jueves, 14 de noviembre de 2013

EL (RE)NACIMIENTO DE LA TRAGEDIA EN LA OBRA DE FEDERICO GARCÍA LORCA



Hondas fueron sus raíces, fresquísimas sus ramas en las que tantos nuevos pájaros cantaron para la poesía española.

Muñoz Rojas, J. A., Amigos y maestros, Pre-textos, p. 105, 1992.

    En las páginas que siguen aspiramos a establecer, en primer lugar, un vínculo de unión entre dos constructos culturales aparentemente diversos y distantes: entre la filosofía primera de Federico Nietzsche y la poesía de corte neopopulista de Federico García Lorca. Ello obedece al convencimiento de que en la obra poética del granadino asistimos a la consumación del proyecto filosófico del alemán, dado que un proyecto tan ambicioso como el suyo, según constatará Heidegger unas décadas después, sólo podía hallar continuidad en el ámbito de lo poético. De entrada, es cierto, nada nos hace pensar que entre uno y otro pueda existir un mínimo común denominador que los emparente de alguna manera, pero una lectura atenta y perspicaz de los escritos de ambos no puede por menos que terminar revelando la existencia de una serie de conexiones y vínculos profundos que los aproximan de una manera insospechada, hermanándolos en el seno de una cosmovisión que podríamos denominar vitalista. Lo ario frente a lo mediterráneo, lo académico frente a lo espontáneo e informal, la misantropía frente a la sociabilidad y la montaña frente al valle y la dehesa son los contrarios que tras una primera consideración nos salen al paso para escamotearnos la común sensibilidad vitalista y el común proceder eminentemente intuitivo. Además de la música. ¿Qué decir del papel capital que la música ha jugado en la vida de ambos Federicos? También pretendemos mostrar cómo esta coincidencia entre ambos iconos de la cultura europea y universal sólo cobra sentido pleno si la contemplamos desde la óptica de la ideología romántica.
    Para comenzar, hemos de prestar atención, por un momento, a la caracterización que los amigos y conocidos más cercanos hicieron en su momento de los dos protagonistas de este ensayo.
Cósima Wagner, en carta a Malwida, dice lo siguiente:

Creo que en Nietzsche hay un oscuro fondo productivo del que él mismo no tiene conocimiento; de ahí procede lo que hay de significativo en él, lo que a él mismo le asusta, mientras que todo lo que él piensa y habla, lo que es diáfano, no tiene realmente mucho valor. Lo telúrico es importante en él, lo solar carente de valor, y a través de la lucha con lo telúrico, atemorizadores e insoportables…, sus grandes pensamientos no le llegan, a buen seguro, del cerebro, sino ¿de dónde? Bueno, quién podría decirlo.


    Dice Salvador Dalí en un fragmento de su Vida secreta:

Aunque advertí enseguida que mis nuevos amigos iban a tomarlo todo de mí sin poder darme nada a cambio (…), por otra parte la personalidad de Federico García Lorca produjo en mí una tremenda impresión. El fenómeno poético en su totalidad y en carne viva surgió súbitamente ante mí hecho carne y hueso, confuso, inyectado de sangre, viscoso y sublime, vibrando con un millar de fuegos de artificio y de biología subterránea, como toda materia dotada de la originalidad de su propia forma.
    Y Vicente Aleixandre:

(…) sus pies se hundían en el tiempo, en los siglos, en la raíz remotísima de la tierra hispánica, hasta no sé dónde, en busca de esa sabiduría profunda que llameaba en sus ojos, que quemaba en sus labios, que encandecía su ceño de inspirado (…) Sólo una remota montaña andaluza sin edad, entrevista en un fondo nocturno, podría entonces hermanársele.

    ¿Qué es lo agrario, lo telúrico, lo natural y lo biológico en Lorca sino distintas maneras de aludir a lo que Nietzsche nombrara, en su obra magna Así habló Zaratustra, mediante el sintagma sentido de la tierra? Ambos creadores, por tanto, estarían hermanados en el primitivo culto a Dionisos; ambos serían egregios representantes de la feligresía que rinde culto y pleitesía a la Vida; ambos, en suma, como enemigos acérrimos de una civilización científico-técnica que, cual rodillo inmisericorde, amenaza con nivelar la faz de la tierra a base de asfalto y de acero inoxidable.

*
    Hablar del sentido de la tierra es lo mismo que hablar de la visión dionisíaca del mundo, que es, a su vez, esa misma que nos transmitieron Esquilo y Sófocles, los dos grandes poetas trágicos de la Grecia Antigua. Visión dionisíaca del mundo significa, en consecuencia, visión trágica o, con la venia de Unamuno, sentimiento trágico de la vida.
    En el año 1871 el joven profesor que entonces era Nietzsche da a luz El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, una obra que, como sabemos, supondría su expulsión del acogedor y cálido ámbito académico y, como contrapartida, su bautismo de fuego en el difícil y precario oficio de la filosofía intempestiva e itinerante. En realidad, la razón de ser del libro es dar a conocer a los hombres la buena noticia (evangelio) que supone el re-nacimiento (epifanía-parusía) de la tragedia antigua en la obra musical de Richard Wagner (auténtico y definitivo mesías), prodigio éste que se habría producido en un lugar santo llamado Bayreuth. La labor de Federico Nietzsche, modesto profesor universitario, se habría limitado a, como otrora hicieran los evangelistas, poner su pluma al servicio de la divulgación del evento y a anunciar la buena nueva. También él, como otros antes que él, hubo de sufrir por ello persecución y martirio.
    Pero toda buena nueva precisa ser incardinada en el tronco de la tradición para poder ser comprendida y aceptada, es decir, exige ser vista como promesa mesiánica y como profecía. Sólo el método genealógico nos permitirá ver de qué manera lo último es la conclusión natural de unos acontecimientos ocurridos illo tempore. Y es por ello que el libro en cuestión deba comenzar, necesariamente, con una caracterización de lo originario, que no es otra cosa que la visión dionisíaca del mundo. Lo característico de esta visión es también lo característico de las primitivas religiones naturalistas y panteístas que habían dominado en toda la cuenca del Mediterráneo hasta el momento de las invasiones de los pueblos dorios de origen ario. Estos pueblos invasores, evidentemente, trajeron consigo una cultura distinta a la existente en los territorios sometidos y, en consecuencia, también una religión igualmente distinta. El panteón de los pueblos mediterráneos era de naturaleza ctónica y panteísta, por lo que los rituales de sus cultos solían estar vinculados con la fertilidad y con los ciclos naturales. El culto a la Gran Madre –concreción y personificación de la potencia genésica de la Naturaleza- posiblemente constituya el rasgo más sobresaliente de esta forma de religiosidad. Pero resulta que el panteón importado por los nuevos amos poco o nada tenía que ver con esto que acabamos de describir de manera somera. Se trataba, antes bien, de un panteón de tipo olímpico y celestial, integrado, por tanto, por divinidades vinculadas con los astros y fenómenos atmosféricos, como el sol, el viento, la luz y el rayo. ¿Cuál fue el resultado de la confrontación de ambos cultos? La historia del Cristianismo y de su difusión a lo largo y ancho del mundo nos proporciona una enseñanza de tremendo valor: una de las primeras medidas que suelen emprender los vencedores y conquistadores cuando arriban a un nuevo territorio es la eliminación, supresión y demonización de la cultura autóctona. Llega un momento, no obstante, -generalmente después de haber sufrido varias derrotas en este terreno-, en que no les queda más remedio que optar por la conciliación y por la asimilación. Cuando no se puede vencer a un enemigo, lo más sensato es incorporarlo en las propias filas. Esto es lo que hicieron, al principio, los romanos con los pueblos bárbaros vecinos. Y esto es también, ¿cómo no?, lo que ocurrió con las dos formas de concebir la divinidad que acabamos de referir, la septentrional y la meridional. El equilibrio entre los principios de lo apolíneo –panteón olímpico- y de lo dionisíaco –panteón ctónico o telúrico- de que nos habla Nietzsche al comienzo de su obra sería, por tanto, el resultado de lo que podríamos denominar una solución de compromiso. Y la tragedia, tal y como fragua en las obras de Esquilo y de Sófocles, representa la más perfecta concreción de este equilibrio tan precario y, a la vez, tan productivo.
    Apolo, en tanto que figura paradigmática de lo que hemos denominado panteón olímpico, es caracterizado por Nietzsche con los siguientes rasgos: sueño, apariencia, luminosidad, espíritu, escultura, medida, proporción y racionalidad. A Dionisos, en cambio, en tanto que figura paradigmática del denominado panteón ctónico, lo caracteriza con estos otros: embriaguez, profundidad, oscuridad, noche, cuerpo, música, desenfreno, desproporción, instinto y pasión.
    En las primeras líneas de El nacimiento de la tragedia nos dice Nietzsche lo siguiente:

(…) esos dos instintos tan diferentes marchan uno al lado del otro, casi siempre en abierta discordia entre sí y excitándose mutuamente a dar a luz frutos nuevos y cada vez más vigorosos, para perpetuar en ellos la lucha de aquella antítesis, sobre la cual sólo en apariencia tiende un puente la común palabra “arte”: hasta que, finalmente, por un milagroso acto metafísico de la “voluntad” helénica, se muestran apareados entre sí, y en ese apareamiento acaban engendrando la obra de arte a la vez dionisíaca y apolínea de la tragedia ática.

