Los pensadores se pueden
clasificar en dos categorías distintas según sea su manera de
relacionarse con las ideas. Están, por un lado, aquellos que ponen a
funcionar los engranajes de su mente dentro de un horario
determinado, como quien llega por la mañana a la oficina y prende la
lumbre del ordenador. Son estos los pensadores profesionales,
funcionarios y mercaderes de lo conceptual que tienen medido al
dedillo el número de sinapsis que pueden realizar a lo largo de una
jornada y el beneficio neto que cada una de ellas les debe reportar.
Su hábitat natural son los centros de enseñanza de grado medio y,
sobre todo, de grado superior. Si miramos a través de la ventana de
sus despachos, podremos observarlos sentados frente al potro de
tortura de su escritorio con el puño de una mano apoyado en la base
del majín y mirando fijamente el albo lienzo de una pantalla a la
espera de que una voz procedente de arriba ordene a sus neuronas que
se levanten y echen a andar, tal como Jesucristo hiciera con el
difunto Lázaro. Pero, como esta orden no siempre llega, puesto que
las Musas, -como cualquier funcionario-, suelen acogerse a largos
períodos de excedencia, lo habitual es que el pensador profesional
reparta su tiempo y sus energías en dos actividades fundamentales:
escrutar la esfera del reloj de la pared de enfrente con gesto
intimidatorio, como queriendo meterle prisa, o cambiar el estéril
tapete blanco de la pantalla por otro de color verde, siempre más
lúd(br)ico, para pasar el rato con un solitario -¡Hagan sus
apuestas, que en el juego de las conjeturas siempre toca!-. Esto es
lo que explica esas reverberaciones psicodélicas que se suelen
observar reflejadas sobre las lentes de sus antiparras y la expresión
de sesuda concentración extática que transmiten los ojos
parapetados tras las mismas. Para estos individuos, el pensamiento es
el madero que deben arrastrar sobre los fatigados hombros de la
mollera a lo largo del empinado sendero de la mañana hasta alcanzar,
ya por fin, el Gólgota libertador de las tres de la tarde. Tan
gravosa les resulta su ocupación, que muy pocos tienen la paciencia
de aguardar a que la manecilla más esbelta y espigada se pose
dócilmente sobre las doce. Cinco o diez minutos antes de que esto
ocurra, arrojan los trastos de tortura contra algún desangelado
rincón, cierran la puerta tras de sí mediante el consabido y
elocuente portazo, bajan corriendo las escaleras del edificio al
tiempo que se acuerdan de que no han sofocado la lumbre del ordenador
–¡¿qué más da?! –suelen pensar en ese momento- No
voy a perder dos minutos de mi vida en volver. Además, ¿acaso soy
yo quien paga el recibo de la luz?- y, finalmente, habiendo
tomado posesión de los mandos de su vehículo como alma que lleva el
diablo, habiendo fijado los cinco sentidos en la tierra prometida del
inminente finde –el partido del domingo y las cervecitas con
los amigos-, abandonan el parking cagando leches y dejando en
el ambiente una densa humareda que tarda unos minutos en disiparse en
la siempre, hasta ahora, receptiva atmósfera. Sí, la verdad es que
suelen ser muy modernos estos pensadores a tiempo parcial. Utilizan
expresiones como finde, ¡qué fuerte!, súper…, para nada
–articúlese la d de nada en la región palatal, pero
adoptando las debidas precauciones para evitar tragarse la propia
lengua- y, por supuesto, no pierden puntada en lo que respecta a las
últimas novedades del mundo de la electrónica. Dominan como nadie
la jerga bárbara de la que suelen echar mano –como el calamar de
su tinta- los incondicionales de este particular mundillo del no
va más y de lo último, de este mundillo absurdo donde
las herramientas han dejado de ser consideradas como medios para
convertirse en fines en sí mismas. El uso que hemos hecho unas
líneas más arriba de la expresión cagando leches no es un
simple gesto de claudicación ante los continuos requerimientos de la
procacidad lingüística. Tal uso obedece, más bien, a la necesidad
de subrayar cómo, en la mente de estos sujetos, lo último desde el
punto de vista trascendente queda eclipsado tras lo último desde el
punto de vista inmanente. Es decir, que para todos ellos el esfínter
anal y lo que le precede resulta mucho más interesante y, por
supuesto, mucho más asequible intelectualmente, que aquel otro
esfínter existencial con su correspondiente contenido. Y esto que se
constata en lo escatológico se constata igualmente en cualquier otra
faceta de la realidad cultural. Todo debe ser susceptible de una
lectura cómoda y fácil si queremos convertirlo en una mercancía
capaz de circular a través de los estrechos conductos de los
actuales medios de comunicación. Este, precisamente este, es el
principal cometido de los pensadores a sueldo y a tiempo parcial:
premasticar y, a veces, predigerir los contenidos culturales para que
resulten accesible a los potenciales consumidores, crear con su
sustancia una especie de papilla light apta para todos los
gustos –fat food para el espíritu que dijera no recuerdo
qué pensador francés de moda- ¿De qué se trata, si no, cuando se
habla de establecer una vinculación entre Empresa y Universidad?
