miércoles, 14 de diciembre de 2011

PARTITOCRACIA Y CONSENSO POLÍTICO

   Sí. Está claro. Al menos un servidor cada día que pasa lo tiene más claro: tenemos lo que nos merecemos. Desde que se instauró la democracia en nuestro país, hace ya treinta y tres años, no hemos parado de alimentar el carcinoma que los partidos políticos representan para ésta y cualquiera otra democracia moderna. Lo que está por determinar es la cantidad y calidad de órganos afectados por la temible metástasis.
   En este tipo de asuntos, como en casi todos los verdaderamente relevantes, las novedades parecen brillar por su ausencia. Ya Platón nos advirtió, hace dos mil quinientos años, de que el destino natural de la democracia es su degeneración en tiranía. Y no se equivocó, puesto que en esto, precisamente en esto, han desembocado la inmensa mayoría de los regímenes democráticos modernos: en una tiranía de los partidos políticos o, valga el eufemismo, en una partitocracia. Lo que nació como institución vicaria destinada a gestionar la voluntad de los ciudadanos, dada la imposibilidad material de una democracia directa en la inmensa mayoría de los estados actuales, con el correr de los años ha experimentado una hipertrofia que lo ha llevado a darle la espalda a los ciudadanos a los que supuestamente representa y a poner por encima de todo los intereses de la propia institución. Y todo esto ocurre, evidentemente, porque no se nos ha educado como es debido para ejercer nuestros derechos y obligaciones democráticas. Hoy en día, a pesar de la EpC, los españoles seguimos sufriendo un acusado déficit formativo en lo que respecta a esta asignatura. Desde hace treinta y tantos años, se nos ha recordado machaconamente la necesidad de que acudiésemos  a votar cada vez que se convocaban elecciones, pero da la impresión de que el interés de los responsables políticos nunca ha pasado de aquí. Siempre ha interesado que pensemos que nuestra única obligación política se reduce a introducir un papelito en la urna cuando se nos dice que lo hagamos. Siempre ha interesado, sobre todo, que tras este sublime ejercicio de libertad nos desentendamos completamente del asunto y que volvamos dócilmente a desempeñar nuestros quehaceres cotidianos, que ya ellos, los políticos, se encargarán de gestionar nuestra voluntad de la mejor de las maneras posibles. Y aquí está la gran falla del sistema. Al político –sea del signo que sea- no se le puede quitar el ojo de encima. Dejar que los políticos gestionen el poder sin contar con mecanismos de control externos al propio sistema de la política es un acto de una irresponsabilidad comparable al que supondría el hecho de encomendar a un toxicómano la custodia del alijo incautado por las fuerzas de seguridad del estado. El poder que proporciona la política es como la heroína, basta con probarlo una sola vez para terminar convertido en un adicto de por vida. Que le pregunten a Putin, si no. Son muchos los que llevan toda su existencia aferrados a su escaño o al vulgar sillón de skay del ayuntamiento de su municipio; son muchos los que han hecho de la política una profesión; y son muchos, además, los que necesitarían someterse a un tratamiento de desintoxicación a base de metadona y otros sucedáneos para poder renunciar a la erótica del poder. Esto es algo que cualquiera que tenga más de treinta años puede comprobar. La única manera de que el político abandone gustosamente y sin excesivas pataletas su condición de tal es que la renuncia le aporte más ventajas que  inconvenientes.
   Hasta hace unos años era todavía frecuente que se apelase a la Razón de Estado a la hora de justificar ciertas prácticas contrarias al derecho pero, al mismo tiempo, consideradas como necesarias para salvaguardar los intereses de la mayoría. Pero las cosas de la política ya no parecen ser lo que eran. A tenor de la evolución general de nuestra reciente democracia, nos resulta completamente imposible no dudar de que el interés común siga constituyendo la piedra de toque con que discriminar lo realizable de lo no realizable en política. Todos los indicios apuntan en la misma dirección: la Razón de Estado ha sido desbancada de su lugar de preeminencia y ahora su puesto es ocupado por lo que podríamos denominar Razón de Partido.
   Tanto el partido del Ejecutivo como el que ejerce la oposición son conscientes de la imperiosa necesidad de llegar a un acuerdo en materia de educación, pero, según todos los indicios, lo realmente prioritario para ambos es combatir y debilitar al rival. Tienen asumido que negociar y pactar con el contrincante es una manera de claudicar y, por tanto, una manera de renunciar a una considerable porción de poder. Al enemigo, ni agua. Este es el lema que unos y otros entonan antes de irse a dormir y al levantarse por la mañana. Yo, mi, me, conmigo…, nosotros. Así declinan su credo. Y los demás, la mayoría formada por todos nosotros, mirando para otro lado, convencidos de que trabajan en pro de los intereses generales.
   Quien suscribe estas líneas es tremendamente pesimista en lo referente a la viabilidad del ansiado pacto por la educación. Lo único que surtiría efectos sobre la conciencia corporativista de la casta política –que sólo tiene ojos para el recuento de los votos- sería una “megamanifestación” organizada e integrada por ciudadanos de distintas ideologías políticas pero, al mismo tiempo, con una inquietud común: el futuro educativo de nuestros hijos.

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