    Si lo normal es que cada uno de los instintos marchen cada uno por su lado, la mayor parte del tiempo en abierta discordia, entonces es completamente normal que el ayuntamiento que se constata en la Hélade, entre los siglos VI y V a. C., haya de tener un carácter meramente ocasional y circunstancial. La relación que lo apolíneo mantiene con lo dionisíaco, por tanto, sería similar a la que suelen mantener entre sí los miembros respectivos de los matrimonios o parejas de hecho. Y, tanto es esto así, que podríamos incluso extender el símil hasta el punto de afirmar que la razón principal de que ambos instintos hayan conseguido conferir cierta solidez a su maridaje vendría dada por la lozanía y hermosura del fruto de consuno engendrados, fruto este al que habrían sacrificado los respectivos intereses particulares.
    Pero nada en esta vida es para siempre. Habiendo tiempo de por medio, hasta las relaciones más sólidas terminan haciendo aguas. Si el rasgo distintivo de la tragedia, según hemos dicho, viene dado por la presencia en su mismo corazón de los referidos principios, siempre en equilibrio precario, entonces es fácil colegir bajo qué circunstancias se ha de producir la muerte de ésta: por desequilibrio. Cosa que, por otra parte, no supone excepción alguna a una regla dotada de validez universal. ¿Qué es una enfermedad sino un desequilibrio –desajuste o desarreglo- que se produce en el interior de los seres vivos? La tragedia, de hecho, murió como consecuencia de lo que podríamos denominar crecimiento metastático del componente apolíneo, es decir, por un exceso patológico de racionalismo. Y el responsable directo de que esto ocurriera, según Nietzsche, habría sido Eurípides y su mentor Sócrates.

En Eurípides se da por el contrario una luminosidad contenida, propia de los artistas modernos: su carácter artístico casi no griego se puede concebir del modo más sintético bajo el concepto de socratismo. “Todo ha de ser consciente para ser bello” es el principio de eurípides paralelo al socrático “todo ha de ser sabido para ser bueno”. Eurípides es el poeta del racionalismo socrático. (El pensamiento trágico de los griegos, p. 107)

    Ahora bien, ¿cuáles fueron los elementos específicos responsables del desastre? ¿Qué contenía el veneno que se le administró para que en tan poco tiempo perdiese toda su antigua lozanía y esplendor? Según Nietzsche, fueron dos los ingredientes patógenos responsables del desastre: el prólogo y el recurso al deus ex machina. En la introducción de ambos recursos, de hecho, se cifraría el nacimiento de lo que se ha dado en llamar comedia ática nueva.
    El socratismo, o lo que desde una perspectiva netamente filosófica se denomina ratio socrática, representa la cuña cuyo ímpetu inicial va a escindir el mundo en dos mitades desde entonces consideradas como antagónicas e irreconciliables: mundo inteligible-mundo sensible, espíritu-cuerpo, entendimiento-sensibilidad –o instinto-, cultura académica-cultura popular, etc. De hecho, no sería descabellado el hecho de ver toda la civilización occidental como consecuencia del despliegue progresivo de los implícitos de la ratio socrática.
    Pero, ¿cuál es el lugar que corresponde al componente dionisíaco en todo este proceso? Hemos de recordar que la hegemonía de uno de los principios del mencionado binomio no implica la total supresión de su opuesto antagónico-complementario sino, más bien, su eclipse temporal. No puede ser de otra manera toda vez que se trata de dos potencias artísticas “que brotan de la naturaleza misma” (El nacimiento de la tragedia, pag. 46).
En una conferencia pronunciada por Nietzsche en 1970 y que forma parte de los trabajos preparatorios para El nacimiento de la tragedia, podemos leer lo siguiente:

Ese elemento (del que nació la tragedia) es un potente impulso primaveral que irrumpe con fuerza, una especie de sentimiento de furia y de ímpetu mezclados, como los que sienten todos los pueblos candorosos y toda la naturaleza ante la proximidad de la primavera. Es sabido que también nuestros carnavales y mascaradas son en su origen fiestas de la primavera como ésas (…). Aquí todo es instinto profundo. Aquel terrible entusiasmo dionisíaco de la antigua Grecie encuentra su analogía en los bailarines de San Juan y de San Vito de la Edad Media, que se trasladaban de una ciudad a otra, incrementándose en grandes masas, bailando, saltando, cantando. (…) Nosotros estamos convencidos de que el drama antiguo ha surgido de una plaga popular como ésa, y que la desgracia de las artes modernas es precisamente no haber surgido de esa fuente llena de misterio. (El drama musical griego, pp. 84, 85.).

