lunes, 29 de octubre de 2012

ÉTICA DE LA DESMESURA


   La cuestión que nos disponemos a abordar no es nueva en las páginas de este blog. Fue ya planteada en la entrada titulada Apología de Epicuro de manera general e imprecisa, por lo que hubo de ser retomada y precisada en otra entrada posterior que llevaba por título Sobre la dignidad del hombre. Si retomamos la cuestión una vez más, ello se debe a que tenemos la impresión de que el asunto guarda aún muchos implícitos oscuros que piden ser mostrados y exhibidos bajo la luz cenital del Logos.
    Las éticas tradicionales, tanto las materiales como las formales, gravitan en torno a los conceptos de virtud y deber. Las materiales, como la eudemonológica de Aristóteles, entienden la virtud como término medio, como una vía estrecha entre dos extremos que es preciso transitar para poder alcanzar por fin la tan deseada meta del Bien Supremo o Felicidad –eso mismo a lo que algunos aludimos con el significativo sintagma la zanahoria del burro-. Las éticas formales, como la estoica y la kantiana, se centran en el deber, en un deber incondicional que no se sabe bien de dónde viene – aunque Darwin y Freud podrían decir mucho al respecto- y que pende sobre la conciencia de los individuos como, según dicen, pendía la famosa espada sobre la cabeza del desdichado Damocles.
    Esta dicotomía en el seno de la Ética, imprecisa y difusa durante muchísimo tiempo, quedó perfectamente establecida y perfilada en el siglo XVIII gracias a la labor de Kant. Desde entonces, constituye el principio teórico vertebrador en la mayoría de los manuales de Ética escritos ad usum Delphini.
    Ahora bien, ¿es cierto que todas las posturas éticas son susceptibles de ser reducidas a uno de estos dos planteamientos? ¿Es cierto que ambos se oponen de una manera tan radical como se nos ha hecho ver? Nosotros consideramos que no. Materialismo y formalismo tienen un sospechoso aire de familia que nos hace sospechar de un origen común. En efecto, ambas son éticas eminentemente restrictivas para la acción. ¿Qué son la virtud y el deber sino los grilletes y los yerros con que tratan de inmovilizar a sus prosélitos y adeptos?
    Pues bien, frente a las éticas de la restricción, de la sumisión y de la necesidad, nosotros proponemos aquí una ética de la amplitud, de la libertad y de la posibilidad. Proponemos, además, una ética capaz de recuperar algo tan necesario como lo es la comunicación entre praxis y teoría, entre el hacer reflexivo y el conocer, todo ello en la línea de una teoría vivencial que aspira a vivir lo pensado y a pensar lo vivido en un proceso de retroalimentación progresiva. Esto es lo que llamamos Ética de la desmesura y del libertinaje.
    De lo que se trata, básicamente, es de derribar todas esas empalizadas y tabiques levantados por los Otros –Iglesias, Gobiernos, Tradiciones varias…- a lo largo de la Historia con el fin de conducirnos a todos hacia el redil donde se nos ha de marcar a fuego para luego castrarnos. De lo que se trata es de rechazar el freno que nos colocaron nada más nacer y que durante tantos años hemos tenido que soportar. Porque el mundo es mucho más ancho de lo que se nos ha hecho ver.

    Pero, al mismo tiempo que Kant daba los últimos retoques al impresionante edificio de la cultura occidental, un grupo de individuos, ocultos tras las sombras, iniciaba su labor de zapa. El siglo XVIII marca un máximo, pero también un mínimo. La exacerbación de los principios racionales implícitos en la ratio socrática arroja a los seres humanos del lado del más allá, a un lado que, en realidad, es un más acá. Recuérdense las palabras de Nietzsche: la verdad es curva y todo lo recto miente. El apogeo de lo racional y medido, de la virtud y del deber, desemboca irremisiblemente en el despertar y en la manifestación de todo lo reprimido y oculto bajo su esplendor. Materia, Voluntad y Carne frente a Espíritu, Inteligencia y Alma. Estas son las distintas epifanías de la nueva deidad que poco tiempo antes había sido anunciada por materialistas y libertinos. El Romanticismo es su puesta de largo.
    La palabra libertinaje está cargada de connotaciones negativas, en buena medida por culpa de Sade, pero creemos que merece ser rescatada del cuarto oscuro de la Historia y restituida al lugar que le corresponde. Debe quedar claro que el divino marqués no nos representa y que no tenemos ninguna deuda con él. La Psicopatología es el único lugar donde no desentona. El libertinaje que defendemos, en realidad, es la exacerbación de la libertad y el libertino, en consecuencia, el individuo capaz de ir más allá de los estrechos límites impuestos por los Otros en nombre de determinadas instituciones y tradiciones. Será libertino, por tanto, quien pretenda dilatar los márgenes de la experiencia vivencial.

