietzsche para continuar rastreando la presencia de lo dionisíaco seguía quedando demasiado al norte. También allí la impronta de lo vital había quedado reducida a su mínima expresión tras el paso del rodillo civilizador de la ratio socrática. Hasta que un buen día, al parecer en Niza, después de asistir a una representación de la ópera Carmen, de Bizet, fue objeto de una especie de revelación súbita, similar a la que experimentara cuando, siendo apenas un adolescente de diecisiete años, cayó en sus manos el libro de Schopenhauer El mundo como voluntad y representación. ¡La música, siempre la música! De Nietzsche, un espíritu sensible como pocos, se podría decir que experimentaba la vida sub specie musicae, en el sentido de que para él la piedra de toque con que sopesar el valor de las cosas vendría dada por la capacidad de éstas para metamorfosearse en armonía y melodía. En Carmen, obra donde se recrean –hasta el extremo de la deformación tópica- algunos de los motivos populares españoles de mayor enjundia, barruntó nuestro pensador la presencia de lo dionisíaco, ya no agazapada y cohibida, sino exuberante y desatada, espontánea y superficial. De hecho, sabemos que poco tiempo después haría planes con un amigo para pasar una temporada en Barcelona. El ofuscamiento mental de principios de enero de 1889 truncaría éste y todos sus restantes proyectos.
    La pregunta que cabe hacerse a continuación es la siguiente: ¿qué curso habrían seguido las ideas de Nietzsche en el caso de haber podido disfrutar de una vida más longeva? Jamás sabremos la respuesta. Hemos de conformarnos con simples conjeturas. Aunque, también es cierto que no todas las conjeturas poseen la misma capacidad para lograr adhesiones. A nosotros, particularmente, nos resulta sumamente atractivo suplir mediante la imaginación ese tramo oscuro de sus últimos años con la siguiente secuencia de anécdotas:
    7 de enero de 1889. El profesor Nietzsche y su inseparable amigo Rohde embarcan en el puerto de Nápoles rumbo a Barcelona. Arriban a la ciudad condal apenas cinco días después de haber zarpado y habiendo disfrutado de una apacible travesía. Rápidamente buscan un lugar donde alojarse para, sin tiempo que perder, sumergirse en la maraña de la ciudad vieja: ramblas, catedral, barrio gótico…Pero, tras los primeros contactos con la población nativa no pueden evitar experimentar una molesta sensación de dejà vu. Lo que observan durante esos primeros días se les antoja una variante prosaica de las formas de vida y de la cultura propias del sur de Francia y del norte de Italia. Afortunadamente, antes de que la desilusión terminase de tomar asiento en sus respectivos ánimos, una noche, en una taberna, a sus hiperestésicos oídos llega el rasgar angustiado de una guitarra acompañado de unas voces que, a diferencia de las restantes, parecen proceder de una región distante y remota en el tiempo. Tras informarse debidamente, no sin esfuerzo, deciden proseguir su viaje hacia el sur atravesando los yermos polvorientos que en su día hollara Don Quijote. Valencia, Albacete, Córdoba, Sevilla y, ya por fin, Ronda. Oronda, fidelis et fortis. Montaña y dehesa, cielo y tierra, luz y oscuridad…, pero, sobre todo, el esférico coso, trasunto del sol en la tierra, donde apenas un siglo antes se produjo la hierofanía de lo trágico-dionisíaco después de más de dos mil años de vida larvaria. Este, en efecto, es el gran descubrimiento de Nietzsche y de su amigo Rohde. Después de mucho buscar, después de mucho descartar, llegan a la conclusión de que el lugar elegido por la tragedia para renacer se encuentra situado en el sur del sur, en un lugar de España llamado Andalucía y en un espectáculo de origen popular conocido como corrida por muchos y como tauromaquia por unos pocos. Poco tiempo después sabrán también de la existencia del misterio trinitario de la juerga flamenca –cante, baile y toque-, de esa otra fiesta popular donde no falta ninguno de los elementos de las antiguas representaciones trágicas. Por si lo anterior no fuese suficiente, Nietzsche, quien no soportaba ni el vino ni la cerveza ni el café, descubre que un par de copitas de fino o de manzanilla antes de las comidas no suponen para su delicada salud quebranto alguno.

*

    Hemos tenido que reconstruir imaginativamente lo que pudo haber sido y que, por avatares de la vida, no pudo llegar a ser. Pero hay algo que es mucho más que un mero fruto de la imaginación: la obra poética de Federico García Lorca. Se recordará que unas páginas atrás afirmamos que la producción artística de éste podría considerarse, en buena medida, como una suerte de conclusión natural de los principios contenidos en las tesis que Nietzsche expusiera en la primera etapa de su filosofía, caracterizada, por otra parte, por su supeditación incondicional a los postulados románticos de Schopenhauer y Wagner. Las ideas de Nietzsche, más que conceptos diamantinos y perfilados, piden imágenes, intuición y ritmo, esto es, poesía y, sobre todo, música.