    Así pues, lo dionisíaco, tras su excomunión y anatematización por parte de la sedicente recta ratio, queda relegado y replegado –reducido a su mínima expresión y en estado de latencia germinal- en el interior de la tierra nutricia de la denostada cultura popular, a la espera de que las circunstancias propicias que generan las grandes fiestas les permitan aflorar y manifestarse por unos días. Lo dionisíaco, si se nos permite el símil, poseería unas virtudes similares a las de esas semillas que, habiendo sido encontradas en los sepulcros de los faraones en el interior de recipientes de arcilla, vuelven a germinar después de varios miles de años en cuanto se les proporciona lo necesario para ello.
    Pues bien, el evangelio que representa El nacimiento de la tragedia1, según dijimos unas líneas más arriba, supone la constatación de que este elemento dionisíaco del que venimos hablando ha conseguido por fin, después de muchos siglos de represión y de exclusión, aflorar a la superficie para hollar unos terrenos que le habían estado vetados desde que se firmara la entente cordiale Eurípides-Sócrates. El afloramiento en cuestión se produjo, primeramente, en el ámbito de la Filosofía de la mano de Schopenhauer; pasaría a continuación al ámbito del Arte, concretamente del musical, de la mano de Wagner; y se desplazaría, finalmente, al de la Religión de la mano de Nietzsche. El mundo como voluntad y representación, el drama musical wagneriano –El anillo del Nibelungo como ejemplo paradigmático- y Así habló Zaratustra son los documentos en los que se trata de dar fe de esta suerte de parusía o segunda y definitiva venida del sagrado principio de la vitalidad.
    Esta imagen trinitaria (Schopenhauer-Wagner-Nietzsche / Moisés-Bautista-Mesías) es la que finalmente terminó cuajando en la mente del propio Nietzsche, pero, como sabemos, El nacimiento de la tragedia es deudor de un esquema, igualmente sacro, pero cualitativamente distinto de éste, de un esquema en el que a Wagner le correspondería desempeñar el papel de Mesías y a él, al propio Nietzsche, el de simple evangelista. Lo que se afirma en esta obra inmadura de juventud es, básicamente, que en la música de Wagner se ha producido el renacimiento de la antigua tragedia o, lo que a fin de cuentas viene a significar lo mismo, que en la música de éste volvemos a encontrar los dos instintos constitutivos de las artes ayuntados en perfecto maridaje y en un mismo plano de igualdad. Pero el caso es que nuestro filósofo no tardaría en darse cuenta de la inmadurez de este su primer escrito serio. Por ello, en el año 1886 se ve obligado a añadir al texto de la tercera edición un Ensayo de autocrítica en el que viene a resumir sus principales defectos: exceso de romanticismo y supeditación a las figuras –y a las ideas- de Schopenhauer y Wagner.
    A la par que Nietzsche entonaba la palinodia de la apostasía, iniciaba su largo peregrinar hacia el sur en pos de la luz y del calor que precisaba para soportar la existencia. Los lugares de su divagación fueron las montañas suizas, Nápoles, Turín, Niza…Una serie de lugares que, desde la óptica de la brumosa Alemania, se le mostraban al filósofo caminante revestidos con los encantos de lo meridional, pero que, desde la óptica propia de los pueblos netamente mediterráneos es inevitable considerar como todavía excesivamente septentrionales. En efecto, el sur elegido por Nietzsche para continuar rastreando la presencia de lo dionisíaco seguía quedando demasiado al norte. También allí la impronta de lo vital había quedado reducida a su mínima expresión tras el paso del rodillo civilizador de la ratio socrática. Hasta que un buen día, al parecer en Niza, después de asistir a una representación de la ópera Carmen, de Bizet, fue objeto de una especie de revelación súbita, similar a la que experimentara cuando, siendo apenas un adolescente de diecisiete años, cayó en sus manos el libro de Schopenhauer El mundo como voluntad y representación. ¡La música, siempre la música! De Nietzsche, un espíritu sensible como pocos, se podría decir que experimentaba la vida sub specie musicae, en el sentido de que para él la piedra de toque con que sopesar el valor de las cosas vendría dada por la capacidad de éstas para metamorfosearse en armonía y melodía. En Carmen, obra donde se recrean –hasta el extremo de la deformación tópica- algunos de los motivos populares españoles de mayor enjundia, barruntó nuestro pensador la presencia de lo dionisíaco, ya no agazapada y cohibida, sino exuberante y desatada, espontánea y superficial. De hecho, sabemos que poco tiempo después haría planes con un amigo para pasar una temporada en Barcelona. El ofuscamiento mental de principios de enero de 1889 truncaría éste y todos sus restantes proyectos.
    La pregunta que cabe hacerse a continuación es la siguiente: ¿qué curso habrían seguido las ideas de Nietzsche en el caso de haber podido disfrutar de una vida más longeva? Jamás sabremos la respuesta. Hemos de conformarnos con simples conjeturas. Aunque, también es cierto que no todas las conjeturas poseen la misma capacidad para lograr adhesiones. A nosotros, particularmente, nos resulta sumamente atractivo suplir mediante la imaginación ese tramo oscuro de sus últimos años con la siguiente secuencia de anécdotas:
    7 de enero de 1889. El profesor Nietzsche y su inseparable amigo Rohde embarcan en el puerto de Nápoles rumbo a Barcelona. Arriban a la ciudad condal apenas cinco días después de haber zarpado y habiendo disfrutado de una apacible travesía. Rápidamente buscan un lugar donde alojarse para, sin tiempo que perder, sumergirse en la maraña de la ciudad vieja: ramblas, catedral, barrio gótico…Pero, tras los primeros contactos con la población nativa no pueden evitar experimentar una molesta sensación de dejà vu. Lo que observan durante esos primeros días se les antoja una variante prosaica de las formas de vida y de la cultura propias del sur de Francia y del norte de Italia. Afortunadamente, antes de que la desilusión terminase de tomar asiento en sus respectivos ánimos, una noche, en una taberna, a sus hiperestésicos oídos llega el rasgar angustiado de una guitarra acompañado de unas voces que, a diferencia de las restantes, parecen proceder de una región distante y remota en el tiempo. Tras informarse debidamente, no sin esfuerzo, deciden proseguir su viaje hacia el sur atravesando los yermos polvorientos que en su día hollara Don Quijote. Valencia, Albacete, Córdoba, Sevilla y, ya por fin, Ronda. Oronda, fidelis et fortis. Montaña y dehesa, cielo y tierra, luz y oscuridad…, pero, sobre todo, el esférico coso, trasunto del sol en la tierra, donde apenas un siglo antes se produjo la hierofanía de lo trágico-dionisíaco después de más de dos mil años de vida larvaria. Este, en efecto, es el gran descubrimiento de Nietzsche y de su amigo Rohde. Después de mucho buscar, después de mucho descartar, llegan a la conclusión de que el lugar elegido por la tragedia para renacer se encuentra situado en el sur del sur, en un lugar de España llamado Andalucía y en un espectáculo de origen popular conocido como corrida por muchos y como tauromaquia por unos pocos. Poco tiempo después sabrán también de la existencia del misterio trinitario de la juerga flamenca –cante, baile y toque-, de esa otra fiesta popular donde no falta ninguno de los elementos de las antiguas representaciones trágicas. Por si lo anterior no fuese suficiente, Nietzsche, quien no soportaba ni el vino ni la cerveza ni el café, descubre que un par de copitas de fino o de manzanilla antes de las comidas no suponen para su delicada salud quebranto alguno.

*

    Hemos tenido que reconstruir imaginativamente lo que pudo haber sido y que, por avatares de la vida, no pudo llegar a ser. Pero hay algo que es mucho más que un mero fruto de la imaginación: la obra poética de Federico García Lorca. Se recordará que unas páginas atrás afirmamos que la producción artística de éste podría considerarse, en buena medida, como una suerte de conclusión natural de los principios contenidos en las tesis que Nietzsche expusiera en la primera etapa de su filosofía, caracterizada, por otra parte, por su supeditación incondicional a los postulados románticos de Schopenhauer y Wagner. Las ideas de Nietzsche, más que conceptos diamantinos y perfilados, piden imágenes, intuición y ritmo, esto es, poesía y, sobre todo, música.
    En el año 1933 Lorca pronunció una conferencia a la que tituló Teoría y juego del duende. En esta conferencia podemos leer lo siguiente:

(…) Este poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica es, en suma, el espíritu de la tierra, el mismo duende que abrazó el corazón de Nietzsche, que lo buscaba en sus formas exteriores sobre el puente Rialto o en la música de Bizet, sin encontrarlo y sin saber que el duende que él perseguía había saltado de los misteriosos griegos a las bailarinas de Cádiz o al dionisíaco grito degollado de la siguiriya de Silverio (Obras Completas, Aguilar, 1969, p. 110)

