Hondas
fueron sus raíces, fresquísimas sus ramas en las que tantos nuevos
pájaros cantaron para la poesía española.
Muñoz Rojas, J. A., Amigos
y maestros, Pre-textos, p. 105, 1992.
En las páginas que
siguen aspiramos a establecer, en primer lugar, un vínculo de unión
entre dos constructos culturales aparentemente diversos y distantes:
entre la filosofía primera de Federico Nietzsche y la poesía de
corte neopopulista de Federico García Lorca. Ello obedece al
convencimiento de que en la obra poética del granadino asistimos a
la consumación del proyecto filosófico del alemán, dado que un
proyecto tan ambicioso como el suyo, según constatará Heidegger
unas décadas después, sólo podía hallar continuidad en el ámbito
de lo poético. De entrada, es cierto, nada nos hace pensar que
entre uno y otro pueda existir un mínimo común denominador que los
emparente de alguna manera, pero una lectura atenta y perspicaz de
los escritos de ambos no puede por menos que terminar revelando la
existencia de una serie de conexiones y vínculos profundos que los
aproximan de una manera insospechada, hermanándolos en el seno de
una cosmovisión que podríamos denominar vitalista. Lo ario frente a
lo mediterráneo, lo académico frente a lo espontáneo e informal,
la misantropía frente a la sociabilidad y la montaña frente al
valle y la dehesa son los contrarios que tras una primera
consideración nos salen al paso para escamotearnos la común
sensibilidad vitalista y el común proceder eminentemente intuitivo.
Además de la música. ¿Qué decir del papel capital que la música
ha jugado en la vida de ambos Federicos? También pretendemos mostrar
cómo esta coincidencia entre ambos iconos de la cultura europea y
universal sólo cobra sentido pleno si la contemplamos desde la
óptica de la ideología romántica.
Para comenzar, hemos
de prestar atención, por un momento, a la caracterización que los
amigos y conocidos más cercanos hicieron en su momento de los dos
protagonistas de este ensayo.
Cósima Wagner, en
carta a Malwida, dice lo siguiente:
Creo
que en Nietzsche hay un oscuro
fondo productivo
del que él mismo no tiene conocimiento; de ahí procede lo que hay
de significativo en él, lo que a él mismo le asusta, mientras que
todo lo que él piensa y habla, lo que es diáfano, no tiene
realmente mucho valor. Lo telúrico
es importante en él, lo solar carente de valor, y a través de la
lucha con lo telúrico, atemorizadores e insoportables…, sus
grandes pensamientos no le llegan, a buen seguro, del cerebro, sino
¿de dónde? Bueno, quién podría decirlo.
Dice Salvador Dalí en
un fragmento de su Vida secreta:
Aunque
advertí enseguida que mis nuevos amigos iban a tomarlo todo de mí
sin poder darme nada a cambio (…), por otra parte la personalidad
de Federico García Lorca produjo en mí una tremenda impresión. El
fenómeno poético en su totalidad y en carne
viva surgió súbitamente ante mí
hecho carne y hueso, confuso, inyectado de sangre, viscoso y sublime,
vibrando con un millar de fuegos de artificio y de biología
subterránea, como toda materia dotada
de la originalidad de su propia forma.
Y Vicente Aleixandre:
(…)
sus pies se hundían en el tiempo, en los siglos, en la raíz
remotísima de la tierra hispánica,
hasta no sé dónde, en busca de esa sabiduría profunda que llameaba
en sus ojos, que quemaba en sus labios, que encandecía su ceño de
inspirado (…) Sólo una remota montaña andaluza sin edad,
entrevista en un fondo nocturno, podría entonces hermanársele.
¿Qué es lo agrario,
lo telúrico, lo natural y lo biológico en Lorca sino distintas
maneras de aludir a lo que Nietzsche nombrara, en su obra magna Así
habló Zaratustra, mediante el sintagma sentido de la tierra?
Ambos creadores, por tanto, estarían hermanados en el primitivo
culto a Dionisos; ambos serían egregios representantes de la
feligresía que rinde culto y pleitesía a la Vida; ambos, en suma,
como enemigos acérrimos de una civilización científico-técnica
que, cual rodillo inmisericorde, amenaza con nivelar la faz de la
tierra a base de asfalto y de acero inoxidable.
*
Hablar del sentido de
la tierra es lo mismo que hablar de la visión dionisíaca del mundo,
que es, a su vez, esa misma que nos transmitieron Esquilo y Sófocles,
los dos grandes poetas trágicos de la Grecia Antigua. Visión
dionisíaca del mundo significa, en consecuencia, visión trágica o,
con la venia de Unamuno, sentimiento trágico de la vida.
En el año 1871 el
joven profesor que entonces era Nietzsche da a luz El nacimiento
de la tragedia en el espíritu de la música, una obra que, como
sabemos, supondría su expulsión del acogedor y cálido ámbito
académico y, como contrapartida, su bautismo de fuego en el difícil
y precario oficio de la filosofía intempestiva e itinerante. En
realidad, la razón de ser del libro es dar a conocer a los hombres
la buena noticia (evangelio) que supone el re-nacimiento
(epifanía-parusía) de la tragedia antigua en la obra musical de
Richard Wagner (auténtico y definitivo mesías), prodigio éste que
se habría producido en un lugar santo llamado Bayreuth. La labor de
Federico Nietzsche, modesto profesor universitario, se habría
limitado a, como otrora hicieran los evangelistas, poner su pluma al
servicio de la divulgación del evento y a anunciar la buena nueva.
También él, como otros antes que él, hubo de sufrir por ello
persecución y martirio.
Pero toda buena nueva
precisa ser incardinada en el tronco de la tradición para poder ser
comprendida y aceptada, es decir, exige ser vista como promesa
mesiánica y como profecía. Sólo el método genealógico nos
permitirá ver de qué manera lo último es la conclusión natural de
unos acontecimientos ocurridos illo tempore. Y es por ello que
el libro en cuestión deba comenzar, necesariamente, con una
caracterización de lo originario, que no es otra cosa que la visión
dionisíaca del mundo. Lo característico de esta visión es también
lo característico de las primitivas religiones naturalistas y
panteístas que habían dominado en toda la cuenca del Mediterráneo
hasta el momento de las invasiones de los pueblos dorios de origen
ario. Estos pueblos invasores, evidentemente, trajeron consigo una
cultura distinta a la existente en los territorios sometidos y, en
consecuencia, también una religión igualmente distinta. El panteón
de los pueblos mediterráneos era de naturaleza ctónica y panteísta,
por lo que los rituales de sus cultos solían estar vinculados con la
fertilidad y con los ciclos naturales. El culto a la Gran Madre
–concreción y personificación de la potencia genésica de la
Naturaleza- posiblemente constituya el rasgo más sobresaliente de
esta forma de religiosidad. Pero resulta que el panteón importado
por los nuevos amos poco o nada tenía que ver con esto que acabamos
de describir de manera somera. Se trataba, antes bien, de un panteón
de tipo olímpico y celestial, integrado, por tanto, por divinidades
vinculadas con los astros y fenómenos atmosféricos, como el sol, el
viento, la luz y el rayo. ¿Cuál fue el resultado de la
confrontación de ambos cultos? La historia del Cristianismo y de su
difusión a lo largo y ancho del mundo nos proporciona una enseñanza
de tremendo valor: una de las primeras medidas que suelen emprender
los vencedores y conquistadores cuando arriban a un nuevo territorio
es la eliminación, supresión y demonización de la cultura
autóctona. Llega un momento, no obstante, -generalmente después de
haber sufrido varias derrotas en este terreno-, en que no les queda
más remedio que optar por la conciliación y por la asimilación.