    En el año 1933 Lorca pronunció una conferencia a la que tituló Teoría y juego del duende. En esta conferencia podemos leer lo siguiente:

(…) Este poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica es, en suma, el espíritu de la tierra, el mismo duende que abrazó el corazón de Nietzsche, que lo buscaba en sus formas exteriores sobre el puente Rialto o en la música de Bizet, sin encontrarlo y sin saber que el duende que él perseguía había saltado de los misteriosos griegos a las bailarinas de Cádiz o al dionisíaco grito degollado de la siguiriya de Silverio (Obras Completas, Aguilar, 1969, p. 110)

    En su momento dijimos que la conferencia en cuestión debería ser considerada como el texto donde García Lorca formula los principios fundamentales de su Ars Poetica. Pero no sólo esto. Consideramos, además, que en este fragmento seleccionado se contiene la clave interpretativa de todo su quehacer poético, y ello en la medida en que nos indica de una manera clara y palmaria cuál es el marco teórico en el que hemos de insertar su obra de cara a una correcta valoración e interpretación.
    García Lorca, en primer lugar, sugiere que la búsqueda poética que él mismo emprende coincide en lo fundamental con la búsqueda que en su momento iniciara Federico Nietzsche, es decir, que su obra, como la de éste, gravita en torno a los conceptos de lo trágico-dionisíaco y del sentido de la tierra. Pero, una vez reconocido esta coincidencia y esta deuda, acusa a su predecesor de no haber sido capaz de hallar el auténtico lugar donde en verdad está presente el santo grial de sus desvelos. Ni en Wagner ni en Bizet ni en la Italia culta y civilizada podremos encontrar lo que buscamos. Es preciso mirar más hacia el sur y, sobre todo, más a ras de suelo. Es preciso, nos viene a decir Lorca, olvidarse de los lugares trascendentes –de donde vienen la musa y el ángel- y mirar en dirección a otro más allá que es, al mismo tiempo, un más acá interior e inmanente. A este lugar interior, lugar de residencia del duende, es al que alude nuestro poeta con las expresiones tuétano de los huesos y últimas habitaciones de la sangre. Es decir, el cuerpo frente al espíritu y, al mismo tiempo, cuerpo transfigurado en espíritu a través del arte popular: flamenco –cante y baile- y toros, principalmente.
    Ahora bien, ¿de qué nos habla realmente Lorca, de un renacimiento de lo trágico-dionisíaco o, más bien, de su pervivencia a lo largo de los siglos? Preferimos decantarnos por esto último. Si podemos hablar de ocultamiento en relación al fenómeno de lo trágico-dionisíaco, ello se debe, fundamentalmente, a su pervivencia marginal en el ámbito de la cultura popular de una determinada y específica región de Europa, de una región, por otra parte, casi limítrofe con África. El suyo, por tanto, es el ocultamiento propio de lo marginal. Siendo esto así, el hecho de que muchos de los integrantes del Grupo del 27 aceptaran los postulados de esa nueva corriente populista que surge con el Romanticismo habrá de ser considerado como el factor responsable del renacimiento del interés por lo popular. Poetas como Altolaguirre, Prados, Moreno Villa, Alberti, Lorca y Manuel Machado, con su interés por la cultura popular en general, y por la lírica popular en particular, fueron quienes llamaron la atención sobre el riquísimo filón que yacía oculto y sin aprovechar en este tipo de manifestaciones. Podríamos decir que su mérito principal fue el de tomar una poética –lírica, música, pintura…-, ya entonces agonizante tras siglos y siglos de predominio de formalismo apolíneo, e injertarla en el recio y vigorizante tronco de una cultura popular que hunde sus raíces en la tierra y que, como muy bien viera Lorca, nos habla con la voz de la sangre. Es así cómo el fantasma en que se estaban convirtiendo las llamadas bellas artes consiguió hacerse con un cuerpo por cuya virtud el peligro de la disipación y de la consunción por sublimación extrema fue conjurado. Es así cómo esa corriente de biología subterránea de la que hablaba Dalí al caracterizar la poesía de Lorca pudo ser transfundida en el ya casi exánime cuerpo de las artes, aportándoles así el pálpito y la calidez magmática de que se hallaban necesitadas.
    Estas segundas nupcias entre lo apolíneo –lo formal y académico- y lo dionisíaco –lo sustancial y popular-, como es obvio, no fue un fenómeno privativo del ámbito literario general, o del lírico en particular, ya que puede ser constatado en la práctica totalidad de manifestaciones artísticas. Piénsese, por ejemplo, en el populismo sublimado de la música de un Falla, en la evolución hacia el primitivismo que sigue la pintura de Picasso, en la carnalidad de la arquitectura modernista o en el cine expresionista alemán con su juego simbólico entre luces y sombras. Consideramos que en todos estos casos la operación realizada por el artista se reduce básicamente a lo que hemos mencionado unas líneas más arriba: a injertar el frágil e insustancial tallo en que habían devenido las artes tras siglos de dieta de adelgazamiento en la recia cepa de la cultura tradicional.