    En su momento dijimos que la conferencia en cuestión debería ser considerada como el texto donde García Lorca formula los principios fundamentales de su Ars Poetica. Pero no sólo esto. Consideramos, además, que en este fragmento seleccionado se contiene la clave interpretativa de todo su quehacer poético, y ello en la medida en que nos indica de una manera clara y palmaria cuál es el marco teórico en el que hemos de insertar su obra de cara a una correcta valoración e interpretación.
    García Lorca, en primer lugar, sugiere que la búsqueda poética que él mismo emprende coincide en lo fundamental con la búsqueda que en su momento iniciara Federico Nietzsche, es decir, que su obra, como la de éste, gravita en torno a los conceptos de lo trágico-dionisíaco y del sentido de la tierra. Pero, una vez reconocido esta coincidencia y esta deuda, acusa a su predecesor de no haber sido capaz de hallar el auténtico lugar donde en verdad está presente el santo grial de sus desvelos. Ni en Wagner ni en Bizet ni en la Italia culta y civilizada podremos encontrar lo que buscamos. Es preciso mirar más hacia el sur y, sobre todo, más a ras de suelo. Es preciso, nos viene a decir Lorca, olvidarse de los lugares trascendentes –de donde vienen la musa y el ángel- y mirar en dirección a otro más allá que es, al mismo tiempo, un más acá interior e inmanente. A este lugar interior, lugar de residencia del duende, es al que alude nuestro poeta con las expresiones tuétano de los huesos y últimas habitaciones de la sangre. Es decir, el cuerpo frente al espíritu y, al mismo tiempo, cuerpo transfigurado en espíritu a través del arte popular: flamenco –cante y baile- y toros, principalmente.
    Ahora bien, ¿de qué nos habla realmente Lorca, de un renacimiento de lo trágico-dionisíaco o, más bien, de su pervivencia a lo largo de los siglos? Preferimos decantarnos por esto último. Si podemos hablar de ocultamiento en relación al fenómeno de lo trágico-dionisíaco, ello se debe, fundamentalmente, a su pervivencia marginal en el ámbito de la cultura popular de una determinada y específica región de Europa, de una región, por otra parte, casi limítrofe con África. El suyo, por tanto, es el ocultamiento propio de lo marginal. Siendo esto así, el hecho de que muchos de los integrantes del Grupo del 27 aceptaran los postulados de esa nueva corriente populista que surge con el Romanticismo habrá de ser considerado como el factor responsable del renacimiento del interés por lo popular. Poetas como Altolaguirre, Prados, Moreno Villa, Alberti, Lorca y Manuel Machado, con su interés por la cultura popular en general, y por la lírica popular en particular, fueron quienes llamaron la atención sobre el riquísimo filón que yacía oculto y sin aprovechar en este tipo de manifestaciones. Podríamos decir que su mérito principal fue el de tomar una poética –lírica, música, pintura…-, ya entonces agonizante tras siglos y siglos de predominio de formalismo apolíneo, e injertarla en el recio y vigorizante tronco de una cultura popular que hunde sus raíces en la tierra y que, como muy bien viera Lorca, nos habla con la voz de la sangre. Es así cómo el fantasma en que se estaban convirtiendo las llamadas bellas artes consiguió hacerse con un cuerpo por cuya virtud el peligro de la disipación y de la consunción por sublimación extrema fue conjurado. Es así cómo esa corriente de biología subterránea de la que hablaba Dalí al caracterizar la poesía de Lorca pudo ser transfundida en el ya casi exánime cuerpo de las artes, aportándoles así el pálpito y la calidez magmática de que se hallaban necesitadas.
    Estas segundas nupcias entre lo apolíneo –lo formal y académico- y lo dionisíaco –lo sustancial y popular-, como es obvio, no fue un fenómeno privativo del ámbito literario general, o del lírico en particular, ya que puede ser constatado en la práctica totalidad de manifestaciones artísticas. Piénsese, por ejemplo, en el populismo sublimado de la música de un Falla, en la evolución hacia el primitivismo que sigue la pintura de Picasso, en la carnalidad de la arquitectura modernista o en el cine expresionista alemán con su juego simbólico entre luces y sombras. Consideramos que en todos estos casos la operación realizada por el artista se reduce básicamente a lo que hemos mencionado unas líneas más arriba: a injertar el frágil e insustancial tallo en que habían devenido las artes tras siglos de dieta de adelgazamiento en la recia cepa de la cultura tradicional.
    Pero, una vez realizadas estas aclaraciones, hemos de volver al tema que preside este breve estudio. Decíamos que, aunque no lo reconozca de una manera explícita, Lorca considera que es en su obra donde realmente se produce el auténtico reencuentro entre los principios de lo apolíneo y de lo dionisíaco, desavenidos y enemistados desde que Sócrates y Eurípides los separasen mediante el uso sistemático del escalpelo analítico.
Ahora bien, ¿cómo es esta tragedia que, según hemos admitido, renace en la obra poética de Federico García Lorca? ¿Se adapta ésta al mismo esquema compositivo que podemos hallar en las creaciones de Esquilo y de Sófocles? Para poder responder a estas cuestiones lo primero que hemos de hacer es establecer los rasgos distintivos de la tragedia antigua, pues sólo así podremos comprobar qué rasgos característicos de ésta se mantienen en la obra de Lorca, qué otros han desaparecido y, por último, qué aportaciones novedosas se observan en la obra de éste. Como no podemos analizar todas y cada una de las tragedias de los dos máximos representantes del género, nos limitaremos al estudio de una de ellas, Edipo Rey, posiblemente la más señera y representativa dentro del género.
    Las cuestiones que se abordan en la historia de Edipo son las siguientes:
  1. El poder omnímodo de la necesidad. Se trata de una necesidad que actúa como Destino, como una fuerza externa e inesquivable contra la que es inútil rebelarse.
  2. La cortedad y parcialidad del conocimiento meramente teórico.
    Layo y Yocasta, primero, y Edipo, después, intentan por todos los medios evitar que el destino profetizado por el oráculo se llegue a cumplir, es decir, procuran por todos los medios coger las riendas de su propia vida para dirigirla libremente hacia el lugar previamente determinado por su voluntad. Pero al final todos sus esfuerzos resultan baldíos. No se dan cuenta de que cuanto más hacen en pro de evitar el encuentro con su destino, tanto más se le aproximan. Es el carácter parcial e imperfecto del conocimiento teórico lo que nos hace creer que somos libres y dueños de nuestras propias decisiones, que podemos disponer de nuestras vidas a nuestro arbitrio y antojo. Y, si la libertad es una ilusión fruto del carácter imperfecto de nuestras facultades intelectivas, lo propio del sabio tendrá que ser la aceptación estoica de esa necesidad que constituye la atmósfera donde se desenvuelve la vida de los humanos. Finalmente, la aceptación del destino, cuando éste es doloroso, nos abre las puertas de una nueva comprensión de la realidad mucho más certera y profunda que la que nos pudiera proporcionar la mera consideración teórica. La iluminación a través del dolor, esta es la gran enseñanza de la tragedia. El dolor, en tanto que heraldo de la muerte, opera sobre los individuos un efecto de depuración de todo lo accesorio y accidental. El dolor, en virtud de su poder de depuración y de concentración, es lo en verdad hace posible el cumplimiento del precepto socrático: “¡conócete a ti mismo!” (Nota: Sócrates como Janus bifronte. Su vida contradice su teoría. La ratio socrática, con su fijación en los conceptos universales y en las soluciones dialécticas -hay que recordar que donde hay solución dialéctica no es posible la tragedia- es el responsable de la muerte de la tragedia. Pero su vida es otra cosa. Los avatares de su vida son el argumento de una nueva tragedia: aceptación de su destino, comprende que con su muerte está consagrando la pervivencia de sus ideas. Es consciente de la insuficiencia de lo meramente racional. Su daimon le sugiere que cultive la música y la poesía).
    Es el momento de analizar la obra dramática de García Lorca. Pero, antes de entrar en detalles, consideramos conveniente precisar que, desde nuestro punto de vista, toda la obra del poeta responde a un mismo esquema dramático de fondo, no sólo la convencionalmente considerada como propiamente teatral. Del mismo modo que Lorca siempre actúa como poeta, incluso cuando teoriza, también actúa siempre como autor dramático. Las diferencias que pueda haber entre Bodas de sangre y el Romancero gitano son meramente formales, nunca de fondo o sustanciales. Poesía trágica, éste es el sintagma que mejor define la obra del poeta granadino.
    Pero atengámonos a la trilogía trágica formada por Bodas de sangre, Yerma y La casa de Bernarda Alba. En estas tres obras observamos el siguiente esquema de fondo:
  1. La protagonista, pues siempre es una mujer, suele ser víctima de un deseo desaforado que se apropia de su voluntad impeliéndolo a actuar para así hallar satisfacción.
  2. La búsqueda de satisfacción siempre topa con algún impedimento que frustra el intento y que, generalmente, ocasiona la muerte del protagonista o de alguien cercano a éste.
  3. El resultado del proceso es lo que podríamos denominar una erotización de la muerte similar a la que podemos encontrar en la mística cristiana de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa de Jesús o, yéndonos al otro extremo, en la obra del Marqués de Sade (Nota: El erotismo, de Bataille).
  4. Siendo Eros y Thanatos principios igualmente eternos, el triunfo absoluto de uno de ellos coincide con el inicio de su decadencia. Cuanta mayor es la presencia de la muerte, más se muestra su opuesto a su través.
    Así pues, una mujer que busca la satisfacción del deseo que la embarga desde dentro, una realidad exterior –los convencionalismos sociales, un marido, una madre intransigente…- que impide dicha satisfacción y la muerte como conclusión natural del proceso. Pero…-y ésta sería la más importante aportación de Lorca al género dramático-, una muerte que no es final sino principio. España, dice Lorca al final de su conferencia sobre el duende, es el único país, junto a México, donde la muerte no es el final. En todos los países, dice, cuando llega la muerte se corre el telón. En España no. Un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún otro lugar.
   Tampoco deberíamos minusvalorar la importancia del hecho de que los personajes protagonistas de las obras propiamente dramáticas de Lorca sean siempre mujeres. La Novia, Yerma, Adela, Mariana Pineda, la Zapatera, Soledad Montoya…Mujeres todas que se rebelan contra su sino y contra la opresión representada por las cuatro paredes de una casa, por la institución del matrimonio, por el qué dirán o por el sistema político. Es probable que de lo que realmente se trata es de utilizar a la mujer como un símbolo de lo matriarcal, de esa Madre Naturaleza creadora y destructora de todos los fenómenos vitales. La Mujer como símbolo representaría las dos caras opuestas y, al mismo tiempo, complementarias de la religiosidad natural donde vida y muerte –placer y dolor, alegría y pena- se suceden en un ciclo sin fin en consonancia con la sentencia del Zarathustra nietzscheano: “Lo recto miente. Toda verdad es curva”. Prueba de este valor dual de la mujer es el hecho de que en muchas ocasiones ésta aparece como representante o delegada de las fuerzas reaccionarias que impiden la satisfacción del deseo. ¿Qué mejor ejemplo de esto que el personaje de Bernarda Alba?
    Así pues, en la tragedia renacida de Federico García Lorca existirían dos ingredientes fundamentales que no encontramos en la tragedia antigua:
  1. La necesidad, en tanto que trasunto del Destino, es concebida siempre como deseode índole sexual. Se trata, además, de una necesidad que no sólo es interna a los personajes sino intrínseca, esto es, consustancial a su mismo ser y a su misma voluntad. No es algo que se imponga a estos personajes desde fuera, como una suerte de fuerza trascendente que toma posesión de sus voluntades, sino que llega siempre desde dentro, del tuétano de los huesos y de las últimas habitaciones de la sangre, según nos dice el propio Lorca tratando de caracterizar lo diferencial y específico del duende. Destino-Voluntad-Deseo-Instinto-Sexo…, distintos avatares y realizaciones de lo que, en realidad, en el fondo es siempre la misma realidad: el motor que desencadena la acción del personaje protagonista. La filosofía ínsita en la obra del poeta de Fuente Vaqueros, por tanto, es eminentemente vitalista y, si se nos permite la expresión, diríamos que pansexualista, en el sentido freudiano del término.
  1. La idea, más arriba reseñada, que hemos sintetizado en la fórmula erotización dela muerte y que, en el fondo, equivale a decir que Eros y Thanatos, los dos principios constitutivos de la religiosidad natural, mantienen una relación opuesta y complementaria al mismo tiempo. En la tragedia antigua el premio que se obtiene como consecuencia de la aceptación del destino trágico y doloroso es la revelación de una verdad mucho más profunda y precisa que la que se pueda obtener mediante un conocimiento meramente teorético y racional. En el caso de Lorca, tenemos la impresión de que todo se desenvuelve en el nivel de las pasiones y de los deseos y también de que la única recompensa final posible es la fruición mediante el dolor y el sufrimiento. A menos, claro está, que esto último pueda ser interpretado como la única moraleja posible en la experiencia trágica.
*