    Hay una serie de cuestiones que quisiéramos despejar:
    En primer lugar, ¿está justificada la actitud del libertino? Creemos que sí. Todas las Éticas y todas las Morales han de ser vistas como respuestas adaptativas de las sociedades a las condiciones del momento. Pero, como sabemos, estas respuestas puntuales suelen experimentar un proceso de reificación que las vuelve autónomas e independientes y que, a fin de cuentas, es la causa de la apariencia de eternidad con que todas ellas se suelen presentar. Ocurre, además, que estos constructos culturales, al ser transmitidos por la tradición a las generaciones futuras, se convierten en un instrumento de represión superflua en la medida en que sus exigencias no tienen en cuenta las circunstancias de la nueva situación. La Moral Tradicional, por tanto, nos impone prohibiciones que en los tiempos que corren ya no tienen sentido, por la sencilla razón de que las circunstancias sociales, políticas y económicas han cambiado.
    En segundo lugar, ¿quiénes son los destinatarios de esta ética de la desmesura y del libertinaje? Evidentemente, no todos. Es la nuestra una Ética que va destinada a esa inmensa minoría de la que hablara Juan Ramón Jiménez, a esos pocos que, tras una larga estancia en las gélidas regiones donde mora el Espíritu, deciden descender en busca del calor de la costa con la intención de testar la calidad de los saberes allí conquistados. Para los demás, para la mayoría, para los más jóvenes y para aquellos que no han la paciencia que se requiere para encumbrar el empingorotado mundo de las ideas, lo mejor es continuar transitando por la estrecha y segura senda trazada por el deber y la virtud. 
    En tercer lugar, ¿cuáles son los límites? Los límites, como en la ética tradicional, vendrán marcados por los intereses del prójimo. 


    Echemos mano, una vez más, de nuestro Diccionario lúdico-filosófico, que siempre tiene una respuesta para todo:

VIRTUD.- 1. Desfiladero estrecho y escarpado que transcurre entre dos precipicios. Es el sendero por el que deben transitar quienes aspiran a disfrutar de la tibia temperatura del redil. 2. Pértiga que la mayoría utiliza para mantener el equilibrio sobre la cuerda floja de la vida. 3. Hierro candente con que se marca al ganado. 4. Molde utilizado para producir hombres en serie.

domingo, 21 de octubre de 2012

EL CANON OCCIDENTAL


   El fenómeno de los cánones literarios no es nuevo, ciertamente. Lo que sí es nuevo es el hecho de que estos se hayan convertido en los últimos tiempos en un fenómeno social de moda.
    El canon occidental, de Harold Bloom, es, como sabemos, la obra responsable de esta suerte de histeria colectiva que parece haberse adueñado de la voluntad de los profesionales de las letras, tales como profesores, críticos, editores y, cómo no, lectores. Uno de los síntomas más evidentes de la nueva manía es el revival de otros cánones anteriores a los que en su momento no se prestó la atención debida. ¿Quién se acordaba, hace sólo unos años, de obras como Mímesis, de Auerbach; de Si mi biblioteca ardiera esta noche, de Aldous Huxley; o del capítulo VI de El Quijote? Nadie. A lo sumo, cuatro gatos bibliópatas y diletantes.
    El Canon de Bloom, como todo canon, es una obra parcial y sesgada. Es, si se nos permite la valoración, la expresión supina del imperialismo cultural anglosajón, la expresión de un imperialismo que deriva, en última instancia, de la hegemonía a nivel planetario que la lengua inglesa ha alcanzado a lo largo de los dos últimos siglos. Y es también, y sobre todo, una obra que rezuma idealismo hegeliano por los cuatro costados. Este hegelianismo está presente en los dos postulados básicos sobre los que se sustenta todo el tinglado argumental: a) la concepción evolutiva-lineal de la Historia de la Literatura Occidental, y b) la creencia en que esta evolución alcanza su momento culmen en la figura de un tal William Shakespeare, entre los siglos XVI y XVII.
    En efecto, para Bloom la Historia de la Literatura Occidental es una cordillera que, de buenas a primera, emerge del mar de la nada con el impresionante y soberbio pico llamado Homero, extendiéndose a continuación, con las correspondientes depresiones y llanuras, en una serie de cumbres de igual o superior envergadura. Un Virgilio, un Dante, un Petrarca, un Cervantes, un…¡SHAKESPEARE! Al vate inglés sólo se le puede mirar de abajo hacia arriba, pues no hay un punto más alto al que podamos encumbrarnos para poder contemplarlo. Shakespeare es el Everest de esta cordillera, es la encarnación epifánica del Espíritu Literario, un titán encaramado sobre hombros de gigantes. Y, en consecuencia, -y esto ya no sería hegeliano- lo que viene después de él habrá de ser visto como decadencia y mediocridad, como un descenso progresivo hacia las profundidades abisales del momento presente.
    Pero esta concepción del devenir de lo literario que nos presenta Bloom, como hemos dicho, tiene mucho de sesgado y de parcial. Tiene mucho de etnocentrismo. Veamos a continuación el parecer de quien, a todas luces, es el olfato más fino y el oído más agudo que ha dado esta nuestra cultura occidental. Estamos hablando, cómo no, de Federico Nietzsche. En Humano, demasiado humano, dice lo siguiente:

    Efecto de la cantidad.- La paradoja más grande de la historia de la poesía es afirmar que un hombre puede ser un bárbaro en todo lo que constituía la grandeza de los poetas antiguos; un bárbaro, es decir, un ser defectuoso y contrahecho de pies a cabeza, y seguir siendo, a pesar de todo, el poeta más grande. Es el caso de Shakespeare, que, en parangón con Sófocles, parece una mina inagotable de oro, de plomo y de cascajos, frente a un tesoro de oro puro, de oro de una cualidad tan preciosa, que casi hace olvidar su valor como metal. Pero la cantidad, elevada a su más alta potencia, obra como cualidad, y de esto es de lo que se aprovecha Shakespeare.

    Sobran los comentarios. Nietzsche era corto de vista. Tuvo problemas de visión desde muy temprano que se fueron agravando con la edad. Pero, en contrapartida, como siempre ocurre en estos casos, desarrolló como pocos los sentidos del olfato y, sobre todo, el del oído, órganos mucho más certeros que el de la vista debido a su mayor cercanía con el objeto que cae bajo su consideración. ¿Qué es el Idealismo sino la consecuencia del encumbramiento del sentido de la vista sobre los demás sentidos? ¿Qué es la Idea sino aquello que se ve en el acto de la contemplación o theoría? Esto explica el hecho de que una filosofía que se pretende crítica con el Idealismo sólo sea posible con la condición de haberse rebelado previamente contra la tiranía del sentido de la visión. ¿Cómo suena y cómo huele?, este es el criterio de la nueva filosofía vitalista. Música, Gastronomía, y Medicina también, como modelos para la nueva forma de filosofar. ¿Y qué concluye el facultativo Nietzsche después de haber aplicado a conciencia su hipersensible estetoscopio? Que Shakespeare suena a hueco. Es decir, que tras su fastuosa fachada hay poco de valor.
    Un humilde servidor sólo ha leído del insigne poeta inglés las obras tituladas Romeo y Julieta y El rey Lear. Además, reconoce no dominar la jerga inglesa. Reconoce también haber leído Edipo Rey y Antígona y que su conocimiento de la nobilísima lengua helénica es aun más limitado que el que pueda tener del inglés. Y, sin embargo…, no hay color. No es preciso perder ni un minuto en pensárselo. Un humilde servidor se queda con Sófocles.

    Nuestro canon personal, subjetivo y parcial como todos, está integrado por los siguientes autores:
1.- Homero, quien, como el Dios bíblico, crea un mundo completo y redondo a partir de la nada.
2.- Juan Ruiz (Arcipreste de Hita), por su inigualable sentido del humor y por la indulgencia con que representa las debilidades humanas.
3.- Quevedo, por la amplitud sin precedentes del espectro de sus intereses y por su habilidad en la orfebrería conceptista.
4.- Gracián, por ser el autor de la gran novela sobre la vida humana.
5.- Sterne, por ser el autor de la primera novela de la historia capaz de morderse la cola y por haber demostrado que lo literario se justifica a sí mismo.
6.- Flaubert, por ser el autor de Bouvard y Pécuchet, la gran novela sobre la estupidez humana.
7.- Dostoievski, por su condición de pionero en la exploración de los bajos fondos del espíritu humano.
8.- Nietzsche, por haber hecho de la poesía un vehículo perfecto para la expresión filosófica.
9.- Cortázar, por su sabia decisión de abandonarse al ritmo o swing y por la perfecta arquitectura de sus cuentos.
10.- García Márquez, por ser el Dios creador de ese microcosmos llamado Macondo, síntesis perfecta del universo y de las cosas humanas.