    Pero, una vez realizadas estas aclaraciones, hemos de volver al tema que preside este breve estudio. Decíamos que, aunque no lo reconozca de una manera explícita, Lorca considera que es en su obra donde realmente se produce el auténtico reencuentro entre los principios de lo apolíneo y de lo dionisíaco, desavenidos y enemistados desde que Sócrates y Eurípides los separasen mediante el uso sistemático del escalpelo analítico.
Ahora bien, ¿cómo es esta tragedia que, según hemos admitido, renace en la obra poética de Federico García Lorca? ¿Se adapta ésta al mismo esquema compositivo que podemos hallar en las creaciones de Esquilo y de Sófocles? Para poder responder a estas cuestiones lo primero que hemos de hacer es establecer los rasgos distintivos de la tragedia antigua, pues sólo así podremos comprobar qué rasgos característicos de ésta se mantienen en la obra de Lorca, qué otros han desaparecido y, por último, qué aportaciones novedosas se observan en la obra de éste. Como no podemos analizar todas y cada una de las tragedias de los dos máximos representantes del género, nos limitaremos al estudio de una de ellas, Edipo Rey, posiblemente la más señera y representativa dentro del género.
    Las cuestiones que se abordan en la historia de Edipo son las siguientes:
  1. El poder omnímodo de la necesidad. Se trata de una necesidad que actúa como Destino, como una fuerza externa e inesquivable contra la que es inútil rebelarse.
  2. La cortedad y parcialidad del conocimiento meramente teórico.
    Layo y Yocasta, primero, y Edipo, después, intentan por todos los medios evitar que el destino profetizado por el oráculo se llegue a cumplir, es decir, procuran por todos los medios coger las riendas de su propia vida para dirigirla libremente hacia el lugar previamente determinado por su voluntad. Pero al final todos sus esfuerzos resultan baldíos. No se dan cuenta de que cuanto más hacen en pro de evitar el encuentro con su destino, tanto más se le aproximan. Es el carácter parcial e imperfecto del conocimiento teórico lo que nos hace creer que somos libres y dueños de nuestras propias decisiones, que podemos disponer de nuestras vidas a nuestro arbitrio y antojo. Y, si la libertad es una ilusión fruto del carácter imperfecto de nuestras facultades intelectivas, lo propio del sabio tendrá que ser la aceptación estoica de esa necesidad que constituye la atmósfera donde se desenvuelve la vida de los humanos. Finalmente, la aceptación del destino, cuando éste es doloroso, nos abre las puertas de una nueva comprensión de la realidad mucho más certera y profunda que la que nos pudiera proporcionar la mera consideración teórica. La iluminación a través del dolor, esta es la gran enseñanza de la tragedia. El dolor, en tanto que heraldo de la muerte, opera sobre los individuos un efecto de depuración de todo lo accesorio y accidental. El dolor, en virtud de su poder de depuración y de concentración, es lo en verdad hace posible el cumplimiento del precepto socrático: “¡conócete a ti mismo!” (Nota: Sócrates como Janus bifronte. Su vida contradice su teoría. La ratio socrática, con su fijación en los conceptos universales y en las soluciones dialécticas -hay que recordar que donde hay solución dialéctica no es posible la tragedia- es el responsable de la muerte de la tragedia. Pero su vida es otra cosa. Los avatares de su vida son el argumento de una nueva tragedia: aceptación de su destino, comprende que con su muerte está consagrando la pervivencia de sus ideas. Es consciente de la insuficiencia de lo meramente racional. Su daimon le sugiere que cultive la música y la poesía).
    Es el momento de analizar la obra dramática de García Lorca. Pero, antes de entrar en detalles, consideramos conveniente precisar que, desde nuestro punto de vista, toda la obra del poeta responde a un mismo esquema dramático de fondo, no sólo la convencionalmente considerada como propiamente teatral. Del mismo modo que Lorca siempre actúa como poeta, incluso cuando teoriza, también actúa siempre como autor dramático. Las diferencias que pueda haber entre Bodas de sangre y el Romancero gitano son meramente formales, nunca de fondo o sustanciales. Poesía trágica, éste es el sintagma que mejor define la obra del poeta granadino.
    Pero atengámonos a la trilogía trágica formada por Bodas de sangre, Yerma y La casa de Bernarda Alba. En estas tres obras observamos el siguiente esquema de fondo:
  1. La protagonista, pues siempre es una mujer, suele ser víctima de un deseo desaforado que se apropia de su voluntad impeliéndolo a actuar para así hallar satisfacción.
  2. La búsqueda de satisfacción siempre topa con algún impedimento que frustra el intento y que, generalmente, ocasiona la muerte del protagonista o de alguien cercano a éste.