    Una vez demostrada la relación de continuidad entre los postulados del primer Nietzsche y aquellos otros implícitos en el universo poético de García Lorca, es el momento de hacer ver cómo sus constructos respectivos sólo cobran un sentido pleno cuando son contemplados desde la óptica de la ideología romántica.
    El Romanticismo es un movimiento cultural de muy amplio alcance, y ello en el sentido de que su influencia se deja sentir en todas las manifestaciones y niveles de la cultura del momento. El Romanticismo es, en el sentido literal del término, la atmósfera en cuyo seno viven y respiran todas las variantes y modalidades de la cultura, desde las más genéricas a las más específicas. Este nuevo clima para las ideas, como sabemos, obtiene su certificado de nacimiento con el movimiento alemán de finales del XVIII conocido como Sturm und Drang, extendiéndose por la mayor parte de Europa y América durante la primera mitad del XIX. Pero lo que realmente nos interesa de este movimiento es la cesura que introduce dentro de lo que, justo hasta entonces, había sido una evolución continua y progresiva de los acontecimientos históricos y culturales. Y es que el Romanticismo marca un antes y un después en la historia del Occidente, porque lo que a fin de cuentas representa es, básicamente, la constatación de que el despliegue de la ratio socrática no puede ser indefinido o, expresándolo mediante otra fórmula quizás más asequible, la constatación de que el programa de la Ilustración ha fracasado. Lo mismo nos da utilizar una u otra fórmula, puesto que despliegue de la ratio socrática y programa de la Ilustración son expresiones que, a fin de cuentas, aluden a la misma idea. Es más, contemplada la cuestión desde una perspectiva amplia, el Neoclasicismo característico del Iluminismo resultaría un fenómeno equivalente a la mejoría que suelen experimentar los enfermos terminales poco antes de morir. El último momento de lucidez para un Occidente que agoniza o el último avatar en el despliegue del conceptismo y del universalismo socrático, esto es la Ilustración.
Cuando se habla de Renacimiento, todo el mundo piensa en ese otro movimiento que se inicia en la Italia del siglo XV y que se extiende por el resto de Europa durante el XVI. Sólo algún especialista en Historia se vería en la necesidad de matizar la definición para así poder incluir fenómenos como el repunte cultural que se produce durante el período carolingio o aquél otro que datamos en Francia en torno a los siglos XII y XIII. Pero, ¿acaso no es el fenómeno de los ricorsi una constante en la Historia Universal, un fenómeno que se ha producido en multitud de ocasiones? Si no recordamos mal, fue Vico, el filósofo italiano, quien planteó esta hipótesis. Aquí, no obstante, queremos plantear otra hipótesis mucho más extrema y arriesgada que la anterior: ¿por qué no considerar el movimiento romántico como un radical y, quizás definitivo, movimiento renacentista? El rasgo característico de los distintos renacimientos habidos, de los menores y del antonomásico, es la propuesta de retorno a los orígenes. ¡Borrón y cuenta nueva!, éste podría ser su lema. Quien suscribe este tipo de propuesta lo hace, básicamente, tras haber llegado a la conclusión de que el curso de los acontecimientos históricos y culturales ha seguido una dirección errónea que es preciso enmendar. Es desde esta óptica, por ejemplo, desde la que habría que considerar la famosa duda metódica cartesiana en tanto que procedimiento para hallar un punto de partida sólido y firme sobre el que poder sustentar el edificio completo de un saber seguro. Renacimientos, intentos de rectificación, por tanto, son varios los que hemos tenido ocasión de constatar. La diferencia que pueda haber entre unos y otros, por otra parte, radicaría en el grado de intensidad con que se habrían producido, es decir, en el grado de cuestionamiento de la historia y de la cultura inmediatamente precedente. Así, resulta más o menos evidente que el renacer de la cultura clásica localizado en el período de tiempo que va desde el siglo IX al siglo XIII d. c., del que sería deudora la síntesis escolástica de Santo Tomás de Aquino, apenas afectó a la estabilidad del paradigma vigente. Cosa muy distinta, sin embargo, es lo que ocurre con el Renacimiento italiano. El alcance de éste es de tal intensidad que afecta al edificio completo del conocimiento (emancipación de la razón en relación a la fe y desarrollo del método experimental), a la organización social (emergencia de la burguesía y decadencia del sistema feudal), a la organización política (nacimiento de los estados modernos), a la religión (Reforma Protestante), etc. En el siglo XVI se establecen los fundamentos que harán posible el surgimiento de un mundo cualitativamente distinto del que habíamos conocido hasta entonces. Ahora bien, a pesar de la enorme importancia de los cambios, hay algo de fundamental importancia que el movimiento renacentista no cuestiona: la racionalidad misma sobre la que nuestra civilización se ha venido sustentando, esa misma racionalidad a la que unas líneas más arriba hemos aludido con la expresión ratio socrática. La duda metódica a la que hemos hecho referencia afecta, según hemos dicho, al edificio, pero sólo de manera aparente a los cimientos. La renovación operada por los distintos renacimientos siempre ha sido parcial, incluso la del siglo XVI, debido a que nunca, hasta principios del siglo XIX, se ha cuestionado el postulado racionalista sobre el que se sustenta nuestra cultura. La razón de que no reconozcamos el Romanticismo como una radicalización de lo específico del Renacimiento radica en que el alcance de su cuestionamiento, en tanto afecta al postulado racionalista básico, genera una cosmovisión radicalmente distinta que es aquélla en la que nos hallamos instalados.
    Nuestra civilización occidental es como una planta majestuosa que ha brotado toda ella a partir del germen originario de la ratio socrática, algo que resulta, a su vez, de una suerte de hipertrofia del elemento apolíneo-formal del que ya habláramos en su momento. Pero esta planta trepadora, alimentada de su propia soberbia, ha crecido en demasía y, como consecuencia, se ha ido progresivamente distanciando del humus nutritivo del que depende su sustento. Llega un momento, tras siglos de autogeneración, en que su enorme envergadura ya no le permite seguir avanzando ni producir frutos lo suficientemente suculentos y atractivos. Su inestabilidad es tal que cualquier pequeña tormenta puede dar con ella por los suelos. Luego…, sólo queda una solución: la poda. Si queremos lozanía y esplendor en los frutos, si queremos estabilidad y seguridad, es preciso podar la planta a ras de suelo, apenas unos centímetros por encima de las raíces. Pues bien, esta labor de poda y de retorno a la raíz es lo que realmente significa la irrupción del Romanticismo en el ámbito de esta nuestra cultura occidental. El Romanticismo, en tanto que renacimiento llevado a sus últimas consecuencias, es una radicalización en el sentido literal del término, esto es, una vuelta a la raíz y a ese momento anterior a la propia raíz en que los dos principios germinales de lo apolíneo y de lo dionisíaco se fusionan en indisoluble maridaje para dar lugar al cigoto del que todo procede. Esto originario es lo que Dalí denomina biología subterránea.
    Nos hemos servido de la metáfora de la poda para ejemplificar la radicalidad del poder disolvente del Romanticismo en relación a toda esa cultura precedente que se origina en Grecia en torno al siglo V a. C. Pero, dada la importancia del fenómeno, todos los intentos de dilucidación del mismo habrán de parecernos insuficientes.
    Schopenhauer, primero, y Nietzsche, después, al alimón con sus adláteres Marx y Freud, serán los responsables de llevar a cabo esta labor de poda y de regeneración. Aunque, si hemos de ser justos, no nos queda más remedio que mencionar a David Hume, quien, según nuestra modesta opinión, sentó las bases del vitalismo materialista característico de los anteriores al afirmar que la función principal de la razón es la de suministrar a las pasiones los medios que éstas necesitan para verse satisfechas. (Nota). Nietzsche, por ejemplo, cuando quiere aludir al fenómeno, suele recurrir a una serie de expresiones que son recurrentes en su obra: ocaso de los ídolos, genealogía y muerte de Dios. A fin de cuentas, la labor de Nietzsche, en lo básico, consiste en denunciar la insuficiencia de la crítica de la tradición llevada a cabo por el Racionalismo y el Empirismo, primero, y por el Idealismo –como síntesis de ambos-, después. Lo que Nietzsche reprocha a todos los pensadores que le han precedido es su falta de valor y de arrestos de cara a llevar hasta sus últimas consecuencias una crítica demoledora de la tradición. Según él, todos se quedan cortos porque la Verdad que vislumbran del lado del más acá se les antoja aterradora. Y de aquí, por otra parte, que insista tanto en la necesidad de mirar fijamente los ojos de la Medusa. El gran handicap de Descartes fue su cobardía. Para embarcarse en su aventura de deconstrucción tuvo primero que vacunarse con el antídoto de la moral provisional. Luego, para conjurar el miedo que le produjo la contemplación del horripilante rostro del Nihilismo, tuvo que echar mano del siempre socorrido Deus ex machina, tal y como dos mil años antes hiciera su igual Eurípides.
    Poda, reducción fenomenológica, deconstrucción, desublimación y radicalización. Estos son los términos de que hemos de servirnos para mejor comprender qué supuso el movimiento romántico en relación a la cultura precedente.
    Pero, ¿qué nos queda después de haber sometido nuestra cultura a esta suerte de rapado al cero? El fundamento, la base, eso que los griegos llamaron arché y que no es otra cosa que la Vida entendida como principio creador y como fuerza metaforizante. La Vida es la causa primera de todas las cosas y, al mismo tiempo, la causa última. Es causa eficiente porque de ella parte la energía que se precisa para crear; es causa material porque crea a partir de sí misma, como una Gran Madre; es causa formal porque los modelos arquetípicos de todas las cosas son inmanentes a la propia Vida; y es causa final porque su razón de ser es perpetuarse a sí misma.
    Ahora bien, la Vida nunca podrá ser percibida tal y como es en sí misma. Nuestra visión de la misma siempre estará mediatizada por las formas, más o menos cristalizadas, que continuamente forja en un proceso sin fin de creación y destrucción. Esto significa, evidentemente, que a la Vida le gusta disfrazarse y mostrarse al través de las máscaras de la cultura o, lo que viene a significar lo mismo, que la relación que podamos entablar con el Principio de Todas las Cosas siempre estará amortiguado por alguna forma de cultura, por muy rudimentaria que ésta sea.
    Y esta cultura rudimentaria e incipiente, en la medida en que coincide con la denominada cultura popular, es lo que a nosotros más nos puede interesar. Por cultura popular entendemos el mínimo común denominador de cualquier otra forma de cultura, es decir, su fundamento y condición de posibilidad. Si para elaborar los perfumes más delicados y exclusivos hemos de partir de la materia prima que representan las flores y otras sustancias y hemos de pasar por un proceso de macerado, de fermentación y de destilado, con los frutos de la denominada alta cultura ocurriría algo similar. La diferencia es que la base y el punto de partida es, precisamente, la referida cultura popular. La densidad y solidez de esta forma de cultura es tal, que, por regla general, es lo único que permanece cuando las grandes crisis y revoluciones derriban y laminan los grandes constructos hegemónicos en cada época de la historia.
    La cultura popular es el recio tocón nudoso y espinoso que queda después de haber podado a conciencia el exuberante y, por ende, frágil ramaje de esa planta trepadora que es nuestra cultura. Si lo popular es sólido, estable, inmediato y común, lo académico es frágil, volátil, mediato y exclusivo. La cultura popular es aquélla que ha sido asimilada por el pueblo a lo largo de los siglos y de los milenios en una suerte de proceso de sedimentación, es la estalagmita que se yergue, de manera lenta pero segura, aprovechando la sustancia residual procedente de la espiritual, prestigiosa –y frágil- estalactita. El edificio de la cultura académica siempre nos ha provocado un sentimiento de asombro y admiración, pero, si queremos ser realistas, habremos de reconocer que tras fachada tan deslumbrante, tal y como ocurría con los antiguos teatros griegos y romanos, se suele ocultar la nada. El prestigio de la apariencia es lo primero que se evapora cuando hacemos uso de la piedra de toque que para la cultura significa la Vida. Y es que la diferencia entre cultura popular y cultura académica, a fin de cuentas, se reduce a una cuestión de ley, esto es, a una cuestión de grado de autenticidad. Se trata, por tanto, de elegir entre dos procedimientos diametralmente opuestos: sedimentación y sublimación. La cultura popular es consecuencia del primero, la académica del segundo.
    El interés del movimiento romántico por la cultura popular, que, paradójicamente, poco tiempo después va a desembocar en el nacimiento de una nueva disciplina académica conocida como Folclore, es la consecuencia de toda esta labor de poda o, si se prefiere, de epoché fenomenológica. Si las más excelsas y sublimes construcciones del espíritu humano han dado sobradas muestras de su inconsistencia y vacuidad, si la filosofía del martillo ha demostrado, por activa y por pasiva, que dichas construcciones no son más que ostentosos castillos hinchables, es completamente normal que los hasta entonces eruditos y académicos tengan que parar mientes en lo único que se les muestra firme y seguro: la cultura popular. Es así como nacen todos esos movimientos populistas que, andando el tiempo, van a ser los responsables del surgimiento de nuevas naciones e imperios bajo el lema de: ¡Una lengua, una nación! Porque, ¿qué es el populismo sino una suerte de religión profana que sustituye a Dios Padre por el Estado-Nación, a Dios Hijo por el caudillo carismático responsable de dirigir al pueblo hacia la tierra prometida de la liberación y de la independencia, y al Espíritu Santo por la lengua, sede del enigmático volkgeist? Pero, evidentemente, no son estas las derivaciones que nos puedan interesar de cara a la dilucidación del asunto que nos traemos entre manos. Lo que nos interesa, antes bien, es esa nueva consideración de la cultura popular que da como resultado el nacimiento del Folclore como disciplina científica y académica, ya que es en esta orientación ideológica la que nos puede ayudar a arrojar luz sobre los constructos culturales de Federico Nietzsche y de Federico García Lorca. Para Nietzsche, entroncar con lo popular significa, ante todo, tener en cuenta el componente trágico y dionisíaco latente en la cultura popular de cara a las ulteriores –y siempre efímeras- elaboraciones culturales. Para Lorca, de igual modo, se trata de restablecer el vínculo subterráneo que conecta lo popular con lo más elaborado desde el punto de vista artístico para de esta manera garantizar su lozanía, actualidad e inmediatez. Cultura inmediata significa cultura fiel al sentido de la tierra, cultura consciente de su carácter temporal, cultura común y, en suma, cultura que no miente.