Cuando no se puede vencer a un enemigo, lo más sensato es
incorporarlo en las propias filas. Esto es lo que hicieron, al
principio, los romanos con los pueblos bárbaros vecinos. Y esto es
también, ¿cómo no?, lo que ocurrió con las dos formas de concebir
la divinidad que acabamos de referir, la septentrional y la
meridional. El equilibrio entre los principios de lo apolíneo
–panteón olímpico- y de lo dionisíaco –panteón ctónico o
telúrico- de que nos habla Nietzsche al comienzo de su obra sería,
por tanto, el resultado de lo que podríamos denominar una solución
de compromiso. Y la tragedia, tal y como fragua en las obras de
Esquilo y de Sófocles, representa la más perfecta concreción de
este equilibrio tan precario y, a la vez, tan productivo.
Apolo, en tanto que
figura paradigmática de lo que hemos denominado panteón
olímpico, es caracterizado por Nietzsche con los siguientes
rasgos: sueño, apariencia, luminosidad, espíritu, escultura,
medida, proporción y racionalidad. A Dionisos, en cambio, en tanto
que figura paradigmática del denominado panteón ctónico, lo
caracteriza con estos otros: embriaguez, profundidad, oscuridad,
noche, cuerpo, música, desenfreno, desproporción, instinto y
pasión.
En las primeras líneas
de El nacimiento de la tragedia nos dice Nietzsche lo
siguiente:
(…)
esos dos instintos tan diferentes marchan uno al lado del otro, casi
siempre en abierta discordia entre sí y excitándose mutuamente a
dar a luz frutos nuevos y cada vez más vigorosos, para perpetuar en
ellos la lucha de aquella antítesis, sobre la cual sólo en
apariencia tiende un puente la común palabra “arte”: hasta que,
finalmente, por un milagroso acto metafísico de la “voluntad”
helénica, se muestran apareados entre sí, y en ese apareamiento
acaban engendrando la obra de arte a la vez dionisíaca y apolínea
de la tragedia ática.
Si lo normal es que
cada uno de los instintos marchen cada uno por su lado, la mayor
parte del tiempo en abierta discordia, entonces es completamente
normal que el ayuntamiento que se constata en la Hélade, entre los
siglos VI y V a. C., haya de tener un carácter meramente ocasional y
circunstancial. La relación que lo apolíneo mantiene con lo
dionisíaco, por tanto, sería similar a la que suelen mantener entre
sí los miembros respectivos de los matrimonios o parejas de hecho.
Y, tanto es esto así, que podríamos incluso extender el símil
hasta el punto de afirmar que la razón principal de que ambos
instintos hayan conseguido conferir cierta solidez a su maridaje
vendría dada por la lozanía y hermosura del fruto de consuno
engendrados, fruto este al que habrían sacrificado los respectivos
intereses particulares.
Pero nada en esta vida
es para siempre. Habiendo tiempo de por medio, hasta las relaciones
más sólidas terminan haciendo aguas. Si el rasgo distintivo de la
tragedia, según hemos dicho, viene dado por la presencia en su mismo
corazón de los referidos principios, siempre en equilibrio precario,
entonces es fácil colegir bajo qué circunstancias se ha de producir
la muerte de ésta: por desequilibrio. Cosa que, por otra parte, no
supone excepción alguna a una regla dotada de validez universal.
¿Qué es una enfermedad sino un desequilibrio –desajuste o
desarreglo- que se produce en el interior de los seres vivos? La
tragedia, de hecho, murió como consecuencia de lo que podríamos
denominar crecimiento metastático del componente apolíneo, es
decir, por un exceso patológico de racionalismo. Y el responsable
directo de que esto ocurriera, según Nietzsche, habría sido
Eurípides y su mentor Sócrates.
En
Eurípides se da por el contrario una luminosidad contenida, propia
de los artistas modernos: su carácter artístico casi no griego se
puede concebir del modo más sintético bajo el concepto de
socratismo. “Todo ha
de ser consciente para ser bello” es el principio de eurípides
paralelo al socrático “todo ha de ser sabido para ser bueno”.
Eurípides es el poeta del racionalismo socrático. (El
pensamiento trágico de los griegos, p. 107)
Ahora bien, ¿cuáles
fueron los elementos específicos responsables del desastre? ¿Qué
contenía el veneno que se le administró para que en tan poco tiempo
perdiese toda su antigua lozanía y esplendor? Según Nietzsche,
fueron dos los ingredientes patógenos responsables del desastre: el
prólogo y el recurso al deus ex machina. En la introducción
de ambos recursos, de hecho, se cifraría el nacimiento de lo que se
ha dado en llamar comedia ática nueva.
El socratismo, o lo
que desde una perspectiva netamente filosófica se denomina ratio
socrática, representa la cuña cuyo ímpetu inicial va a
escindir el mundo en dos mitades desde entonces consideradas como
antagónicas e irreconciliables: mundo inteligible-mundo sensible,
espíritu-cuerpo, entendimiento-sensibilidad –o instinto-, cultura
académica-cultura popular, etc. De hecho, no sería descabellado el
hecho de ver toda la civilización occidental como consecuencia del
despliegue progresivo de los implícitos de la ratio
socrática.
Pero, ¿cuál es el
lugar que corresponde al componente dionisíaco en todo este proceso?
Hemos de recordar que la hegemonía de uno de los principios del
mencionado binomio no implica la total supresión de su opuesto
antagónico-complementario sino, más bien, su eclipse temporal. No
puede ser de otra manera toda vez que se trata de dos potencias
artísticas “que brotan de la naturaleza misma” (El nacimiento
de la tragedia, pag. 46).
En una conferencia
pronunciada por Nietzsche en 1970 y que forma parte de los trabajos
preparatorios para El nacimiento de la tragedia, podemos leer
lo siguiente:
Ese
elemento (del que nació la tragedia) es un potente impulso
primaveral que irrumpe con fuerza, una especie de sentimiento de
furia y de ímpetu mezclados, como los que sienten todos los pueblos
candorosos y toda la naturaleza ante la proximidad de la primavera.
Es sabido que también nuestros carnavales y mascaradas son en su
origen fiestas de la primavera como ésas (…). Aquí todo es
instinto profundo. Aquel terrible entusiasmo dionisíaco de la
antigua Grecie encuentra su analogía en los bailarines de San Juan y
de San Vito de la Edad Media, que se trasladaban de una ciudad a
otra, incrementándose en grandes masas, bailando, saltando,
cantando. (…) Nosotros estamos convencidos de que el drama antiguo
ha surgido de una plaga popular como ésa, y que la desgracia de las
artes modernas es precisamente no haber surgido de esa fuente llena
de misterio. (El drama musical griego, pp. 84, 85.).
