jueves, 18 de octubre de 2012

PENSAMIENTO Y VIDA


   Los pensadores se pueden clasificar en dos categorías distintas según sea su manera de relacionarse con las ideas. Están, por un lado, aquellos que ponen a funcionar los engranajes de su mente dentro de un horario determinado, como quien llega por la mañana a la oficina y prende la lumbre del ordenador. Son estos los pensadores profesionales, funcionarios y mercaderes de lo conceptual que tienen medido al dedillo el número de sinapsis que pueden realizar a lo largo de una jornada y el beneficio neto que cada una de ellas les debe reportar. Su hábitat natural son los centros de enseñanza de grado medio y, sobre todo, de grado superior. Si miramos a través de la ventana de sus despachos, podremos observarlos sentados frente al potro de tortura de su escritorio con el puño de una mano apoyado en la base del majín y mirando fijamente el albo lienzo de una pantalla a la espera de que una voz procedente de arriba ordene a sus neuronas que se levanten y echen a andar, tal como Jesucristo hiciera con el difunto Lázaro. Pero, como esta orden no siempre llega, puesto que las Musas, -como cualquier funcionario-, suelen acogerse a largos períodos de excedencia, lo habitual es que el pensador profesional reparta su tiempo y sus energías en dos actividades fundamentales: escrutar la esfera del reloj de la pared de enfrente con gesto intimidatorio, como queriendo meterle prisa, o cambiar el estéril tapete blanco de la pantalla por otro de color verde, siempre más lúd(br)ico, para pasar el rato con un solitario -¡Hagan sus apuestas, que en el juego de las conjeturas siempre toca!-. Esto es lo que explica esas reverberaciones psicodélicas que se suelen observar reflejadas sobre las lentes de sus antiparras y la expresión de sesuda concentración extática que transmiten los ojos parapetados tras las mismas. Para estos individuos, el pensamiento es el madero que deben arrastrar sobre los fatigados hombros de la mollera a lo largo del empinado sendero de la mañana hasta alcanzar, ya por fin, el Gólgota libertador de las tres de la tarde. Tan gravosa les resulta su ocupación, que muy pocos tienen la paciencia de aguardar a que la manecilla más esbelta y espigada se pose dócilmente sobre las doce. Cinco o diez minutos antes de que esto ocurra, arrojan los trastos de tortura contra algún desangelado rincón, cierran la puerta tras de sí mediante el consabido y elocuente portazo, bajan corriendo las escaleras del edificio al tiempo que se acuerdan de que no han sofocado la lumbre del ordenador –¡¿qué más da?! –suelen pensar en ese momento- No voy a perder dos minutos de mi vida en volver. Además, ¿acaso soy yo quien paga el recibo de la luz?- y, finalmente, habiendo tomado posesión de los mandos de su vehículo como alma que lleva el diablo, habiendo fijado los cinco sentidos en la tierra prometida del inminente finde –el partido del domingo y las cervecitas con los amigos-, abandonan el parking cagando leches y dejando en el ambiente una densa humareda que tarda unos minutos en disiparse en la siempre, hasta ahora, receptiva atmósfera. Sí, la verdad es que suelen ser muy modernos estos pensadores a tiempo parcial. Utilizan expresiones como finde, ¡qué fuerte!, súper…, para nada –articúlese la d de nada en la región palatal, pero adoptando las debidas precauciones para evitar tragarse la propia lengua- y, por supuesto, no pierden puntada en lo que respecta a las últimas novedades del mundo de la electrónica. Dominan como nadie la jerga bárbara de la que suelen echar mano –como el calamar de su tinta- los incondicionales de este particular mundillo del no va más y de lo último, de este mundillo absurdo donde las herramientas han dejado de ser consideradas como medios para convertirse en fines en sí mismas. El uso que hemos hecho unas líneas más arriba de la expresión cagando leches no es un simple gesto de claudicación ante los continuos requerimientos de la procacidad lingüística. Tal uso obedece, más bien, a la necesidad de subrayar cómo, en la mente de estos sujetos, lo último desde el punto de vista trascendente queda eclipsado tras lo último desde el punto de vista inmanente. Es decir, que para todos ellos el esfínter anal y lo que le precede resulta mucho más interesante y, por supuesto, mucho más asequible intelectualmente, que aquel otro esfínter existencial con su correspondiente contenido. Y esto que se constata en lo escatológico se constata igualmente en cualquier otra faceta de la realidad cultural. Todo debe ser susceptible de una lectura cómoda y fácil si queremos convertirlo en una mercancía capaz de circular a través de los estrechos conductos de los actuales medios de comunicación. Este, precisamente este, es el principal cometido de los pensadores a sueldo y a tiempo parcial: premasticar y, a veces, predigerir los contenidos culturales para que resulten accesible a los potenciales consumidores, crear con su sustancia una especie de papilla light apta para todos los gustos –fat food para el espíritu que dijera no recuerdo qué pensador francés de moda- ¿De qué se trata, si no, cuando se habla de establecer una vinculación entre Empresa y Universidad?