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    El destino de los distintos proyectos aparecidos a lo largo de la historia tras la correspondiente revolución-renacimiento es la traición. Y, ¿cómo no?, el del Romanticismo, en tanto que radicalización de los postulados del Renacimiento, no puede ser distinto a los restantes. No obstante estas coincidencias, en el después del movimiento romántico es constatable una novedad que no parece darse en los después precedentes: una cierta falta de virilidad, una cierta disfunción en los mecanismos de creación, un cierto hartazgo y conformismo. El mundo contemporáneo, que nace a la par que el Romanticismo –y, en buena medida, como consecuencia suya-, es un mundo cuyo principal rasgo distintivo es el crecimiento por acumulación y yuxtaposición, un nuevo mundo que, a diferencia del viejo, invierte todas sus energías en dilatar los márgenes de su ámbito de acción e influencia a lo largo y ancho del globo. La acción y el efecto de esta tendencia es lo que conocemos con el nombre de globalización. Es cierto que en los primeros momentos surgieron movimientos fuertes y combativos que generaron un discurso omniabarcante y que aspiraban a transformar completamente la realidad –tal es el caso, por ejemplo, del marxismo-; es cierto que un tiempo después se optó por la fragmentación y la dispersión en una miríada de miniconstructos destinados a coexistir dentro de un mismo plano y en un mismo nivel de igualdad; pero, hoy por hoy, no nos queda más remedio que aceptar que tras los grandes acontecimientos de la Historia Contemporánea actúa siempre uno y el mismo principio: la globalización niveladora y homogeneizadora.
    El Romanticismo marca el principio del fin de la Historia tal y como ésta había sido entendida hasta su irrupción. Nada de torres de Babel en el corazón de la vieja Europa. La torre debe ser derruida y los ladrillos de la demolición reutilizados para pavimentar las calles del mundo circundante, desde las Antípodas hasta Reijavik, desde el Estrecho de Bering a la Patagonia. Para llevar a buen puerto un proyecto similar es preciso que renunciemos a las alturas sublimes y a las fascinantes profundidades y es preciso que renunciemos al futuro y al pasado. Aquí, a nivel de la superficie, y ahora –hic et nunc, dirían los clásicos-, este es el lema de los nuevos tiempos.
    El reencuentro con lo popular propugnado por el Romanticismo no ha contado con el contrapeso de la iniciativa para forjar un nuevo mundo y, cuando se opta por lo popular a la par que se renuncia a la sublimación metaforizante sobre su base, el resultado es un mundo prosaico, chato, superficial y chabacano, un mundo carente de relieve y donde todo es igual a todo (Nota: en los regímenes democráticos, la superficie es lo más profundo). Este es el reino del último hombre nietzscheano, del hombre común, adocenado e indiferente que se sirve de una suerte de culto autoidolátrico de naturaleza hedonista –y onanista- para conjurar el espanto que le ocasionaría el hecho de asumir las implicaciones eminentemente trágicas que se derivan del fenómeno de la muerte de Dios, que no es otra cosa que la carencia de sentido para la vida. De hecho, ¿qué es el consumismo de los países desarrollados sino la anestesia con que intentamos en vano mitigar la angustia existencial que a todos nos atenaza de continuo?, ¿qué es sino un ritual obsesivo-compulsivo destinado a proporcionarnos un sucedáneo de inmortalidad?
    Ha pasado mucho tiempo desde que el mundo actual dejó de prestar atención a la llamada del más allá, a lo ido y a lo por venir, para focalizar todo su interés en la obtención del disfrute en el aquí y ahora. El mundo actual ha devenido un inmenso supermercado repleto de artículos que, a través del sortilegio de la publicidad y del marketing, usurpan continuamente el primer plano de nuestros intereses. De esta manera, los medios asumen la condición de fines y, en consecuencia, estos fines quedan completamente eclipsados para la inmensa mayoría. Y esto, precisamente, es lo realmente preocupante de esta nueva manera de relacionarse con la realidad –o no tan nueva-: el hecho de que lo que no comparece investido con las cualidades de la mercancía haya de resultar del todo imperceptible para tantos. Mercado, mercadotecnia, mercancía…La unificación global que en el pasado no pudieron lograr las grandes ideologías está a punto de ser alcanzada gracias al imparable avance nivelador del rodillo de la globalización. 