Así pues, lo
dionisíaco, tras su excomunión y anatematización por parte de la
sedicente recta ratio, queda relegado y replegado –reducido
a su mínima expresión y en estado de latencia germinal- en el
interior de la tierra nutricia de la denostada cultura popular, a la
espera de que las circunstancias propicias que generan las grandes
fiestas les permitan aflorar y manifestarse por unos días. Lo
dionisíaco, si se nos permite el símil, poseería unas virtudes
similares a las de esas semillas que, habiendo sido encontradas en
los sepulcros de los faraones en el interior de recipientes de
arcilla, vuelven a germinar después de varios miles de años en
cuanto se les proporciona lo necesario para ello.
Pues bien, el
evangelio que representa El nacimiento de la tragedia1,
según dijimos unas líneas más arriba, supone la constatación de
que este elemento dionisíaco del que venimos hablando ha conseguido
por fin, después de muchos siglos de represión y de exclusión,
aflorar a la superficie para hollar unos terrenos que le habían
estado vetados desde que se firmara la entente cordiale
Eurípides-Sócrates. El afloramiento en cuestión se produjo,
primeramente, en el ámbito de la Filosofía de la mano de
Schopenhauer; pasaría a continuación al ámbito del Arte,
concretamente del musical, de la mano de Wagner; y se desplazaría,
finalmente, al de la Religión de la mano de Nietzsche. El mundo
como voluntad y representación, el drama musical wagneriano –El
anillo del Nibelungo como ejemplo paradigmático- y Así habló
Zaratustra son los documentos en los que se trata de dar fe de
esta suerte de parusía o segunda y definitiva venida del
sagrado principio de la vitalidad.
Esta imagen trinitaria
(Schopenhauer-Wagner-Nietzsche / Moisés-Bautista-Mesías) es la que
finalmente terminó cuajando en la mente del propio Nietzsche, pero,
como sabemos, El nacimiento de la tragedia es deudor de un
esquema, igualmente sacro, pero cualitativamente distinto de éste,
de un esquema en el que a Wagner le correspondería desempeñar el
papel de Mesías y a él, al propio Nietzsche, el de simple
evangelista. Lo que se afirma en esta obra inmadura de juventud es,
básicamente, que en la música de Wagner se ha producido el
renacimiento de la antigua tragedia o, lo que a fin de cuentas viene
a significar lo mismo, que en la música de éste volvemos a
encontrar los dos instintos constitutivos de las artes ayuntados en
perfecto maridaje y en un mismo plano de igualdad. Pero el caso es
que nuestro filósofo no tardaría en darse cuenta de la inmadurez de
este su primer escrito serio. Por ello, en el año 1886 se ve
obligado a añadir al texto de la tercera edición un Ensayo de
autocrítica en el que viene a resumir sus principales defectos:
exceso de romanticismo y supeditación a las figuras –y a las
ideas- de Schopenhauer y Wagner.
A la par que Nietzsche
entonaba la palinodia de la apostasía, iniciaba su largo peregrinar
hacia el sur en pos de la luz y del calor que precisaba para soportar
la existencia. Los lugares de su divagación fueron las montañas
suizas, Nápoles, Turín, Niza…Una serie de lugares que, desde la
óptica de la brumosa Alemania, se le mostraban al filósofo
caminante revestidos con los encantos de lo meridional, pero que,
desde la óptica propia de los pueblos netamente mediterráneos es
inevitable considerar como todavía excesivamente septentrionales. En
efecto, el sur elegido por Nietzsche para continuar rastreando la
presencia de lo dionisíaco seguía quedando demasiado al norte.
También allí la impronta de lo vital había quedado reducida a su
mínima expresión tras el paso del rodillo civilizador de la ratio
socrática. Hasta que un buen día, al parecer en Niza, después de
asistir a una representación de la ópera Carmen, de Bizet,
fue objeto de una especie de revelación súbita, similar a la que
experimentara cuando, siendo apenas un adolescente de diecisiete
años, cayó en sus manos el libro de Schopenhauer El mundo como
voluntad y representación. ¡La música, siempre la música! De
Nietzsche, un espíritu sensible como pocos, se podría decir que
experimentaba la vida sub specie musicae, en el sentido de que
para él la piedra de toque con que sopesar el valor de las cosas
vendría dada por la capacidad de éstas para metamorfosearse en
armonía y melodía. En Carmen, obra donde se recrean –hasta
el extremo de la deformación tópica- algunos de los motivos
populares españoles de mayor enjundia, barruntó nuestro pensador la
presencia de lo dionisíaco, ya no agazapada y cohibida, sino
exuberante y desatada, espontánea y superficial. De hecho, sabemos
que poco tiempo después haría planes con un amigo para pasar una
temporada en Barcelona. El ofuscamiento mental de principios de enero
de 1889 truncaría éste y todos sus restantes proyectos.
La pregunta que cabe
hacerse a continuación es la siguiente: ¿qué curso habrían
seguido las ideas de Nietzsche en el caso de haber podido disfrutar
de una vida más longeva? Jamás sabremos la respuesta. Hemos de
conformarnos con simples conjeturas. Aunque, también es cierto que
no todas las conjeturas poseen la misma capacidad para lograr
adhesiones. A nosotros, particularmente, nos resulta sumamente
atractivo suplir mediante la imaginación ese tramo oscuro de sus
últimos años con la siguiente secuencia de anécdotas:
7 de enero de 1889. El
profesor Nietzsche y su inseparable amigo Rohde embarcan en el puerto
de Nápoles rumbo a Barcelona. Arriban a la ciudad condal apenas
cinco días después de haber zarpado y habiendo disfrutado de una
apacible travesía. Rápidamente buscan un lugar donde alojarse
para, sin tiempo que perder, sumergirse en la maraña de la ciudad
vieja: ramblas, catedral, barrio gótico…Pero, tras los primeros
contactos con la población nativa no pueden evitar experimentar una
molesta sensación de dejà vu. Lo que observan durante esos
primeros días se les antoja una variante prosaica de las formas de
vida y de la cultura propias del sur de Francia y del norte de
Italia. Afortunadamente, antes de que la desilusión terminase de
tomar asiento en sus respectivos ánimos, una noche, en una taberna,
a sus hiperestésicos oídos llega el rasgar angustiado de una
guitarra acompañado de unas voces que, a diferencia de las
restantes, parecen proceder de una región distante y remota en el
tiempo. Tras informarse debidamente, no sin esfuerzo, deciden
proseguir su viaje hacia el sur atravesando los yermos polvorientos
que en su día hollara Don Quijote. Valencia, Albacete, Córdoba,
Sevilla y, ya por fin, Ronda. Oronda, fidelis et fortis.