  3. El resultado del proceso es lo que podríamos denominar una erotización de la muerte similar a la que podemos encontrar en la mística cristiana de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa de Jesús o, yéndonos al otro extremo, en la obra del Marqués de Sade (Nota: El erotismo, de Bataille).
  4. Siendo Eros y Thanatos principios igualmente eternos, el triunfo absoluto de uno de ellos coincide con el inicio de su decadencia. Cuanta mayor es la presencia de la muerte, más se muestra su opuesto a su través.
    Así pues, una mujer que busca la satisfacción del deseo que la embarga desde dentro, una realidad exterior –los convencionalismos sociales, un marido, una madre intransigente…- que impide dicha satisfacción y la muerte como conclusión natural del proceso. Pero…-y ésta sería la más importante aportación de Lorca al género dramático-, una muerte que no es final sino principio. España, dice Lorca al final de su conferencia sobre el duende, es el único país, junto a México, donde la muerte no es el final. En todos los países, dice, cuando llega la muerte se corre el telón. En España no. Un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún otro lugar.
   Tampoco deberíamos minusvalorar la importancia del hecho de que los personajes protagonistas de las obras propiamente dramáticas de Lorca sean siempre mujeres. La Novia, Yerma, Adela, Mariana Pineda, la Zapatera, Soledad Montoya…Mujeres todas que se rebelan contra su sino y contra la opresión representada por las cuatro paredes de una casa, por la institución del matrimonio, por el qué dirán o por el sistema político. Es probable que de lo que realmente se trata es de utilizar a la mujer como un símbolo de lo matriarcal, de esa Madre Naturaleza creadora y destructora de todos los fenómenos vitales. La Mujer como símbolo representaría las dos caras opuestas y, al mismo tiempo, complementarias de la religiosidad natural donde vida y muerte –placer y dolor, alegría y pena- se suceden en un ciclo sin fin en consonancia con la sentencia del Zarathustra nietzscheano: “Lo recto miente. Toda verdad es curva”. Prueba de este valor dual de la mujer es el hecho de que en muchas ocasiones ésta aparece como representante o delegada de las fuerzas reaccionarias que impiden la satisfacción del deseo. ¿Qué mejor ejemplo de esto que el personaje de Bernarda Alba?
    Así pues, en la tragedia renacida de Federico García Lorca existirían dos ingredientes fundamentales que no encontramos en la tragedia antigua:
  1. La necesidad, en tanto que trasunto del Destino, es concebida siempre como deseode índole sexual. Se trata, además, de una necesidad que no sólo es interna a los personajes sino intrínseca, esto es, consustancial a su mismo ser y a su misma voluntad. No es algo que se imponga a estos personajes desde fuera, como una suerte de fuerza trascendente que toma posesión de sus voluntades, sino que llega siempre desde dentro, del tuétano de los huesos y de las últimas habitaciones de la sangre, según nos dice el propio Lorca tratando de caracterizar lo diferencial y específico del duende. Destino-Voluntad-Deseo-Instinto-Sexo…, distintos avatares y realizaciones de lo que, en realidad, en el fondo es siempre la misma realidad: el motor que desencadena la acción del personaje protagonista. La filosofía ínsita en la obra del poeta de Fuente Vaqueros, por tanto, es eminentemente vitalista y, si se nos permite la expresión, diríamos que pansexualista, en el sentido freudiano del término.
  1. La idea, más arriba reseñada, que hemos sintetizado en la fórmula erotización dela muerte y que, en el fondo, equivale a decir que Eros y Thanatos, los dos principios constitutivos de la religiosidad natural, mantienen una relación opuesta y complementaria al mismo tiempo. En la tragedia antigua el premio que se obtiene como consecuencia de la aceptación del destino trágico y doloroso es la revelación de una verdad mucho más profunda y precisa que la que se pueda obtener mediante un conocimiento meramente teorético y racional. En el caso de Lorca, tenemos la impresión de que todo se desenvuelve en el nivel de las pasiones y de los deseos y también de que la única recompensa final posible es la fruición mediante el dolor y el sufrimiento. A menos, claro está, que esto último pueda ser interpretado como la única moraleja posible en la experiencia trágica.
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    Una vez demostrada la relación de continuidad entre los postulados del primer Nietzsche y aquellos otros implícitos en el universo poético de García Lorca, es el momento de hacer ver cómo sus constructos respectivos sólo cobran un sentido pleno cuando son contemplados desde la óptica de la ideología romántica.