1 El nacimiento de la tragedia, en realidad, debe ser considerado como un evangelio frustrado. Es lo que se desprende del ensayo de autocrítica del año 1883. Sólo con Así habló Zaratustra Nietzsche consigue dar forma a su definitivo evangelio.

domingo, 3 de noviembre de 2013

EROS Y THANATOS EN LA TRILOGÍA TRÁGICA DE FEDERICO GARCÍA LORCA



No hay en el mundo fuerza como la del deseo.
Yerma.

En todos los países la muerte es un fin. Llega y se corren las cortinas. En España, no. En España se levantan. Muchas gentes viven allí entre muros hasta el día en que mueren y los sacan al sol. Un muerto en España está más vivo como muerto que en ningún otro sitio.
Teoría y juego del duende.
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    Antes de abordar el asunto que en el título de este trabajo se enuncia es conveniente dilucidar una serie de cuestiones que consideramos de capital importancia. Tres en total. La primera hace referencia al término eros; la segunda a la vinculación dialéctica de éste con su complementario thanatos; la tercera, finalmente, al término tragedia. Vayamos por partes.

   Son muchos los críticos e interpretes que han utilizado el binomio eros-thánatos para ofrecernos una fórmula sintética capaz de expresar el mínimo común denominador -o tema subyacente- en toda la producción poética lorquiana. Después de una lectura atenta de las tres grandes obras dramáticas de nuestro autor no nos queda más remedio que adherirnos a lo dictaminado por el común consenso de los más importantes especialistas. Es rotundamente cierto, sin excepción, que toda la obra del poeta granadino gravita elípticamente en torno a estos dos focos nucleares. Todos los personajes protagonistas que circulan a lo largo y ancho de su producción poética –y Lorca es poeta incluso cuando teoriza- son víctimas de una pasión desatada que los domina y que los empuja irremisiblemente, sin que lo puedan evitar –y, por tanto, sin que se sientan culpables por ello-, hacia una búsqueda desesperada de satisfacción que es, al mismo tiempo, una búsqueda de la realización personal. Podríamos decir que todos siguen el camino de la sangre –de las inclinaciones naturales, del instinto y del deseo- creyendo poder encontrar al final del mismo esa ansiada libertad que durante tanto tiempo les ha sido negada, pero lo que realmente encuentran al final de esta escapada es un muro infranqueable construido piedra a piedra a base de prejuicios, tradiciones absurdas, intransigencia, maledicencia e hipocresía que les impide dar cumplimiento a sus deseos de libertad y realización y que los arroja irremisiblemente en los brazos de la muerte, en los brazos de una muerte que, de esta manera, termina convirtiéndose en la única ocasión para escamotearse del sofocante abrazo de la coerción.
   Ahora bien, de lo anterior se desprende que el primero de los términos del referido binomio –de indiscutible prosapia freudiana y, si se nos apura, schopenhaueriana- debe ser matizado. El peligro radica en la posibilidad de que el término eros se interprete a la manera del amor platónico, como un sentimiento eminentemente espiritual desprovisto de cualquier vinculación con ese torrente oculto y turbio de la pasión más desenfrenada, pues el caso es que Lorca jamás nos habla de amor sin más, de ese Amor puro, etéreo y angelical que va repartiendo venablos a diestro y siniestro, sino, fundamentalmente, de Deseo y de Instinto, de pasión, de una fuerza que posee una intensidad similar a la de un movimiento sísmico, a la de una erupción volcánica o a la de un torrente de aguas salvajes e impetuosas dispuestas a arrasar todas las empalizadas y todos los muros que los hombres tratan de levantar a su paso. Se trata, por tanto, de una fuerza y de una energía de carácter telúrico que nace en los estratos más profundos de la tierra y que, de vez en vez, se apodera del corazón de algunos individuos, actuando a través de la masa de su sangre y del tuétano de sus huesos, para acabar estrellándolos contra el referido muro de la moral y de la intransigencia social. El Deseo, -la Voluntad, el Instinto, la Libido- es un impulso ciego que busca denodadamente su satisfacción y que se caracteriza por poseer una naturaleza eminentemente proteica. Generalmente se concreta como deseo sexual –así ocurre en Bodas de sangre y en La casa de Bernarda Alba-, pero no siempre se trata de esto. En Yerma el deseo sexual existe, pero como medio o condición para la satisfacción del instinto maternal, que es aquí esa fuerza visceral y telúrica de la que hemos dicho que se apodera de la voluntad de ciertos individuos sin que estos puedan hacer nada para librarse de su ciego empuje.
   Así pues, eros es, ante todo, deseo –pasión e instinto-, un impulso irrefrenable que mana del corazón mismo de la voluntad y al que nada puede oponer el débil  raciocinio. Y este deseo, además, aunque gusta de especificarse en forma de sexualidad, también admite otras posibles realizaciones. Los símbolos de los que echa mano Lorca para aludir a este impulso proteico son de todos conocidos. Baste con referir someramente los siguientes: el caballo –Pepe el romano y Leonardo aparecen caracterizados como auténticos centauros; el caballo garañón que da coces contra los gruesos muros del corral amenazando con echarlos abajo…-, el león –ambos personajes masculinos a los que acabamos de aludir son comparados en alguna ocasión con este animal-, torrentes de aguas, fuego –es lo que dicen sentir en sus entrañas las heroínas de todas las tragedias-…