jueves, 18 de octubre de 2012

PENSAMIENTO Y VIDA


   Los pensadores se pueden clasificar en dos categorías distintas según sea su manera de relacionarse con las ideas. Están, por un lado, aquellos que ponen a funcionar los engranajes de su mente dentro de un horario determinado, como quien llega por la mañana a la oficina y prende la lumbre del ordenador. Son estos los pensadores profesionales, funcionarios y mercaderes de lo conceptual que tienen medido al dedillo el número de sinapsis que pueden realizar a lo largo de una jornada y el beneficio neto que cada una de ellas les debe reportar. Su hábitat natural son los centros de enseñanza de grado medio y, sobre todo, de grado superior. Si miramos a través de la ventana de sus despachos, podremos observarlos sentados frente al potro de tortura de su escritorio con el puño de una mano apoyado en la base del majín y mirando fijamente el albo lienzo de una pantalla a la espera de que una voz procedente de arriba ordene a sus neuronas que se levanten y echen a andar, tal como Jesucristo hiciera con el difunto Lázaro. Pero, como esta orden no siempre llega, puesto que las Musas, -como cualquier funcionario-, suelen acogerse a largos períodos de excedencia, lo habitual es que el pensador profesional reparta su tiempo y sus energías en dos actividades fundamentales: escrutar la esfera del reloj de la pared de enfrente con gesto intimidatorio, como queriendo meterle prisa, o cambiar el estéril tapete blanco de la pantalla por otro de color verde, siempre más lúd(br)ico, para pasar el rato con un solitario -¡Hagan sus apuestas, que en el juego de las conjeturas siempre toca!-. Esto es lo que explica esas reverberaciones psicodélicas que se suelen observar reflejadas sobre las lentes de sus antiparras y la expresión de sesuda concentración extática que transmiten los ojos parapetados tras las mismas. Para estos individuos, el pensamiento es el madero que deben arrastrar sobre los fatigados hombros de la mollera a lo largo del empinado sendero de la mañana hasta alcanzar, ya por fin, el Gólgota libertador de las tres de la tarde. Tan gravosa les resulta su ocupación, que muy pocos tienen la paciencia de aguardar a que la manecilla más esbelta y espigada se pose dócilmente sobre las doce. Cinco o diez minutos antes de que esto ocurra, arrojan los trastos de tortura contra algún desangelado rincón, cierran la puerta tras de sí mediante el consabido y elocuente portazo, bajan corriendo las escaleras del edificio al tiempo que se acuerdan de que no han sofocado la lumbre del ordenador –¡¿qué más da?! –suelen pensar en ese momento- No voy a perder dos minutos de mi vida en volver. Además, ¿acaso soy yo quien paga el recibo de la luz?- y, finalmente, habiendo tomado posesión de los mandos de su vehículo como alma que lleva el diablo, habiendo fijado los cinco sentidos en la tierra prometida del inminente finde –el partido del domingo y las cervecitas con los amigos-, abandonan el parking cagando leches y dejando en el ambiente una densa humareda que tarda unos minutos en disiparse en la siempre, hasta ahora, receptiva atmósfera. Sí, la verdad es que suelen ser muy modernos estos pensadores a tiempo parcial. Utilizan expresiones como finde, ¡qué fuerte!, súper…, para nada –articúlese la d de nada en la región palatal, pero adoptando las debidas precauciones para evitar tragarse la propia lengua- y, por supuesto, no pierden puntada en lo que respecta a las últimas novedades del mundo de la electrónica. Dominan como nadie la jerga bárbara de la que suelen echar mano –como el calamar de su tinta- los incondicionales de este particular mundillo del no va más y de lo último, de este mundillo absurdo donde las herramientas han dejado de ser consideradas como medios para convertirse en fines en sí mismas. El uso que hemos hecho unas líneas más arriba de la expresión cagando leches no es un simple gesto de claudicación ante los continuos requerimientos de la procacidad lingüística. Tal uso obedece, más bien, a la necesidad de subrayar cómo, en la mente de estos sujetos, lo último desde el punto de vista trascendente queda eclipsado tras lo último desde el punto de vista inmanente. Es decir, que para todos ellos el esfínter anal y lo que le precede resulta mucho más interesante y, por supuesto, mucho más asequible intelectualmente, que aquel otro esfínter existencial con su correspondiente contenido. Y esto que se constata en lo escatológico se constata igualmente en cualquier otra faceta de la realidad cultural. Todo debe ser susceptible de una lectura cómoda y fácil si queremos convertirlo en una mercancía capaz de circular a través de los estrechos conductos de los actuales medios de comunicación. Este, precisamente este, es el principal cometido de los pensadores a sueldo y a tiempo parcial: premasticar y, a veces, predigerir los contenidos culturales para que resulten accesible a los potenciales consumidores, crear con su sustancia una especie de papilla light apta para todos los gustos –fat food para el espíritu que dijera no recuerdo qué pensador francés de moda- ¿De qué se trata, si no, cuando se habla de establecer una vinculación entre Empresa y Universidad?