    El Romanticismo es un movimiento cultural de muy amplio alcance, y ello en el sentido de que su influencia se deja sentir en todas las manifestaciones y niveles de la cultura del momento. El Romanticismo es, en el sentido literal del término, la atmósfera en cuyo seno viven y respiran todas las variantes y modalidades de la cultura, desde las más genéricas a las más específicas. Este nuevo clima para las ideas, como sabemos, obtiene su certificado de nacimiento con el movimiento alemán de finales del XVIII conocido como Sturm und Drang, extendiéndose por la mayor parte de Europa y América durante la primera mitad del XIX. Pero lo que realmente nos interesa de este movimiento es la cesura que introduce dentro de lo que, justo hasta entonces, había sido una evolución continua y progresiva de los acontecimientos históricos y culturales. Y es que el Romanticismo marca un antes y un después en la historia del Occidente, porque lo que a fin de cuentas representa es, básicamente, la constatación de que el despliegue de la ratio socrática no puede ser indefinido o, expresándolo mediante otra fórmula quizás más asequible, la constatación de que el programa de la Ilustración ha fracasado. Lo mismo nos da utilizar una u otra fórmula, puesto que despliegue de la ratio socrática y programa de la Ilustración son expresiones que, a fin de cuentas, aluden a la misma idea. Es más, contemplada la cuestión desde una perspectiva amplia, el Neoclasicismo característico del Iluminismo resultaría un fenómeno equivalente a la mejoría que suelen experimentar los enfermos terminales poco antes de morir. El último momento de lucidez para un Occidente que agoniza o el último avatar en el despliegue del conceptismo y del universalismo socrático, esto es la Ilustración.
Cuando se habla de Renacimiento, todo el mundo piensa en ese otro movimiento que se inicia en la Italia del siglo XV y que se extiende por el resto de Europa durante el XVI. Sólo algún especialista en Historia se vería en la necesidad de matizar la definición para así poder incluir fenómenos como el repunte cultural que se produce durante el período carolingio o aquél otro que datamos en Francia en torno a los siglos XII y XIII. Pero, ¿acaso no es el fenómeno de los ricorsi una constante en la Historia Universal, un fenómeno que se ha producido en multitud de ocasiones? Si no recordamos mal, fue Vico, el filósofo italiano, quien planteó esta hipótesis. Aquí, no obstante, queremos plantear otra hipótesis mucho más extrema y arriesgada que la anterior: ¿por qué no considerar el movimiento romántico como un radical y, quizás definitivo, movimiento renacentista? El rasgo característico de los distintos renacimientos habidos, de los menores y del antonomásico, es la propuesta de retorno a los orígenes. ¡Borrón y cuenta nueva!, éste podría ser su lema. Quien suscribe este tipo de propuesta lo hace, básicamente, tras haber llegado a la conclusión de que el curso de los acontecimientos históricos y culturales ha seguido una dirección errónea que es preciso enmendar. Es desde esta óptica, por ejemplo, desde la que habría que considerar la famosa duda metódica cartesiana en tanto que procedimiento para hallar un punto de partida sólido y firme sobre el que poder sustentar el edificio completo de un saber seguro. Renacimientos, intentos de rectificación, por tanto, son varios los que hemos tenido ocasión de constatar. La diferencia que pueda haber entre unos y otros, por otra parte, radicaría en el grado de intensidad con que se habrían producido, es decir, en el grado de cuestionamiento de la historia y de la cultura inmediatamente precedente. Así, resulta más o menos evidente que el renacer de la cultura clásica localizado en el período de tiempo que va desde el siglo IX al siglo XIII d. c., del que sería deudora la síntesis escolástica de Santo Tomás de Aquino, apenas afectó a la estabilidad del paradigma vigente. Cosa muy distinta, sin embargo, es lo que ocurre con el Renacimiento italiano. El alcance de éste es de tal intensidad que afecta al edificio completo del conocimiento (emancipación de la razón en relación a la fe y desarrollo del método experimental), a la organización social (emergencia de la burguesía y decadencia del sistema feudal), a la organización política (nacimiento de los estados modernos), a la religión (Reforma Protestante), etc. En el siglo XVI se establecen los fundamentos que harán posible el surgimiento de un mundo cualitativamente distinto del que habíamos conocido hasta entonces. Ahora bien, a pesar de la enorme importancia de los cambios, hay algo de fundamental importancia que el movimiento renacentista no cuestiona: la racionalidad misma sobre la que nuestra civilización se ha venido sustentando, esa misma racionalidad a la que unas líneas más arriba hemos aludido con la expresión ratio socrática. La duda metódica a la que hemos hecho referencia afecta, según hemos dicho, al edificio, pero sólo de manera aparente a los cimientos. La renovación operada por los distintos renacimientos siempre ha sido parcial, incluso la del siglo XVI, debido a que nunca, hasta principios del siglo XIX, se ha cuestionado el postulado racionalista sobre el que se sustenta nuestra cultura. La razón de que no reconozcamos el Romanticismo como una radicalización de lo específico del Renacimiento radica en que el alcance de su cuestionamiento, en tanto afecta al postulado racionalista básico, genera una cosmovisión radicalmente distinta que es aquélla en la que nos hallamos instalados.