Montaña y dehesa, cielo y tierra, luz y oscuridad…, pero, sobre
todo, el esférico coso, trasunto del sol en la tierra, donde apenas
un siglo antes se produjo la hierofanía de lo trágico-dionisíaco
después de más de dos mil años de vida larvaria. Este, en efecto,
es el gran descubrimiento de Nietzsche y de su amigo Rohde. Después
de mucho buscar, después de mucho descartar, llegan a la conclusión
de que el lugar elegido por la tragedia para renacer se encuentra
situado en el sur del sur, en un lugar de España llamado Andalucía
y en un espectáculo de origen popular conocido como corrida
por muchos y como tauromaquia por unos pocos. Poco tiempo
después sabrán también de la existencia del misterio trinitario de
la juerga flamenca –cante, baile y toque-, de esa otra fiesta
popular donde no falta ninguno de los elementos de las antiguas
representaciones trágicas. Por si lo anterior no fuese suficiente,
Nietzsche, quien no soportaba ni el vino ni la cerveza ni el café,
descubre que un par de copitas de fino o de manzanilla antes de las
comidas no suponen para su delicada salud quebranto alguno.
*
Hemos tenido que
reconstruir imaginativamente lo que pudo haber sido y que, por
avatares de la vida, no pudo llegar a ser. Pero hay algo que es mucho
más que un mero fruto de la imaginación: la obra poética de
Federico García Lorca. Se recordará que unas páginas atrás
afirmamos que la producción artística de éste podría
considerarse, en buena medida, como una suerte de conclusión natural
de los principios contenidos en las tesis que Nietzsche expusiera en
la primera etapa de su filosofía, caracterizada, por otra parte, por
su supeditación incondicional a los postulados románticos de
Schopenhauer y Wagner. Las ideas de Nietzsche, más que conceptos
diamantinos y perfilados, piden imágenes, intuición y ritmo, esto
es, poesía y, sobre todo, música.
En el año 1933 Lorca
pronunció una conferencia a la que tituló Teoría y juego del
duende. En esta conferencia podemos leer lo siguiente:
(…)
Este poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo
explica es, en suma, el espíritu de la tierra, el mismo duende que
abrazó el corazón de Nietzsche, que lo buscaba en sus formas
exteriores sobre el puente Rialto o en la música de Bizet, sin
encontrarlo y sin saber que el duende que él perseguía había
saltado de los misteriosos griegos a las bailarinas de Cádiz o al
dionisíaco grito degollado de la siguiriya de Silverio
(Obras Completas, Aguilar, 1969, p. 110)
En su momento dijimos
que la conferencia en cuestión debería ser considerada como el
texto donde García Lorca formula los principios fundamentales de su
Ars Poetica. Pero no sólo esto. Consideramos, además, que en
este fragmento seleccionado se contiene la clave interpretativa de
todo su quehacer poético, y ello en la medida en que nos indica de
una manera clara y palmaria cuál es el marco teórico en el que
hemos de insertar su obra de cara a una correcta valoración e
interpretación.
García Lorca, en
primer lugar, sugiere que la búsqueda poética que él mismo
emprende coincide en lo fundamental con la búsqueda que en su
momento iniciara Federico Nietzsche, es decir, que su obra, como la
de éste, gravita en torno a los conceptos de lo trágico-dionisíaco
y del sentido de la tierra. Pero, una vez reconocido esta
coincidencia y esta deuda, acusa a su predecesor de no haber sido
capaz de hallar el auténtico lugar donde en verdad está presente el
santo grial de sus desvelos. Ni en Wagner ni en Bizet ni en la Italia
culta y civilizada podremos encontrar lo que buscamos. Es preciso
mirar más hacia el sur y, sobre todo, más a ras de suelo. Es
preciso, nos viene a decir Lorca, olvidarse de los lugares
trascendentes –de donde vienen la musa y el ángel- y mirar en
dirección a otro más allá que es, al mismo tiempo, un más acá
interior e inmanente. A este lugar interior, lugar de residencia del
duende, es al que alude nuestro poeta con las expresiones tuétano
de los huesos y últimas habitaciones de la sangre. Es
decir, el cuerpo frente al espíritu y, al mismo tiempo, cuerpo
transfigurado en espíritu a través del arte popular: flamenco
–cante y baile- y toros, principalmente.
Ahora bien, ¿de qué
nos habla realmente Lorca, de un renacimiento de lo
trágico-dionisíaco o, más bien, de su pervivencia a lo largo de
los siglos? Preferimos decantarnos por esto último. Si podemos
hablar de ocultamiento en relación al fenómeno de lo
trágico-dionisíaco, ello se debe, fundamentalmente, a su
pervivencia marginal en el ámbito de la cultura popular de una
determinada y específica región de Europa, de una región, por otra
parte, casi limítrofe con África. El suyo, por tanto, es el
ocultamiento propio de lo marginal. Siendo esto así, el hecho de que
muchos de los integrantes del Grupo del 27 aceptaran los postulados
de esa nueva corriente populista que surge con el Romanticismo habrá
de ser considerado como el factor responsable del renacimiento del
interés por lo popular. Poetas como Altolaguirre, Prados, Moreno
Villa, Alberti, Lorca y Manuel Machado, con su interés por la
cultura popular en general, y por la lírica popular en particular,
fueron quienes llamaron la atención sobre el riquísimo filón que
yacía oculto y sin aprovechar en este tipo de manifestaciones.
Podríamos decir que su mérito principal fue el de tomar una poética
–lírica, música, pintura…-, ya entonces agonizante tras siglos
y siglos de predominio de formalismo apolíneo, e injertarla en el
recio y vigorizante tronco de una cultura popular que hunde sus
raíces en la tierra y que, como muy bien viera Lorca, nos habla con
la voz de la sangre. Es así cómo el fantasma en que se estaban
convirtiendo las llamadas bellas artes consiguió hacerse con un
cuerpo por cuya virtud el peligro de la disipación y de la
consunción por sublimación extrema fue conjurado. Es así cómo esa
corriente de biología subterránea de la que hablaba Dalí al
caracterizar la poesía de Lorca pudo ser transfundida en el ya casi
exánime cuerpo de las artes, aportándoles así el pálpito y la
calidez magmática de que se hallaban necesitadas.
Estas segundas nupcias
entre lo apolíneo –lo formal y académico- y lo dionisíaco –lo
sustancial y popular-, como es obvio, no fue un fenómeno privativo
del ámbito literario general, o del lírico en particular, ya que
puede ser constatado en la práctica totalidad de manifestaciones
artísticas. Piénsese, por ejemplo, en el populismo sublimado de la
música de un Falla, en la evolución hacia el primitivismo que sigue
la pintura de Picasso, en la carnalidad de la arquitectura modernista
o en el cine expresionista alemán con su juego simbólico entre
luces y sombras. Consideramos que en todos estos casos la operación
realizada por el artista se reduce básicamente a lo que hemos
mencionado unas líneas más arriba: a injertar el frágil e
insustancial tallo en que habían devenido las artes tras siglos de
dieta de adelgazamiento en la recia cepa de la cultura tradicional.
Pero, una vez
realizadas estas aclaraciones, hemos de volver al tema que preside
este breve estudio. Decíamos que, aunque no lo reconozca de una
manera explícita, Lorca considera que es en su obra donde realmente
se produce el auténtico reencuentro entre los principios de lo
apolíneo y de lo dionisíaco, desavenidos y enemistados desde que
Sócrates y Eurípides los separasen mediante el uso sistemático del
escalpelo analítico.