Pero, en fin, lo que
nos interesa de lo anterior es llamar la atención sobre el hecho de
que la vida de estos pensadores suele ir en una dirección y sus
ideas en otra, como si ambas dimensiones fuesen polos antagónicos
que jamás pudiesen fusionarse en un abrazo unitario. Para ellos, el
decurso de sus vidas y el de sus pensamientos acataría al pie de la
letra lo establecido por Euclides en su postulado V referente a la
imposibilidad de que dos líneas trazadas en paralelo se puedan
cruzar en un punto x.
El segundo grupo de
pensadores está integrado por todos aquellos que han sido capaces de
alimentar sus vidas con el combustible que les proporciona el propio
pensamiento. Al haber hecho suyos los postulados de Reaman y
Lobachetvski, dan por supuesto que por un punto determinado pueden
pasar infinitas líneas paralelas, es decir, que vida y pensamiento
se pueden y se deben condicionar recíprocamente, que es preciso
pensar lo vivido y, viceversa, vivir lo pensado. Estos, como los
anteriores, son conscientes de la enorme carga que para sus hombros
supone el madero del pensamiento, pero se diferencian de ellos en que
están dispuestos a soportar el peso de su condición de pensadores
durante el tiempo que haga falta, en solitario y sin contar a lo
largo de su fatigado caminar con el auxilio de ningún agregado
penene de los que suelen actuar bajo la advocación de Simón
de Cirene. Son capaces de soportar lo gravoso de su existencia porque
son masoquistas, porque han aprendido a disfrutar con su dolor y a
dolerse con su placer. ¿Y qué otra cosa es la Vida sino una mezcla
de ambas afecciones? No hay censura en el uso del adjetivo
masoquista, sino, más bien, encomio y alabanza, puesto que, a
fin de cuentas, un masoquista es, simplemente, una persona que ha
descubierto la esencial vinculación existente, en los niveles más
profundos, entre el placer y el dolor. Ambas afecciones son como el
Yin y el Yang de la vida anímica y afectiva de
cualquier individuo, puesto que una no puede existir sin la otra.
Se trata, en este
segundo caso, de creerse lo pensado; de creérselo hasta el punto de
llegar a estar dispuesto a incorporarlo a nuestra propia existencia,
de hacerlo nuestro, de metabolizarlo y asimilarlo. Pero también, y
esto es lo que normalmente no se suele tener en cuenta, de pensar
siempre partiendo de lo previamente vivenciado –si se nos consiente
el término-. Son estos los dos requisitos que ha de cumplir todo
pensamiento que aspire a convertirse en auténtica palabra esencial
-¿en palabra de Dios?-.
Heráclito, Sócrates,
Diógenes el cínico, Nietzsche, Unamuno, -en el ámbito de la
Filosofía-, son algunos ejemplos de vidas pensadas y de pensamientos
vividos. No sería nada complicado elaborar una lista similar,
incluso más amplia, con los nombres de literatos, músicos y
artistas de todas las condiciones de los que se podría afirmar lo
mismo. Todos tomaron conciencia del carácter trágico de la vida y
todos decidieron, libremente, apurar hasta las heces el cáliz de
amargura que se les ofrecía y morir de pie. Unos eligieron situarse
en el extremo superior de la línea vertical de la existencia y otros
en el extremo inferior, pero todos fueron individuos de una pieza,
divididos y enemistados consigo mismos, pero de una pieza. Además,
estamos convencidos de que no hubo ni uno sólo de estos que no se
percatara, antes o después, de que cuanto más se profundiza en una
determinada postura tanto más se dilata el orificio que nos permite
el acceso a su antagónica. Nietzsche debe de estar disfrutando del
sosiego eterno que proporciona la inmortalidad, sentado a la diestra
del Padre. Unamuno, probablemente, hará tiempo que dejó de buscar a
Dios y de requerirle una respuesta que calme su hambre y su sed; de
seguro que se encuentra sesteando con su palito entre los dientes y,
¿cómo no?, con algún delicioso y lúbrico fruto siempre al alcance
de su mano. Sócrates, y su pupilo Platón, deben de haber montado
una academia ambulante de sofistería en la que, por medio de la
poesía y de la música, enseñan el arte de la sugestión.
Finalmente, no podemos desdeñar la posibilidad de que Diógenes
descubriera, hace ya tiempo, los encantos derivados de la propiedad
privada –seguro que se quedó con la suntuosa mansión de Crates e
Hiparquía-.
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