    Nuestra civilización occidental es como una planta majestuosa que ha brotado toda ella a partir del germen originario de la ratio socrática, algo que resulta, a su vez, de una suerte de hipertrofia del elemento apolíneo-formal del que ya habláramos en su momento. Pero esta planta trepadora, alimentada de su propia soberbia, ha crecido en demasía y, como consecuencia, se ha ido progresivamente distanciando del humus nutritivo del que depende su sustento. Llega un momento, tras siglos de autogeneración, en que su enorme envergadura ya no le permite seguir avanzando ni producir frutos lo suficientemente suculentos y atractivos. Su inestabilidad es tal que cualquier pequeña tormenta puede dar con ella por los suelos. Luego…, sólo queda una solución: la poda. Si queremos lozanía y esplendor en los frutos, si queremos estabilidad y seguridad, es preciso podar la planta a ras de suelo, apenas unos centímetros por encima de las raíces. Pues bien, esta labor de poda y de retorno a la raíz es lo que realmente significa la irrupción del Romanticismo en el ámbito de esta nuestra cultura occidental. El Romanticismo, en tanto que renacimiento llevado a sus últimas consecuencias, es una radicalización en el sentido literal del término, esto es, una vuelta a la raíz y a ese momento anterior a la propia raíz en que los dos principios germinales de lo apolíneo y de lo dionisíaco se fusionan en indisoluble maridaje para dar lugar al cigoto del que todo procede. Esto originario es lo que Dalí denomina biología subterránea.
    Nos hemos servido de la metáfora de la poda para ejemplificar la radicalidad del poder disolvente del Romanticismo en relación a toda esa cultura precedente que se origina en Grecia en torno al siglo V a. C. Pero, dada la importancia del fenómeno, todos los intentos de dilucidación del mismo habrán de parecernos insuficientes.
    Schopenhauer, primero, y Nietzsche, después, al alimón con sus adláteres Marx y Freud, serán los responsables de llevar a cabo esta labor de poda y de regeneración. Aunque, si hemos de ser justos, no nos queda más remedio que mencionar a David Hume, quien, según nuestra modesta opinión, sentó las bases del vitalismo materialista característico de los anteriores al afirmar que la función principal de la razón es la de suministrar a las pasiones los medios que éstas necesitan para verse satisfechas. (Nota). Nietzsche, por ejemplo, cuando quiere aludir al fenómeno, suele recurrir a una serie de expresiones que son recurrentes en su obra: ocaso de los ídolos, genealogía y muerte de Dios. A fin de cuentas, la labor de Nietzsche, en lo básico, consiste en denunciar la insuficiencia de la crítica de la tradición llevada a cabo por el Racionalismo y el Empirismo, primero, y por el Idealismo –como síntesis de ambos-, después. Lo que Nietzsche reprocha a todos los pensadores que le han precedido es su falta de valor y de arrestos de cara a llevar hasta sus últimas consecuencias una crítica demoledora de la tradición. Según él, todos se quedan cortos porque la Verdad que vislumbran del lado del más acá se les antoja aterradora. Y de aquí, por otra parte, que insista tanto en la necesidad de mirar fijamente los ojos de la Medusa. El gran handicap de Descartes fue su cobardía. Para embarcarse en su aventura de deconstrucción tuvo primero que vacunarse con el antídoto de la moral provisional. Luego, para conjurar el miedo que le produjo la contemplación del horripilante rostro del Nihilismo, tuvo que echar mano del siempre socorrido Deus ex machina, tal y como dos mil años antes hiciera su igual Eurípides.
    Poda, reducción fenomenológica, deconstrucción, desublimación y radicalización. Estos son los términos de que hemos de servirnos para mejor comprender qué supuso el movimiento romántico en relación a la cultura precedente.
    Pero, ¿qué nos queda después de haber sometido nuestra cultura a esta suerte de rapado al cero? El fundamento, la base, eso que los griegos llamaron arché y que no es otra cosa que la Vida entendida como principio creador y como fuerza metaforizante. La Vida es la causa primera de todas las cosas y, al mismo tiempo, la causa última. Es causa eficiente porque de ella parte la energía que se precisa para crear; es causa material porque crea a partir de sí misma, como una Gran Madre; es causa formal porque los modelos arquetípicos de todas las cosas son inmanentes a la propia Vida; y es causa final porque su razón de ser es perpetuarse a sí misma.
    Ahora bien, la Vida nunca podrá ser percibida tal y como es en sí misma. Nuestra visión de la misma siempre estará mediatizada por las formas, más o menos cristalizadas, que continuamente forja en un proceso sin fin de creación y destrucción. Esto significa, evidentemente, que a la Vida le gusta disfrazarse y mostrarse al través de las máscaras de la cultura o, lo que viene a significar lo mismo, que la relación que podamos entablar con el Principio de Todas las Cosas siempre estará amortiguado por alguna forma de cultura, por muy rudimentaria que ésta sea.