Ahora bien, ¿cómo es
esta tragedia que, según hemos admitido, renace en la obra poética
de Federico García Lorca? ¿Se adapta ésta al mismo esquema
compositivo que podemos hallar en las creaciones de Esquilo y de
Sófocles? Para poder responder a estas cuestiones lo primero que
hemos de hacer es establecer los rasgos distintivos de la tragedia
antigua, pues sólo así podremos comprobar qué rasgos
característicos de ésta se mantienen en la obra de Lorca, qué
otros han desaparecido y, por último, qué aportaciones novedosas se
observan en la obra de éste. Como no podemos analizar todas y cada
una de las tragedias de los dos máximos representantes del género,
nos limitaremos al estudio de una de ellas, Edipo Rey,
posiblemente la más señera y representativa dentro del género.
Las cuestiones que se
abordan en la historia de Edipo son las siguientes:
- El poder omnímodo de la necesidad. Se trata de una necesidad que actúa como Destino, como una fuerza externa e inesquivable contra la que es inútil rebelarse.
- La cortedad y parcialidad del conocimiento meramente teórico.
Layo y Yocasta,
primero, y Edipo, después, intentan por todos los medios evitar que
el destino profetizado por el oráculo se llegue a cumplir, es decir,
procuran por todos los medios coger las riendas de su propia vida
para dirigirla libremente hacia el lugar previamente determinado por
su voluntad. Pero al final todos sus esfuerzos resultan baldíos. No
se dan cuenta de que cuanto más hacen en pro de evitar el encuentro
con su destino, tanto más se le aproximan. Es el carácter parcial e
imperfecto del conocimiento teórico lo que nos hace creer que somos
libres y dueños de nuestras propias decisiones, que podemos disponer
de nuestras vidas a nuestro arbitrio y antojo. Y, si la libertad es
una ilusión fruto del carácter imperfecto de nuestras facultades
intelectivas, lo propio del sabio tendrá que ser la aceptación
estoica de esa necesidad que constituye la atmósfera donde se
desenvuelve la vida de los humanos. Finalmente, la aceptación del
destino, cuando éste es doloroso, nos abre las puertas de una nueva
comprensión de la realidad mucho más certera y profunda que la que
nos pudiera proporcionar la mera consideración teórica. La
iluminación a través del dolor, esta es la gran enseñanza de la
tragedia. El dolor, en tanto que heraldo de la muerte, opera sobre
los individuos un efecto de depuración de todo lo accesorio y
accidental. El dolor, en virtud de su poder de depuración y de
concentración, es lo en verdad hace posible el cumplimiento del
precepto socrático: “¡conócete a ti mismo!” (Nota: Sócrates
como Janus bifronte. Su vida contradice su teoría. La ratio
socrática, con su fijación en los conceptos universales y en las
soluciones dialécticas -hay que recordar que donde hay solución
dialéctica no es posible la tragedia- es el responsable de la muerte
de la tragedia. Pero su vida es otra cosa. Los avatares de su vida
son el argumento de una nueva tragedia: aceptación de su destino,
comprende que con su muerte está consagrando la pervivencia de sus
ideas. Es consciente de la insuficiencia de lo meramente racional. Su
daimon le sugiere que cultive la música y la poesía).
Es el momento de
analizar la obra dramática de García Lorca. Pero, antes de entrar
en detalles, consideramos conveniente precisar que, desde nuestro
punto de vista, toda la obra del poeta responde a un mismo esquema
dramático de fondo, no sólo la convencionalmente considerada como
propiamente teatral. Del mismo modo que Lorca siempre actúa como
poeta, incluso cuando teoriza, también actúa siempre como autor
dramático. Las diferencias que pueda haber entre Bodas de sangre
y el Romancero gitano son meramente formales, nunca de fondo o
sustanciales. Poesía trágica, éste es el sintagma que mejor define
la obra del poeta granadino.
Pero atengámonos a la
trilogía trágica formada por Bodas de sangre, Yerma y
La casa de Bernarda Alba. En estas tres obras observamos el
siguiente esquema de fondo:
- La protagonista, pues siempre es una mujer, suele ser víctima de un deseo desaforado que se apropia de su voluntad impeliéndolo a actuar para así hallar satisfacción.
- La búsqueda de satisfacción siempre topa con algún impedimento que frustra el intento y que, generalmente, ocasiona la muerte del protagonista o de alguien cercano a éste.
- El resultado del proceso es lo que podríamos denominar una erotización de la muerte similar a la que podemos encontrar en la mística cristiana de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa de Jesús o, yéndonos al otro extremo, en la obra del Marqués de Sade (Nota: El erotismo, de Bataille).
- Siendo Eros y Thanatos principios igualmente eternos, el triunfo absoluto de uno de ellos coincide con el inicio de su decadencia. Cuanta mayor es la presencia de la muerte, más se muestra su opuesto a su través.
Así pues, una mujer
que busca la satisfacción del deseo que la embarga desde dentro, una
realidad exterior –los convencionalismos sociales, un marido, una
madre intransigente…- que impide dicha satisfacción y la muerte
como conclusión natural del proceso. Pero…-y ésta sería la más
importante aportación de Lorca al género dramático-, una muerte
que no es final sino principio. España, dice Lorca al final
de su conferencia sobre el duende, es el único país, junto a
México, donde la muerte no es el final. En todos los países,
dice, cuando llega la muerte se corre el telón. En España no. Un
muerto en España está más vivo como muerto que en ningún otro
lugar.
Tampoco deberíamos
minusvalorar la importancia del hecho de que los personajes
protagonistas de las obras propiamente dramáticas de Lorca sean
siempre mujeres. La Novia, Yerma, Adela, Mariana Pineda, la Zapatera,
Soledad Montoya…Mujeres todas que se rebelan contra su sino y
contra la opresión representada por las cuatro paredes de una casa,
por la institución del matrimonio, por el qué dirán o por
el sistema político. Es probable que de lo que realmente se trata es
de utilizar a la mujer como un símbolo de lo matriarcal, de esa
Madre Naturaleza creadora y destructora de todos los fenómenos
vitales. La Mujer como símbolo representaría las dos caras opuestas
y, al mismo tiempo, complementarias de la religiosidad natural donde
vida y muerte –placer y dolor, alegría y pena- se suceden en un
ciclo sin fin en consonancia con la sentencia del Zarathustra
nietzscheano: “Lo recto miente. Toda verdad es curva”. Prueba
de este valor dual de la mujer es el hecho de que en muchas ocasiones
ésta aparece como representante o delegada de las fuerzas
reaccionarias que impiden la satisfacción del deseo. ¿Qué mejor
ejemplo de esto que el personaje de Bernarda Alba?