    Pero, en fin, lo que nos interesa de lo anterior es llamar la atención sobre el hecho de que la vida de estos pensadores suele ir en una dirección y sus ideas en otra, como si ambas dimensiones fuesen polos antagónicos que jamás pudiesen fusionarse en un abrazo unitario. Para ellos, el decurso de sus vidas y el de sus pensamientos acataría al pie de la letra lo establecido por Euclides en su postulado V referente a la imposibilidad de que dos líneas trazadas en paralelo se puedan cruzar en un punto x.
    El segundo grupo de pensadores está integrado por todos aquellos que han sido capaces de alimentar sus vidas con el combustible que les proporciona el propio pensamiento. Al haber hecho suyos los postulados de Reaman y Lobachetvski, dan por supuesto que por un punto determinado pueden pasar infinitas líneas paralelas, es decir, que vida y pensamiento se pueden y se deben condicionar recíprocamente, que es preciso pensar lo vivido y, viceversa, vivir lo pensado. Estos, como los anteriores, son conscientes de la enorme carga que para sus hombros supone el madero del pensamiento, pero se diferencian de ellos en que están dispuestos a soportar el peso de su condición de pensadores durante el tiempo que haga falta, en solitario y sin contar a lo largo de su fatigado caminar con el auxilio de ningún agregado penene de los que suelen actuar bajo la advocación de Simón de Cirene. Son capaces de soportar lo gravoso de su existencia porque son masoquistas, porque han aprendido a disfrutar con su dolor y a dolerse con su placer. ¿Y qué otra cosa es la Vida sino una mezcla de ambas afecciones? No hay censura en el uso del adjetivo masoquista, sino, más bien, encomio y alabanza, puesto que, a fin de cuentas, un masoquista es, simplemente, una persona que ha descubierto la esencial vinculación existente, en los niveles más profundos, entre el placer y el dolor. Ambas afecciones son como el Yin y el Yang de la vida anímica y afectiva de cualquier individuo, puesto que una no puede existir sin la otra.
    Se trata, en este segundo caso, de creerse lo pensado; de creérselo hasta el punto de llegar a estar dispuesto a incorporarlo a nuestra propia existencia, de hacerlo nuestro, de metabolizarlo y asimilarlo. Pero también, y esto es lo que normalmente no se suele tener en cuenta, de pensar siempre partiendo de lo previamente vivenciado –si se nos consiente el término-. Son estos los dos requisitos que ha de cumplir todo pensamiento que aspire a convertirse en auténtica palabra esencial -¿en palabra de Dios?-.
    Heráclito, Sócrates, Diógenes el cínico, Nietzsche, Unamuno, -en el ámbito de la Filosofía-, son algunos ejemplos de vidas pensadas y de pensamientos vividos. No sería nada complicado elaborar una lista similar, incluso más amplia, con los nombres de literatos, músicos y artistas de todas las condiciones de los que se podría afirmar lo mismo. Todos tomaron conciencia del carácter trágico de la vida y todos decidieron, libremente, apurar hasta las heces el cáliz de amargura que se les ofrecía y morir de pie. Unos eligieron situarse en el extremo superior de la línea vertical de la existencia y otros en el extremo inferior, pero todos fueron individuos de una pieza, divididos y enemistados consigo mismos, pero de una pieza. Además, estamos convencidos de que no hubo ni uno sólo de estos que no se percatara, antes o después, de que cuanto más se profundiza en una determinada postura tanto más se dilata el orificio que nos permite el acceso a su antagónica. Nietzsche debe de estar disfrutando del sosiego eterno que proporciona la inmortalidad, sentado a la diestra del Padre. Unamuno, probablemente, hará tiempo que dejó de buscar a Dios y de requerirle una respuesta que calme su hambre y su sed; de seguro que se encuentra sesteando con su palito entre los dientes y, ¿cómo no?, con algún delicioso y lúbrico fruto siempre al alcance de su mano. Sócrates, y su pupilo Platón, deben de haber montado una academia ambulante de sofistería en la que, por medio de la poesía y de la música, enseñan el arte de la sugestión. Finalmente, no podemos desdeñar la posibilidad de que Diógenes descubriera, hace ya tiempo, los encantos derivados de la propiedad privada –seguro que se quedó con la suntuosa mansión de Crates e Hiparquía-.

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