    Y esta cultura rudimentaria e incipiente, en la medida en que coincide con la denominada cultura popular, es lo que a nosotros más nos puede interesar. Por cultura popular entendemos el mínimo común denominador de cualquier otra forma de cultura, es decir, su fundamento y condición de posibilidad. Si para elaborar los perfumes más delicados y exclusivos hemos de partir de la materia prima que representan las flores y otras sustancias y hemos de pasar por un proceso de macerado, de fermentación y de destilado, con los frutos de la denominada alta cultura ocurriría algo similar. La diferencia es que la base y el punto de partida es, precisamente, la referida cultura popular. La densidad y solidez de esta forma de cultura es tal, que, por regla general, es lo único que permanece cuando las grandes crisis y revoluciones derriban y laminan los grandes constructos hegemónicos en cada época de la historia.
    La cultura popular es el recio tocón nudoso y espinoso que queda después de haber podado a conciencia el exuberante y, por ende, frágil ramaje de esa planta trepadora que es nuestra cultura. Si lo popular es sólido, estable, inmediato y común, lo académico es frágil, volátil, mediato y exclusivo. La cultura popular es aquélla que ha sido asimilada por el pueblo a lo largo de los siglos y de los milenios en una suerte de proceso de sedimentación, es la estalagmita que se yergue, de manera lenta pero segura, aprovechando la sustancia residual procedente de la espiritual, prestigiosa –y frágil- estalactita. El edificio de la cultura académica siempre nos ha provocado un sentimiento de asombro y admiración, pero, si queremos ser realistas, habremos de reconocer que tras fachada tan deslumbrante, tal y como ocurría con los antiguos teatros griegos y romanos, se suele ocultar la nada. El prestigio de la apariencia es lo primero que se evapora cuando hacemos uso de la piedra de toque que para la cultura significa la Vida. Y es que la diferencia entre cultura popular y cultura académica, a fin de cuentas, se reduce a una cuestión de ley, esto es, a una cuestión de grado de autenticidad. Se trata, por tanto, de elegir entre dos procedimientos diametralmente opuestos: sedimentación y sublimación. La cultura popular es consecuencia del primero, la académica del segundo.
    El interés del movimiento romántico por la cultura popular, que, paradójicamente, poco tiempo después va a desembocar en el nacimiento de una nueva disciplina académica conocida como Folclore, es la consecuencia de toda esta labor de poda o, si se prefiere, de epoché fenomenológica. Si las más excelsas y sublimes construcciones del espíritu humano han dado sobradas muestras de su inconsistencia y vacuidad, si la filosofía del martillo ha demostrado, por activa y por pasiva, que dichas construcciones no son más que ostentosos castillos hinchables, es completamente normal que los hasta entonces eruditos y académicos tengan que parar mientes en lo único que se les muestra firme y seguro: la cultura popular. Es así como nacen todos esos movimientos populistas que, andando el tiempo, van a ser los responsables del surgimiento de nuevas naciones e imperios bajo el lema de: ¡Una lengua, una nación! Porque, ¿qué es el populismo sino una suerte de religión profana que sustituye a Dios Padre por el Estado-Nación, a Dios Hijo por el caudillo carismático responsable de dirigir al pueblo hacia la tierra prometida de la liberación y de la independencia, y al Espíritu Santo por la lengua, sede del enigmático volkgeist? Pero, evidentemente, no son estas las derivaciones que nos puedan interesar de cara a la dilucidación del asunto que nos traemos entre manos. Lo que nos interesa, antes bien, es esa nueva consideración de la cultura popular que da como resultado el nacimiento del Folclore como disciplina científica y académica, ya que es en esta orientación ideológica la que nos puede ayudar a arrojar luz sobre los constructos culturales de Federico Nietzsche y de Federico García Lorca. Para Nietzsche, entroncar con lo popular significa, ante todo, tener en cuenta el componente trágico y dionisíaco latente en la cultura popular de cara a las ulteriores –y siempre efímeras- elaboraciones culturales. Para Lorca, de igual modo, se trata de restablecer el vínculo subterráneo que conecta lo popular con lo más elaborado desde el punto de vista artístico para de esta manera garantizar su lozanía, actualidad e inmediatez. Cultura inmediata significa cultura fiel al sentido de la tierra, cultura consciente de su carácter temporal, cultura común y, en suma, cultura que no miente.

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    El destino de los distintos proyectos aparecidos a lo largo de la historia tras la correspondiente revolución-renacimiento es la traición. Y, ¿cómo no?, el del Romanticismo, en tanto que radicalización de los postulados del Renacimiento, no puede ser distinto a los restantes. No obstante estas coincidencias, en el después del movimiento romántico es constatable una novedad que no parece darse en los después precedentes: una cierta falta de virilidad, una cierta disfunción en los mecanismos de creación, un cierto hartazgo y conformismo. El mundo contemporáneo, que nace a la par que el Romanticismo –y, en buena medida, como consecuencia suya-, es un mundo cuyo principal rasgo distintivo es el crecimiento por acumulación y yuxtaposición, un nuevo mundo que, a diferencia del viejo, invierte todas sus energías en dilatar los márgenes de su ámbito de acción e influencia a lo largo y ancho del globo. La acción y el efecto de esta tendencia es lo que conocemos con el nombre de globalización. Es cierto que en los primeros momentos surgieron movimientos fuertes y combativos que generaron un discurso omniabarcante y que aspiraban a transformar completamente la realidad –tal es el caso, por ejemplo, del marxismo-; es cierto que un tiempo después se optó por la fragmentación y la dispersión en una miríada de miniconstructos destinados a coexistir dentro de un mismo plano y en un mismo nivel de igualdad; pero, hoy por hoy, no nos queda más remedio que aceptar que tras los grandes acontecimientos de la Historia Contemporánea actúa siempre uno y el mismo principio: la globalización niveladora y homogeneizadora.