Así pues, en la
tragedia renacida de Federico García Lorca existirían dos
ingredientes fundamentales que no encontramos en la tragedia antigua:
- La necesidad, en tanto que trasunto del Destino, es concebida siempre como deseode índole sexual. Se trata, además, de una necesidad que no sólo es interna a los personajes sino intrínseca, esto es, consustancial a su mismo ser y a su misma voluntad. No es algo que se imponga a estos personajes desde fuera, como una suerte de fuerza trascendente que toma posesión de sus voluntades, sino que llega siempre desde dentro, del tuétano de los huesos y de las últimas habitaciones de la sangre, según nos dice el propio Lorca tratando de caracterizar lo diferencial y específico del duende. Destino-Voluntad-Deseo-Instinto-Sexo…, distintos avatares y realizaciones de lo que, en realidad, en el fondo es siempre la misma realidad: el motor que desencadena la acción del personaje protagonista. La filosofía ínsita en la obra del poeta de Fuente Vaqueros, por tanto, es eminentemente vitalista y, si se nos permite la expresión, diríamos que pansexualista, en el sentido freudiano del término.
- La idea, más arriba reseñada, que hemos sintetizado en la fórmula erotización dela muerte y que, en el fondo, equivale a decir que Eros y Thanatos, los dos principios constitutivos de la religiosidad natural, mantienen una relación opuesta y complementaria al mismo tiempo. En la tragedia antigua el premio que se obtiene como consecuencia de la aceptación del destino trágico y doloroso es la revelación de una verdad mucho más profunda y precisa que la que se pueda obtener mediante un conocimiento meramente teorético y racional. En el caso de Lorca, tenemos la impresión de que todo se desenvuelve en el nivel de las pasiones y de los deseos y también de que la única recompensa final posible es la fruición mediante el dolor y el sufrimiento. A menos, claro está, que esto último pueda ser interpretado como la única moraleja posible en la experiencia trágica.
*
Una vez demostrada la
relación de continuidad entre los postulados del primer Nietzsche y
aquellos otros implícitos en el universo poético de García Lorca,
es el momento de hacer ver cómo sus constructos respectivos sólo
cobran un sentido pleno cuando son contemplados desde la óptica de
la ideología romántica.
El Romanticismo es un
movimiento cultural de muy amplio alcance, y ello en el sentido de
que su influencia se deja sentir en todas las manifestaciones y
niveles de la cultura del momento. El Romanticismo es, en el sentido
literal del término, la atmósfera en cuyo seno viven y respiran
todas las variantes y modalidades de la cultura, desde las más
genéricas a las más específicas. Este nuevo clima para las ideas,
como sabemos, obtiene su certificado de nacimiento con el movimiento
alemán de finales del XVIII conocido como Sturm und Drang,
extendiéndose por la mayor parte de Europa y América durante la
primera mitad del XIX. Pero lo que realmente nos interesa de este
movimiento es la cesura que introduce dentro de lo que, justo hasta
entonces, había sido una evolución continua y progresiva de los
acontecimientos históricos y culturales. Y es que el Romanticismo
marca un antes y un después en la historia del Occidente, porque lo
que a fin de cuentas representa es, básicamente, la constatación de
que el despliegue de la ratio socrática no puede ser
indefinido o, expresándolo mediante otra fórmula quizás más
asequible, la constatación de que el programa de la Ilustración ha
fracasado. Lo mismo nos da utilizar una u otra fórmula, puesto que
despliegue de la ratio socrática y programa de la
Ilustración son expresiones que, a fin de cuentas, aluden a la
misma idea. Es más, contemplada la cuestión desde una perspectiva
amplia, el Neoclasicismo característico del Iluminismo resultaría
un fenómeno equivalente a la mejoría que suelen experimentar los
enfermos terminales poco antes de morir. El último momento de
lucidez para un Occidente que agoniza o el último avatar en el
despliegue del conceptismo y del universalismo socrático, esto es la
Ilustración.
Cuando se habla de
Renacimiento, todo el mundo piensa en ese otro movimiento que se
inicia en la Italia del siglo XV y que se extiende por el resto de
Europa durante el XVI. Sólo algún especialista en Historia se vería
en la necesidad de matizar la definición para así poder incluir
fenómenos como el repunte cultural que se produce durante el período
carolingio o aquél otro que datamos en Francia en torno a los siglos
XII y XIII. Pero, ¿acaso no es el fenómeno de los ricorsi
una constante en la Historia Universal, un fenómeno que se ha
producido en multitud de ocasiones? Si no recordamos mal, fue Vico,
el filósofo italiano, quien planteó esta hipótesis. Aquí, no
obstante, queremos plantear otra hipótesis mucho más extrema y
arriesgada que la anterior: ¿por qué no considerar el movimiento
romántico como un radical y, quizás definitivo, movimiento
renacentista? El rasgo característico de los distintos renacimientos
habidos, de los menores y del antonomásico, es la propuesta de
retorno a los orígenes. ¡Borrón y cuenta nueva!, éste podría
ser su lema. Quien suscribe este tipo de propuesta lo hace,
básicamente, tras haber llegado a la conclusión de que el curso de
los acontecimientos históricos y culturales ha seguido una dirección
errónea que es preciso enmendar. Es desde esta óptica, por ejemplo,
desde la que habría que considerar la famosa duda metódica
cartesiana en tanto que procedimiento para hallar un punto de partida
sólido y firme sobre el que poder sustentar el edificio completo de
un saber seguro. Renacimientos, intentos de rectificación, por
tanto, son varios los que hemos tenido ocasión de constatar. La
diferencia que pueda haber entre unos y otros, por otra parte,
radicaría en el grado de intensidad con que se habrían producido,
es decir, en el grado de cuestionamiento de la historia y de la
cultura inmediatamente precedente. Así, resulta más o menos
evidente que el renacer de la cultura clásica localizado en el
período de tiempo que va desde el siglo IX al siglo XIII d. c., del
que sería deudora la síntesis escolástica de Santo Tomás de
Aquino, apenas afectó a la estabilidad del paradigma vigente. Cosa
muy distinta, sin embargo, es lo que ocurre con el Renacimiento
italiano. El alcance de éste es de tal intensidad que afecta al
edificio completo del conocimiento (emancipación de la razón en
relación a la fe y desarrollo del método experimental), a la
organización social (emergencia de la burguesía y decadencia del
sistema feudal), a la organización política (nacimiento de los
estados modernos), a la religión (Reforma Protestante), etc. En el
siglo XVI se establecen los fundamentos que harán posible el
surgimiento de un mundo cualitativamente distinto del que habíamos
conocido hasta entonces. Ahora bien, a pesar de la enorme importancia
de los cambios, hay algo de fundamental importancia que el movimiento
renacentista no cuestiona: la racionalidad misma sobre la que nuestra
civilización se ha venido sustentando, esa misma racionalidad a la
que unas líneas más arriba hemos aludido con la expresión ratio
socrática. La duda metódica a la que hemos hecho referencia
afecta, según hemos dicho, al edificio, pero sólo de manera
aparente a los cimientos. La renovación operada por los distintos
renacimientos siempre ha sido parcial, incluso la del siglo XVI,
debido a que nunca, hasta principios del siglo XIX, se ha cuestionado
el postulado racionalista sobre el que se sustenta nuestra cultura.
La razón de que no reconozcamos el Romanticismo como una
radicalización de lo específico del Renacimiento radica en que el
alcance de su cuestionamiento, en tanto afecta al postulado
racionalista básico, genera una cosmovisión radicalmente distinta
que es aquélla en la que nos hallamos instalados.