    Pero, en fin, lo que nos interesa de lo anterior es llamar la atención sobre el hecho de que la vida de estos pensadores suele ir en una dirección y sus ideas en otra, como si ambas dimensiones fuesen polos antagónicos que jamás pudiesen fusionarse en un abrazo unitario. Para ellos, el decurso de sus vidas y el de sus pensamientos acataría al pie de la letra lo establecido por Euclides en su postulado V referente a la imposibilidad de que dos líneas trazadas en paralelo se puedan cruzar en un punto x.
    El segundo grupo de pensadores está integrado por todos aquellos que han sido capaces de alimentar sus vidas con el combustible que les proporciona el propio pensamiento. Al haber hecho suyos los postulados de Reaman y Lobachetvski, dan por supuesto que por un punto determinado pueden pasar infinitas líneas paralelas, es decir, que vida y pensamiento se pueden y se deben condicionar recíprocamente, que es preciso pensar lo vivido y, viceversa, vivir lo pensado. Estos, como los anteriores, son conscientes de la enorme carga que para sus hombros supone el madero del pensamiento, pero se diferencian de ellos en que están dispuestos a soportar el peso de su condición de pensadores durante el tiempo que haga falta, en solitario y sin contar a lo largo de su fatigado caminar con el auxilio de ningún agregado penene de los que suelen actuar bajo la advocación de Simón de Cirene. Son capaces de soportar lo gravoso de su existencia porque son masoquistas, porque han aprendido a disfrutar con su dolor y a dolerse con su placer. ¿Y qué otra cosa es la Vida sino una mezcla de ambas afecciones? No hay censura en el uso del adjetivo masoquista, sino, más bien, encomio y alabanza, puesto que, a fin de cuentas, un masoquista es, simplemente, una persona que ha descubierto la esencial vinculación existente, en los niveles más profundos, entre el placer y el dolor. Ambas afecciones son como el Yin y el Yang de la vida anímica y afectiva de cualquier individuo, puesto que una no puede existir sin la otra.
    Se trata, en este segundo caso, de creerse lo pensado; de creérselo hasta el punto de llegar a estar dispuesto a incorporarlo a nuestra propia existencia, de hacerlo nuestro, de metabolizarlo y asimilarlo. Pero también, y esto es lo que normalmente no se suele tener en cuenta, de pensar siempre partiendo de lo previamente vivenciado –si se nos consiente el término-. Son estos los dos requisitos que ha de cumplir todo pensamiento que aspire a convertirse en auténtica palabra esencial -¿en palabra de Dios?-.
    Heráclito, Sócrates, Diógenes el cínico, Nietzsche, Unamuno, -en el ámbito de la Filosofía-, son algunos ejemplos de vidas pensadas y de pensamientos vividos. No sería nada complicado elaborar una lista similar, incluso más amplia, con los nombres de literatos, músicos y artistas de todas las condiciones de los que se podría afirmar lo mismo. Todos tomaron conciencia del carácter trágico de la vida y todos decidieron, libremente, apurar hasta las heces el cáliz de amargura que se les ofrecía y morir de pie. Unos eligieron situarse en el extremo superior de la línea vertical de la existencia y otros en el extremo inferior, pero todos fueron individuos de una pieza, divididos y enemistados consigo mismos, pero de una pieza. Además, estamos convencidos de que no hubo ni uno sólo de estos que no se percatara, antes o después, de que cuanto más se profundiza en una determinada postura tanto más se dilata el orificio que nos permite el acceso a su antagónica. Nietzsche debe de estar disfrutando del sosiego eterno que proporciona la inmortalidad, sentado a la diestra del Padre. Unamuno, probablemente, hará tiempo que dejó de buscar a Dios y de requerirle una respuesta que calme su hambre y su sed; de seguro que se encuentra sesteando con su palito entre los dientes y, ¿cómo no?, con algún delicioso y lúbrico fruto siempre al alcance de su mano. Sócrates, y su pupilo Platón, deben de haber montado una academia ambulante de sofistería en la que, por medio de la poesía y de la música, enseñan el arte de la sugestión. Finalmente, no podemos desdeñar la posibilidad de que Diógenes descubriera, hace ya tiempo, los encantos derivados de la propiedad privada –seguro que se quedó con la suntuosa mansión de Crates e Hiparquía-.

