Soy el fruto del primer pecado y el vástago de la más confusa promiscuidad. Fui engendrado en la plaza pública por mil padres, aunque, bien es cierto, sólo uno de ellos me dio el ser. Cuentan que a mi nacimiento asistieron las musas y Maya la griega, pero, a pesar de semejante privilegio, los Hados no me fueron del todo propicios, pues muy pronto me vi recluido entre cuatro paredes donde yo era uno más entre otros muchos. Y allí, en aquella casa gris de pasillos desangelados, mi cuerpo fue expuesto a la curiosidad pública y tuve que soportar que toscas manos acariciaran mi piel y que dedos inquisitivos penetraran mis más recónditos pliegues. Todos, barbados y lampiños, en mayor o menor medida, supieron gozarme, y a mí no me quedó más remedio que dejarme hacer. Pero lo peor de todo, sin ninguna duda, fue tener que soportar sus miradas, pues si los dedos herían las entretelas de mi carne, la avidez que ardía en sus ojos entraba hasta lo más hondo de mi alma con el ímpetu viril de un ariete que fuese manejado por bravos soldados, dispuestos a saquear los valiosos tesoros ocultos tras la última defensa. De esa manera, pues, durante meses, mi cuerpo fue de continuo manoseado, forzado y penetrado por todas las manos, por todos los dedos y por todas las miradas. Hasta que llegaste tú. Sí, tú fuiste el único que comprendió que nací para darme, que mi cuerpo y mi espíritu estaban dispuestos a entregar todos sus tesoros a cambio tan sólo de otra mirada y de otras caricias. Además, sabiendo como sabías que otros antes que tú me habían gozado, no diste a esto mayor importancia y me tomaste entre tus manos delicadas y compraste mi libertad. Afortunadamente, los tiempos han cambiado y ya no es como antes, cuando los que somos como yo teníamos que llegar a las manos de nuestros amantes con un cuerpo sin desflorar. Alguien, no recuerdo quién, quizás otro compañero recluido en la misma casa, me contó una vez cómo era el procedimiento de entonces. Al parecer, mientras permanecíamos en la casa gris de desangelada geometría, nuestra intimidad era preservada de dedos y miradas gracias a que los íntimos pliegues de nuestro cuerpo permanecían soldados entre sí por una membrana, de manera que sólo quien compraba nuestra libertad tenía el privilegio de romperla y penetrar en el interior de nuestro ser. Pero hoy, como digo, ya no es como ayer, y por eso no tuviste grandes reparos a la hora de tomarme y llevarme contigo. Nunca olvidaré aquel día en que mi cuerpo fue, por fin, tuyo. Era ya de noche cuando llegaste, apenas un momento antes de la clausura y estando ya mi casa sosegada después de un largo día de ajetreos y bullicios. Tantos como éramos, todos iguales en apariencia, y te fijaste en mí. Lo primero que sentí fue tu mirada cálida resbalando sobre mi cuerpo sin demorarse, como una lengua golosa que lamiera un caramelo. Pero luego tus ojos desandaron el camino recorrido y se posaron sobre mi dorso, fino y nervudo como el de un atleta. En el momento en que tus manos me apresaron fue cuando, por primera vez, fui consciente de mi realidad exclusiva y sustancial, pues el gesto de tu arrebato fue también el de mi nacimiento a un mundo nuevo de individualidad en el que era posible tener un nombre y unos apellidos. Como un ladrón en la noche, emprendiste el camino de vuelta hacia tu hogar, hacia mi nuevo hogar, y durante todo ese trayecto pude sentir el pálpito acelerado de tu corazón impaciente a través del rudo cuero de la mano con que aferrabas mi cuerpo. Sentí, sí, -como dije-, que volvía a nacer, que renacía a otra vida más plena y auténtica, porque tú me habías elegido. Pero…, -siempre tiene que haber un dichoso pero,-, debe de ser verdad lo que dicen los filósofos, la felicidad no existe como estado, sino como momento, como instante fungible, como