Nuestra civilización
occidental es como una planta majestuosa que ha brotado toda ella a
partir del germen originario de la ratio socrática, algo que
resulta, a su vez, de una suerte de hipertrofia del elemento
apolíneo-formal del que ya habláramos en su momento. Pero esta
planta trepadora, alimentada de su propia soberbia, ha crecido en
demasía y, como consecuencia, se ha ido progresivamente distanciando
del humus nutritivo del que depende su sustento. Llega un momento,
tras siglos de autogeneración, en que su enorme envergadura ya no le
permite seguir avanzando ni producir frutos lo suficientemente
suculentos y atractivos. Su inestabilidad es tal que cualquier
pequeña tormenta puede dar con ella por los suelos. Luego…, sólo
queda una solución: la poda. Si queremos lozanía y esplendor en los
frutos, si queremos estabilidad y seguridad, es preciso podar la
planta a ras de suelo, apenas unos centímetros por encima de las
raíces. Pues bien, esta labor de poda y de retorno a la raíz es lo
que realmente significa la irrupción del Romanticismo en el ámbito
de esta nuestra cultura occidental. El Romanticismo, en tanto que
renacimiento llevado a sus últimas consecuencias, es una
radicalización en el sentido literal del término, esto es, una
vuelta a la raíz y a ese momento anterior a la propia raíz en que
los dos principios germinales de lo apolíneo y de lo dionisíaco se
fusionan en indisoluble maridaje para dar lugar al cigoto del que
todo procede. Esto originario es lo que Dalí denomina biología
subterránea.
Nos hemos servido de
la metáfora de la poda para ejemplificar la radicalidad del poder
disolvente del Romanticismo en relación a toda esa cultura
precedente que se origina en Grecia en torno al siglo V a. C. Pero,
dada la importancia del fenómeno, todos los intentos de dilucidación
del mismo habrán de parecernos insuficientes.
Schopenhauer, primero,
y Nietzsche, después, al alimón con sus adláteres Marx y Freud,
serán los responsables de llevar a cabo esta labor de poda y de
regeneración. Aunque, si hemos de ser justos, no nos queda más
remedio que mencionar a David Hume, quien, según nuestra modesta
opinión, sentó las bases del vitalismo materialista característico
de los anteriores al afirmar que la función principal de la razón
es la de suministrar a las pasiones los medios que éstas necesitan
para verse satisfechas. (Nota). Nietzsche, por ejemplo, cuando quiere
aludir al fenómeno, suele recurrir a una serie de expresiones que
son recurrentes en su obra: ocaso de los ídolos, genealogía
y muerte de Dios. A fin de cuentas, la labor de Nietzsche, en
lo básico, consiste en denunciar la insuficiencia de la crítica de
la tradición llevada a cabo por el Racionalismo y el Empirismo,
primero, y por el Idealismo –como síntesis de ambos-, después. Lo
que Nietzsche reprocha a todos los pensadores que le han precedido es
su falta de valor y de arrestos de cara a llevar hasta sus últimas
consecuencias una crítica demoledora de la tradición. Según él,
todos se quedan cortos porque la Verdad que vislumbran del lado del
más acá se les antoja aterradora. Y de aquí, por otra parte, que
insista tanto en la necesidad de mirar fijamente los ojos de la
Medusa. El gran handicap de Descartes fue su cobardía. Para
embarcarse en su aventura de deconstrucción tuvo primero que
vacunarse con el antídoto de la moral provisional. Luego, para
conjurar el miedo que le produjo la contemplación del horripilante
rostro del Nihilismo, tuvo que echar mano del siempre socorrido Deus
ex machina, tal y como dos mil años antes hiciera su igual
Eurípides.
Poda, reducción
fenomenológica, deconstrucción, desublimación y radicalización.
Estos son los términos de que hemos de servirnos para mejor
comprender qué supuso el movimiento romántico en relación a la
cultura precedente.
Pero, ¿qué nos queda
después de haber sometido nuestra cultura a esta suerte de rapado al
cero? El fundamento, la base, eso que los griegos llamaron arché
y que no es otra cosa que la Vida entendida como principio creador y
como fuerza metaforizante. La Vida es la causa primera de todas las
cosas y, al mismo tiempo, la causa última. Es causa eficiente porque
de ella parte la energía que se precisa para crear; es causa
material porque crea a partir de sí misma, como una Gran Madre; es
causa formal porque los modelos arquetípicos de todas las cosas son
inmanentes a la propia Vida; y es causa final porque su razón de ser
es perpetuarse a sí misma.
Ahora bien, la Vida
nunca podrá ser percibida tal y como es en sí misma. Nuestra visión
de la misma siempre estará mediatizada por las formas, más o menos
cristalizadas, que continuamente forja en un proceso sin fin de
creación y destrucción. Esto significa, evidentemente, que a la
Vida le gusta disfrazarse y mostrarse al través de las máscaras de
la cultura o, lo que viene a significar lo mismo, que la relación
que podamos entablar con el Principio de Todas las Cosas siempre
estará amortiguado por alguna forma de cultura, por muy rudimentaria
que ésta sea.
Y esta cultura
rudimentaria e incipiente, en la medida en que coincide con la
denominada cultura popular, es lo que a nosotros más nos puede
interesar. Por cultura popular entendemos el mínimo común
denominador de cualquier otra forma de cultura, es decir, su
fundamento y condición de posibilidad. Si para elaborar los perfumes
más delicados y exclusivos hemos de partir de la materia prima que
representan las flores y otras sustancias y hemos de pasar por un
proceso de macerado, de fermentación y de destilado, con los frutos
de la denominada alta cultura ocurriría algo similar. La diferencia
es que la base y el punto de partida es, precisamente, la referida
cultura popular. La densidad y solidez de esta forma de cultura es
tal, que, por regla general, es lo único que permanece cuando las
grandes crisis y revoluciones derriban y laminan los grandes
constructos hegemónicos en cada época de la historia.
La cultura popular es
el recio tocón nudoso y espinoso que queda después de haber podado
a conciencia el exuberante y, por ende, frágil ramaje de esa planta
trepadora que es nuestra cultura. Si lo popular es sólido, estable,
inmediato y común, lo académico es frágil, volátil, mediato y
exclusivo. La cultura popular es aquélla que ha sido asimilada por
el pueblo a lo largo de los siglos y de los milenios en una suerte de
proceso de sedimentación, es la estalagmita que se yergue, de manera
lenta pero segura, aprovechando la sustancia residual procedente de
la espiritual, prestigiosa –y frágil- estalactita. El edificio de
la cultura académica siempre nos ha provocado un sentimiento de
asombro y admiración, pero, si queremos ser realistas, habremos de
reconocer que tras fachada tan deslumbrante, tal y como ocurría con
los antiguos teatros griegos y romanos, se suele ocultar la nada. El
prestigio de la apariencia es lo primero que se evapora cuando
hacemos uso de la piedra de toque que para la cultura significa la
Vida. Y es que la diferencia entre cultura popular y cultura
académica, a fin de cuentas, se reduce a una cuestión de ley, esto
es, a una cuestión de grado de autenticidad. Se trata, por tanto, de
elegir entre dos procedimientos diametralmente opuestos:
sedimentación y sublimación. La cultura popular es consecuencia del
primero, la académica del segundo.