    El Romanticismo marca el principio del fin de la Historia tal y como ésta había sido entendida hasta su irrupción. Nada de torres de Babel en el corazón de la vieja Europa. La torre debe ser derruida y los ladrillos de la demolición reutilizados para pavimentar las calles del mundo circundante, desde las Antípodas hasta Reijavik, desde el Estrecho de Bering a la Patagonia. Para llevar a buen puerto un proyecto similar es preciso que renunciemos a las alturas sublimes y a las fascinantes profundidades y es preciso que renunciemos al futuro y al pasado. Aquí, a nivel de la superficie, y ahora –hic et nunc, dirían los clásicos-, este es el lema de los nuevos tiempos.
    El reencuentro con lo popular propugnado por el Romanticismo no ha contado con el contrapeso de la iniciativa para forjar un nuevo mundo y, cuando se opta por lo popular a la par que se renuncia a la sublimación metaforizante sobre su base, el resultado es un mundo prosaico, chato, superficial y chabacano, un mundo carente de relieve y donde todo es igual a todo (Nota: en los regímenes democráticos, la superficie es lo más profundo). Este es el reino del último hombre nietzscheano, del hombre común, adocenado e indiferente que se sirve de una suerte de culto autoidolátrico de naturaleza hedonista –y onanista- para conjurar el espanto que le ocasionaría el hecho de asumir las implicaciones eminentemente trágicas que se derivan del fenómeno de la muerte de Dios, que no es otra cosa que la carencia de sentido para la vida. De hecho, ¿qué es el consumismo de los países desarrollados sino la anestesia con que intentamos en vano mitigar la angustia existencial que a todos nos atenaza de continuo?, ¿qué es sino un ritual obsesivo-compulsivo destinado a proporcionarnos un sucedáneo de inmortalidad?
    Ha pasado mucho tiempo desde que el mundo actual dejó de prestar atención a la llamada del más allá, a lo ido y a lo por venir, para focalizar todo su interés en la obtención del disfrute en el aquí y ahora. El mundo actual ha devenido un inmenso supermercado repleto de artículos que, a través del sortilegio de la publicidad y del marketing, usurpan continuamente el primer plano de nuestros intereses. De esta manera, los medios asumen la condición de fines y, en consecuencia, estos fines quedan completamente eclipsados para la inmensa mayoría. Y esto, precisamente, es lo realmente preocupante de esta nueva manera de relacionarse con la realidad –o no tan nueva-: el hecho de que lo que no comparece investido con las cualidades de la mercancía haya de resultar del todo imperceptible para tantos. Mercado, mercadotecnia, mercancía…La unificación global que en el pasado no pudieron lograr las grandes ideologías está a punto de ser alcanzada gracias al imparable avance nivelador del rodillo de la globalización. 

1 El nacimiento de la tragedia, en realidad, debe ser considerado como un evangelio frustrado. Es lo que se desprende del ensayo de autocrítica del año 1883. Sólo con Así habló Zaratustra Nietzsche consigue dar forma a su definitivo evangelio.

3 comentarios:

  1. Acabo de leer esta entrada y no puedo por menos de felicitarle entusiastamente. Gracias a la lectura de su libro-Meditación del toreo-, mi pasión taurina y mi curiosidad/necesidad por la filosofía, me ha permitido disfrutar sobremanera de la lectura. Habrá que volver sobre ello, pero no he podido de dejar, a bote pronto, de agradecerle tan clarividente escrito

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  2. Comentarios como éste le devuelven a uno las ganas de seguir alimentando este blog. ¡Muchísimas gracias por sus palabras de reconocimiento y de aliento!

    Fermín Bohórquez

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  3. Me alegro que mis parcas palabras sirvan para animarle en el hacer de su interesante blog.
    Leído por segunda vez y al ser para mí,absolutamente novedosa la imbricación del re-nacimiento de la tragedia con el Romanticismo, me asalta la extrañeza de que Ortega tan atento y perspicaz, no fuera capaz de dar la importancia trascendental al Romanticismo que se manifiesta en esta escrito. Por lo menos yo no lo recuerdo, como creo que tampoco lo puso de manifiesto Heidegger. ¿estoy en lo cierto?




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