una falla majestuosa de existencia efímera que ha de ser consumida por el fuego de la pasión. Y ha de ser así porque una felicidad permanente inocularía en nuestro ser su propio antídoto anestesiante. Cuando llegamos a nuestra casa y vi el lugar que en ella me tenías reservado, mi gozo, como dice el refrán, fue a parar al pozo profundo de la desilusión. Es verdad, no lo niego, que me dedicaste unos minutos durante los cuales tus dedos y tu mirada se recrearon brevemente con los entresijos de mi juvenil cuerpo, abierto por entero para ti y dispuesto para darse todo, pues ya sabes que para eso nací y que tu goce es también el mío. Pero fue un placer efímero, también para mí. Con un gesto de desapasionada desgana me dejaste en lo que a partir de entonces habría de ser mi espacio privado y cerraste indiferente la puerta. Comprendí entonces que allí no estaba solo, que había, como en mi anterior casa, otros muchos como yo, prisioneros todos de la misma geometría, víctimas todos de la misma indiferencia, inmersos todos en el anonimato del número. A partir de entonces la ceniza del tedio puso su nido en mi espíritu. Las horas se convirtieron en días, los días en semanas, las semanas en meses…, hasta que el tiempo se convirtió en una sustancia blanda y mucilaginosa en la que ya no era posible cercenar el pasado del presente ni el presente del futuro. Era como si el tiempo hubiese colapsado en un instante único y siempre idéntico a sí mismo, en un presente redondo y parmenídeo…Tic…tac…tic…tac…tic…tac..., desgranaba los segundos el reloj de la pared con su cadencia de salmodia. Y mi cuerpo, replegado ahora sobre sí mismo, fue recibiendo el sedimento de los días, y mi piel se fue ajando, vistiéndose con la pátina mortecina de lo viejo…
…..La experiencia enseña que para encontrar es necesario dejar de buscar y que sólo encuentra quien espera lo inesperado. Una mañana, meses después, algo súbitamente cambió. Entraste en mis aposentos con paso firme y la luz de tu mirada, como la otra vez, cayó de nuevo sobre mí como un rayo. Y de repente, cuando tus manos rozaron nuevamente mi espalda, la costra anestesiante que los días habían ido depositando sobre mi cuerpo se quebró como un cristal y me sentí vibrar y estremecer, otra vez joven, como una novia que tras las nupcias espera impaciente y sumisa el momento de la consumación. La hora de mi entrega definitiva había llegado. Ligeramente recostado en tu sofá favorito, me colocaste sobre el regazo y las cálidas yemas de tus dedos viriles, como la avanzadilla de un ejército, fueron reconociendo la variada orografía de mi cuerpo, sus turgencias y sus ángulos. Comenzaba el asedio. Al tiempo que tus manos me elevaban, inclinaste ligeramente el torso y, abriendo en dos el fruto maduro de mi cuerpo, aspiraste el embriagador aroma de mis entrañas ubérrimas. Y en ese aroma reconociste el tuétano de cada cosa, destilado siglo tras siglo desde el comienzo de los tiempos, desde el momento mismo en que el Logos se hizo carne. Reconociste, sí, la sabia del sándalo y la jara, la esencia melosa del fruto del sicomoro, el salado perfume del crustáceo, el jugo genésico de todo lo que fue, es y será. Sí, el tuétano de todo ser macerado por el tiempo y exudado por los poros de mi enervada piel. Los ojos de tus dedos acariciaron mi alma, y me fuiste arrebatando, uno por uno, los secretos tesoros que escondía, y todo mi ser fue tuyo en el momento en que mi espíritu se volvió translúcido para ti, en el momento en que tu alma, como una ventosa, absorbió la mía, en el momento en que, por fin, fuimos uno.
Ahora que formo parte de ti, ahora que vivo en tu espíritu, observo cómo el que fuera mi cuerpo, caparazón huero, envejece lentamente en su estante. Tal es el destino del cuerpo de los libros después de haber sido leídos.