El interés del
movimiento romántico por la cultura popular, que, paradójicamente,
poco tiempo después va a desembocar en el nacimiento de una nueva
disciplina académica conocida como Folclore, es la consecuencia de
toda esta labor de poda o, si se prefiere, de epoché
fenomenológica. Si las más excelsas y sublimes construcciones del
espíritu humano han dado sobradas muestras de su inconsistencia y
vacuidad, si la filosofía del martillo ha demostrado, por activa y
por pasiva, que dichas construcciones no son más que ostentosos
castillos hinchables, es completamente normal que los hasta entonces
eruditos y académicos tengan que parar mientes en lo único que se
les muestra firme y seguro: la cultura popular. Es así como nacen
todos esos movimientos populistas que, andando el tiempo, van a ser
los responsables del surgimiento de nuevas naciones e imperios bajo
el lema de: ¡Una lengua, una nación! Porque, ¿qué es el
populismo sino una suerte de religión profana que sustituye a Dios
Padre por el Estado-Nación, a Dios Hijo por el caudillo carismático
responsable de dirigir al pueblo hacia la tierra prometida de la
liberación y de la independencia, y al Espíritu Santo por la
lengua, sede del enigmático volkgeist? Pero, evidentemente,
no son estas las derivaciones que nos puedan interesar de cara a la
dilucidación del asunto que nos traemos entre manos. Lo que nos
interesa, antes bien, es esa nueva consideración de la cultura
popular que da como resultado el nacimiento del Folclore como
disciplina científica y académica, ya que es en esta orientación
ideológica la que nos puede ayudar a arrojar luz sobre los
constructos culturales de Federico Nietzsche y de Federico García
Lorca. Para Nietzsche, entroncar con lo popular significa, ante todo,
tener en cuenta el componente trágico y dionisíaco latente en la
cultura popular de cara a las ulteriores –y siempre efímeras-
elaboraciones culturales. Para Lorca, de igual modo, se trata de
restablecer el vínculo subterráneo que conecta lo popular con lo
más elaborado desde el punto de vista artístico para de esta manera
garantizar su lozanía, actualidad e inmediatez. Cultura inmediata
significa cultura fiel al sentido de la tierra, cultura consciente de
su carácter temporal, cultura común y, en suma, cultura que no
miente.
*
El destino de los
distintos proyectos aparecidos a lo largo de la historia tras la
correspondiente revolución-renacimiento es la traición. Y, ¿cómo
no?, el del Romanticismo, en tanto que radicalización de los
postulados del Renacimiento, no puede ser distinto a los restantes.
No obstante estas coincidencias, en el después del movimiento
romántico es constatable una novedad que no parece darse en los
después precedentes: una cierta falta de virilidad, una cierta
disfunción en los mecanismos de creación, un cierto hartazgo y
conformismo. El mundo contemporáneo, que nace a la par que el
Romanticismo –y, en buena medida, como consecuencia suya-, es un
mundo cuyo principal rasgo distintivo es el crecimiento por
acumulación y yuxtaposición, un nuevo mundo que, a diferencia del
viejo, invierte todas sus energías en dilatar los márgenes de su
ámbito de acción e influencia a lo largo y ancho del globo. La
acción y el efecto de esta tendencia es lo que conocemos con el
nombre de globalización. Es cierto que en los primeros
momentos surgieron movimientos fuertes y combativos que generaron un
discurso omniabarcante y que aspiraban a transformar completamente la
realidad –tal es el caso, por ejemplo, del marxismo-; es cierto que
un tiempo después se optó por la fragmentación y la dispersión en
una miríada de miniconstructos destinados a coexistir dentro de un
mismo plano y en un mismo nivel de igualdad; pero, hoy por hoy, no
nos queda más remedio que aceptar que tras los grandes
acontecimientos de la Historia Contemporánea actúa siempre uno y el
mismo principio: la globalización niveladora y homogeneizadora.
El Romanticismo marca
el principio del fin de la Historia tal y como ésta había sido
entendida hasta su irrupción. Nada de torres de Babel en el corazón
de la vieja Europa. La torre debe ser derruida y los ladrillos de la
demolición reutilizados para pavimentar las calles del mundo
circundante, desde las Antípodas hasta Reijavik, desde el Estrecho
de Bering a la Patagonia. Para llevar a buen puerto un proyecto
similar es preciso que renunciemos a las alturas sublimes y a las
fascinantes profundidades y es preciso que renunciemos al futuro y al
pasado. Aquí, a nivel de la superficie, y ahora –hic et nunc,
dirían los clásicos-, este es el lema de los nuevos tiempos.
El reencuentro con lo
popular propugnado por el Romanticismo no ha contado con el
contrapeso de la iniciativa para forjar un nuevo mundo y, cuando se
opta por lo popular a la par que se renuncia a la sublimación
metaforizante sobre su base, el resultado es un mundo prosaico,
chato, superficial y chabacano, un mundo carente de relieve y donde
todo es igual a todo (Nota: en los regímenes democráticos, la
superficie es lo más profundo). Este es el reino del último hombre
nietzscheano, del hombre común, adocenado e indiferente que se sirve
de una suerte de culto autoidolátrico de naturaleza hedonista –y
onanista- para conjurar el espanto que le ocasionaría el hecho de
asumir las implicaciones eminentemente trágicas que se derivan del
fenómeno de la muerte de Dios, que no es otra cosa que la carencia
de sentido para la vida. De hecho, ¿qué es el consumismo de los
países desarrollados sino la anestesia con que intentamos en vano
mitigar la angustia existencial que a todos nos atenaza de continuo?,
¿qué es sino un ritual obsesivo-compulsivo destinado a
proporcionarnos un sucedáneo de inmortalidad?
Ha pasado mucho tiempo
desde que el mundo actual dejó de prestar atención a la llamada del
más allá, a lo ido y a lo por venir, para focalizar todo su interés
en la obtención del disfrute en el aquí y ahora. El mundo actual ha
devenido un inmenso supermercado repleto de artículos que, a través
del sortilegio de la publicidad y del marketing, usurpan
continuamente el primer plano de nuestros intereses. De esta manera,
los medios asumen la condición de fines y, en consecuencia, estos
fines quedan completamente eclipsados para la inmensa mayoría. Y
esto, precisamente, es lo realmente preocupante de esta nueva manera
de relacionarse con la realidad –o no tan nueva-: el hecho de que
lo que no comparece investido con las cualidades de la mercancía
haya de resultar del todo imperceptible para tantos. Mercado,
mercadotecnia, mercancía…La unificación global que en el pasado
no pudieron lograr las grandes ideologías está a punto de ser
alcanzada gracias al imparable avance nivelador del rodillo de la
globalización.
1
El nacimiento de la tragedia, en realidad, debe ser
considerado como un evangelio frustrado. Es lo que se desprende del
ensayo de autocrítica del año 1883. Sólo con Así habló
Zaratustra Nietzsche consigue dar forma a su definitivo
evangelio.