domingo, 14 de octubre de 2012

JULIO CORTÁZAR Y LA TAREA DE ABLANDAR EL LADRILLO




Cortázar nos legó su famoso Manual de instrucciones con la intención de enseñarnos a realizar todas aquellas operaciones que, precisamente por desencadenarse en nosotros de una manera espontánea y prerreflexiva -refleja en ocasiones-, no suelen requerir de mayores explicaciones. Instrucciones para llorar, Instrucciones para subir una escalera, Instrucciones para tener miedo…¿Qué necesidad hay de que alguien nos recuerde las distintas operaciones y los distintos trámites que hay que aplicar para llevar a efecto este tipo de actos si todos ellos o bien los hacemos de manera innata o bien los aprendemos durante los primeros años de vida? Ninguna, evidentemente. A menos que…-sí, ¡qué duda cabe!-, a menos que con ello se nos pretenda advertir sobre las perniciosas consecuencias que acarrea el hacer las cosas por pura rutina, en respuesta a un hábito firmemente arraigado en los profundos cimientos de nuestra personalidad o -lo que sin duda sería la peor de las posibilidades- como respuesta a un estímulo que ni siquiera tiene necesidad de transitar fugazmente por nuestro siempre infrautilizado neocórtex. Creo que empezamos a verlo claro, sí. No sería descabellado afirmar que en realidad no somos los autores de las cosas que se hacen de alguna de estas maneras, que en estos casos más que autores somos simples medios o herramientas al servicio de los designios y de la voluntad de otra instancia superior -inferior o anterior- que es la que en realidad mueve los hilos y establece los fines, es decir, que más que actuar somos actuados. Y claro, si no actuamos, si es otra cosa lo que realmente actúa a través de nosotros, la conclusión cae por su propio peso: en la mayoría de los casos, nuestras experiencias no son realmente nuestras y, por ende, no estamos en disposición de extraerles todo ese jugo vivencial que nos podrían reportar si el caso fuese otro. Así pues, la rutina, la costumbre y el hábito arrojan sobre nuestra piel la anestesiante ceniza del tedio y del hastío, impidiéndonos así experimentar las cosas importantes de la vida con la intensidad con la que son capaces de ofrecérsenos…
Cortázar quiso que llorásemos como la primera vez, quiso que tuviésemos miedo como el día aquél en que por primera vez nos hablaron del espantoso hombre del saco y quiso que aprendiéramos a subir las escaleras como el niño de tres años que, aprovechando un descuido de sus progenitores, accede al fascinante y novedoso rellano de la escalera dispuesto a trepar hasta el último piso de ese laberinto fantástico que para su lábil imaginación es el bloque de viviendas.

*
    Me van a permitir ustedes que me cite a mí mismo, porque así me ahorro tener que dedicar un tiempo del que no dispongo a emborronar el albo lienzo de la pantalla de mi ordenador. Máxime en estos momentos difíciles en que la Musa se muestra más estrecha de lo habitual a la hora de prodigarme sus favores. El largo fragmento que reproduzco más arriba forma parte de mi libro BIBLIOFILIA HERÉTICA –Ensayo sobre la carnalidad del verbo-, concretamente del capítulo titulado, precisamente, Manual de instrucciones y que, en lo básico, consiste en una serie de recomendaciones atingentes al modo de relacionarse con el objeto libro. Véase: cómo comprarlo, cómo manipularlo, cómo olerlo, cómo leerlo, cómo clasificarlo y cómo prestarlo.
    Pero no es de mi libro de lo que quiero hablar aquí. La auténtica protagonista de esta entrada es la literatura de Julio Cortázar en lo que, según creo, ésta tiene de más original e innovador: su tremenda capacidad para hacer del español peninsular –rocoso y rígido hasta la esclerosis- un elemento poroso, blando, lábil, sinuoso y activo. Es decir, vivo.
    El texto clave a la hora de dilucidar este asunto lo encontramos en el Prólogo para el Manual de Instrucciones más arriba referido. Dice así:

    La tarea de ablandar el ladrillo todos los días, la tarea de abrirse paso en la masa pegajosa que se proclama mundo, cada mañana topar con el paralelepípedo de nombre repugnante, con la satisfacción perruna de que todo está en su sitio, la misma mujer al lado, los mismos zapatos, el mismo sabor de la misma pasta dentífrica, la misma tristeza de las casas de enfrente,…

    Sólo unas líneas más adelante nuestro autor utiliza los sintagmas ladrillo de cristal y pasta de cristal congelado.

    Un ladrillo de cristal de perfiles geométricos; un ladrillo rígido y frío, congelado; un fósil quebradizo…Esto es para Cortázar el lenguaje. ¿Cualquier lenguaje? No, evidentemente. Sólo el que ha pasado por los talleres de la Academia, sólo el que ha sido sometido al lecho procústeo de la Gramática, sólo el que ha sido sometido al proceso de limpieza y fijado es así. ¿Y qué significa limpiar y fijar la lengua? ¿En qué consiste el esplendor de ésta?
    La RAE1 es la gendarmería de las palabras y los académicos son los alguaciles responsables de la persecución de aquellos usos que no se atienen a la Norma, esto es, al Código Penal pergeñado por los máximos representantes de la jurisprudencia lingüística. Cualquier uso desviado de esta Norma debe ser automáticamente detectado, juzgado y colocado en la picota. Las palabras malsonantes –palabrotas o tacos-, los solecismos o vulgarismos, las hablas excesivamente relajadas –de andaluces, canarios e hispanoamericanos, preferentemente-…Estos son los enemigos que es preciso perseguir, juzgar y castigar.
    Limpia, fija y da esplendor… ¡Efectivamente! El principio que preside el nacimiento de la RAE es un principio de orden religioso y moral. ¿Es casualidad, acaso, que el acta fundacional de la institución de marras viera la luz al mismo tiempo que se producía el declive de la institución inquisitorial? Creemos que no. Siempre ocurre lo mismo en la Historia: una institución sólo sustituye a otra precedente cuando demuestra una rentabilidad mayor. Es decir: una mayor eficacia –represiva, en este caso- unida a un gasto mucho menor. Porque, si el lenguaje es la expresión del pensamiento, ¿no es cierto que controlando aquél podremos controlar también a éste?
    Pero, después de tres siglos de control, después de tres siglos de lenguaje sometido al yugo de la Norma, después de tres siglos de palabras encadenadas, he aquí que hace acto de presencia el gran Simón Bolívar del lenguaje: JULIO CORTÁZAR. Las palabras de Morelli, el Cristo de nuestro Bautista –o viceversa-, son lo suficientemente explícitas al respecto.

    Pero hasta aquí no hemos dicho nada acerca de nuestro héroe que no se supiese.
    Lo que Cortázar realiza en relación a la lengua castellana es la culminación del gesto que a principios del XIX realizaran los grandes libertadores en el terreno político. De hecho, Cortázar se sitúa en la estela de intelectuales como Domingo F. Sarmiento, en Argentina, y Alberto Blest Gana, en Chile. Estos se dieron cuenta de que, a pesar de la independencia política recientemente lograda, los nuevos estados latinoamericanos continuaban manteniendo con la metrópolis un vínculo de sometimiento, mucho más difícil de superar que el meramente político, a través de la lengua. Esta certeza es lo que les hace parar mientes en la cultura y la lengua francesas en tanto que antídotos contra el bacilo nefasto que para ellos representaba la cultura hispánica. Pero… ¿Cómo liberarse de un instrumento de dominación tan sutil como lo es la lengua? ¿Cómo sustraerse a la influencia de algo que hemos ido asimilando, de manera inconsciente, desde la cuna? Sólo Cortázar ha sabido que la solución pasaba por la liberación del cepo de la preceptiva.

    Pero, ¿de qué puerto parte Cortázar en su expedición de ataque contra ese recio bastión de la Gramática y contra el more geométrico en que se inspiraron sus constructores? En el Capítulo 82 de Rayuela, Morelli nos informa de lo siguiente:

    ¿Por qué escribo esto? No tengo ideas claras, ni siquiera tengo ideas. Hay jirones, impulsos, bloques, y todo busca una forma, entonces entra en juego el ritmo y yo escribo dentro de ese ritmo, escribo por él, movido por él y no por eso que llaman el pensamiento y que hace la prosa, literaria u otra…

    La deuda de Cortázar con el jazz está fuera de toda discusión. Se trata, sin ninguna duda, del más importante aliado con que cuenta en la difícil empresa que se ha propuesto llevar a cabo. Cortázar realiza en el ámbito de la literatura algo muy similar a lo que los músicos de jazz realizan en el ámbito de la música tradicional y clásica. En uno y otro caso se trata exactamente de lo mismo: de un ablandar las formas con el fin de que éstas fluyan encaramadas en los lomos del ritmo, esto es, del swing. Y ésta, precisamente, es la palabra clave.

    Ahora bien, ¿no es cierto que podemos encontrar intentos similares a los de nuestro autor en otros escritores y filósofos del pasado? En efecto. ¿Qué me dicen de los juegos tipográficos y de la preocupación por la forma en Sterne? ¿Qué me dicen de los movimientos de vanguardia, especialmente del surrealista, con su manía por las asociaciones libres, por los cadáveres exquisitos y por las sustancias capaces de favorecer determinados estados de conciencia? ¿Qué me dicen de filosofías como el postestructuralismo francés y el pensamiento débil italiano? ¿Qué me dicen del misticismo oriental tipo budismo zen? Creemos que hay un algo de todo esto en la literatura cortaziana.

    Según la doctrina de Saussure, el signo lingüístico –la palabra- resulta de la unión indisoluble entre un significante y un significado. No puede darse el uno sin el otro. Lo que sí puede –y suele- ocurrir es que una de las dos dimensiones destaque más que la otra. La historia de la Literatura occidental, desde Homero hasta principios del siglo XX, ¿qué otra cosa ha supuesto sino la hegemonía del significado sobre el significante? Obras como el Ulises de Joyce son las que comienzan a decantar la balanza del lado del significante. Y aquí, en la vanguardia de esta tendencia, es donde hemos de encuadrar a nuestro insigne escritor.

    Esta teoría saussureana del signo lingüístico puede resultarnos tremendamente útil para la realización de un estudio sobre los distintos procedimientos narrativos que podemos encontrar en la obra de Cortázar. Creemos que estos pueden ser clasificados según la relación que se establezca entre ambos términos del binomio –significante/significado-. En la narrativa cortaziana existen relatos convencionales en los que la balanza se decanta del lado del significado, existen relatos experimentales y vanguardistas en los que la preeminencia del significante eclipsa la dimensión significativa y existen relatos mixtos…
    Pero…Es evidente que esta entrada se está alargando más de lo debido. En otra ocasión, si es que la Musa quiere, retomaremos este asunto.
¡Abur!

1 En nuestro Diccionario apócrifo lúdico-filosófico podemos leer lo siguiente: RAE.- 1. Real Academia Española de Taxidermistas de la Lengua. Efectivamente, los académicos de la lengua son para las palabras lo que los entomólogos para las mariposas que vemos crucificadas sobre ciertos paneles acristalados. 2. Departamento del Ministerio de Sanidad cuyo lema es Limpia, Relimpia y Saca Brillo. Está integrado por individuos que, impelidos por su hipocondría y mojigatería, defienden con ahínco la necesidad de someter el lenguaje a los más estrictos procedimientos profilácticos para despojarlo de ciertos supuestos gérmenes, virus y churretes de dudosa procedencia. Según fuentes dignas de crédito, en cuestión de meses los operarios del Departamento tendrán listo un prototipo de condón linguo-oral que, al ser colocado entre los labios y los dientes, será capaz de neutralizar cualquier elemento potencialmente infeccioso de entre los muchos que suelen adherirse al plumaje de las volátiles palabras. El ingrediente encargado de la neutralización es un elemento conocido por todos desde hace muchísimo tiempo, la única novedad es el uso que a partir de ahora se le pretende dar. Se trata, ¿cómo no?, de la eufemina. Sabemos por estas mismas fuentes que el prototipo del condón linguo-escritural se haya todavía en fase de experimentación.