   ¿Qué pretendemos decir cuando afirmamos que entre eros-thanatos existe una relación dialéctica? En primer lugar, que ambos se relacionan como términos antagónicos y contrapuestos, lo cual, por tratarse de algo evidente, no requiere de excesivas explicaciones. En segundo lugar, y esto es lo que en verdad nos interesa destacar, que estos términos se truecan en su opuesto en cuanto exceden determinado umbral de intensidad. Pero obsérvese que no se trata tan sólo de que la búsqueda denodada de la satisfacción del deseo por parte de las mujeres heroínas haya de desembocar necesariamente en la muerte de alguno de los personajes protagonistas –lo cual es meridianamente obvio-, sino también de que la hegemonía absoluta de la muerte crea la más propicia de las situaciones para que ese deseo que parecía definitivamente erradicado comience nuevamente a germinar a partir de la semilla del instinto donde aguardaba agazapado. Cualquier intento de seguir el curso de la sangre conduce irremisiblemente a la muerte, pero si somos lo suficientemente atentos podremos observar cómo ésta resulta del todo impotente de cara a contener el empuje del deseo insatisfecho. Si el destino natural del deseo es la insatisfacción y la muerte, resulta del todo inevitable que ésta experimente lo que podríamos denominar un proceso de erotización creciente.
   Así pues, ambos -deseo y muerte- son los dos principios eternos y universales que luchan entre sí por controlar la voluntad de las indefensas criaturas particulares, de manera similar a como en la cosmología de Empédocles Amor y Odio luchan eternamente y en un ciclo sin fin por hacerse con el control de los cuatro elementos. La hegemonía del Amor da pie a que el Odio, reducido a su mínima expresión, comience a ganar batallas y, con ello, a expandir su dominio, hasta que llega un momento en que las fuerzas se equilibran; pero este estado de equilibrio no puede ser para siempre, pues si hasta entonces la balanza había estado inclinada del lado del Amor, la Justicia Cósmica exige que también el Odio tenga su momento de gloria.
   Pero no se trata tan sólo de esto. En realidad, no es un dualismo dialéctico lo que podemos encontrar en la relación Eros-Thanatos. Sería mucho más correcto hablar de una vinculación esencial entre ambos, esto es, de un monismo originario que se despliega y manifiesta como dualidad. Sólo así, desde la perspectiva del monismo, es posible que se dé ese fenómeno que hemos denominado proceso de erotización creciente de la muerte, ese proceso en cuya virtud la muerte se va apropiando, desde dentro de sí misma, de aquellos rasgos que, desde una óptica dualista y fragmentaria, podríamos considerar privativos de su opuesto. Por la misma regla, hablar de erotización de la muerte exige poder hablar, asimismo, del fenómeno inverso: de una mortificación de lo erótico.
   Es cierto que Lorca utiliza símbolos unívocos y específicos para referirse por separado a cada uno de los términos del binomio. Ya hemos visto algún ejemplo en relación al tema del deseo. Para designar a la muerte se suele servir de imágenes como el caballo, la luna y el agua estancada. Ahora bien, se habrá reparado en que la primera de estas imágenes es la que Lorca gusta de utilizar de manera eminente para hacer referencia a la realidad del deseo. El caballo, por tanto, ha de ser visto como el símbolo de la esencial vinculación dialéctica existente entre Vida y Muerte.
   Todo lo anterior, tal como en su momento señalaron Álvarez de Miranda y tantos otros, tiene mucho que ver con una cosmovisión de tipo naturalista y panteísta vinculada directamente con ese culto pagano a la Gran Madre que fue común en toda la cuenca del Mediterráneo hasta que empezó a ser erradicado tras las primeras invasiones dorias, primero, y tras la difusión del Cristianismo, después. Como sabemos, la tragedia clásica, tal como fraguó en las obras de Ésquilo, Sófocles y Eurípides, es el resultado de la secularización progresiva de este tipo de cultos, unos cultos que, básicamente, consistían en una serie de ritos mediante los cuales el hombre pretendía incidir sobre el curso de los acontecimientos naturales para que estos le resultasen propicios. Quizás el postulado básico para la mentalidad mágica de quienes ponen en práctica este tipo de ritos sea el de la esencial vinculación entre vida y muerte, pero no sólo en el sentido de que la última sea la consecuencia natural de la primera –lo cual es obvio- sino, principalmente, en el sentido de que la muerte cruenta es condición de posibilidad de la vida. La sangre que se derrama tras el sacrificio es bebida por la tierra para con ella crear el abono necesario para las nuevas vidas que han de venir. En Bodas de sangre la Madre rememora ante el Padre de la Novia el momento trágico del asesinato de su esposo y de su hijo mayor haciendo uso de las siguientes palabras: …Me mojé las manos de sangre y me las lamí con la lengua. Porque era mía. Tú no sabes lo que es eso. En una custodia de cristal y topacios pondría yo la tierra empapada por ella. Resulta del todo evidente que lo que aquí tenemos es una adoración de la sangre que nos hace recordar al sacramento de la Eucaristía.

   Eros y Thanatos, como Amor y Odio, son elementos constitutivos de la vida que normalmente solemos encontrar en los individuos repartidos de una manera equilibrada, de manera que ninguno de los dos consigue sobreponerse a su antagónico. Pero hay individuos en los que este equilibrio resulta de una precariedad tal, que llega un momento en que inevitablemente se rompe, abriéndose así las puertas por las que ha de hacer su entrada triunfal la tragedia. El duende, según Lorca, gusta de regodearse en los extremos y no llega si no ve posibilidad de muerte, esto es, de tragedia.
   Con este asunto tocamos por fin la tercera de las cuestiones que al iniciar este escrito nos propusimos dilucidar: ¿Es correcto considerar Bodas de sangre, Yerma y La casa de Bernarda Alba como una trilogía trágica? Antes de responder a esta pregunta es preciso señalar que fue el propio Lorca quien sembró el germen de la polémica al subtitular a la primera de las obras como Tragedia en tres actos y siete cuadros, a la segunda como Poema trágico en tres actos y seis cuadros y a la tercera, finalmente, como Drama de mujeres en los pueblos de España. Nuestra modesta opinión es que las tres obras referidas comparten los ingredientes suficientes y necesarios para ser catalogadas como tragedias: a) individuos que actúan impelidos por una fuerza irracional a la que no son capaces de ofrecer resistencia, b) muerte como desenlace natural del conflicto planteado en escena, y c) existencia, de manera más o menos explícita, de un personaje colectivo o coro que, en el caso del teatro lorquiano, unas veces comenta la acción, otras veces desempeña la función de un personaje más, y otras, finalmente, se limita a aportar elementos líricos y poéticos. El subtítulo Drama de mujeres en los pueblos de España es un dato que se podría explicar apelando o bien al carácter no definitivo del autógrafo conservado, o bien a que el propio autor no hubiese concedido excesiva importancia a una cuestión meramente nominal. En todo caso, sea cual sea la solución al problema planteado, ésta en poco o nada afecta a la cuestión que a lo largo de estas líneas pretendemos despejar. Un tratamiento pormenorizado del asunto merecería un artículo aparte.
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   Bodas de sangre es una obra redonda. Lo es por su indiscutible perfección formal, pero también, y fundamentalmente, porque termina de una manera similar a como empieza: con el asunto del cuchillo. Ahora bien, si hemos utilizado el adjetivo similar es porque entre comienzo y fin existen una serie de diferencias –poco evidentes, por cierto-que nosotros consideramos de una importancia capital. Vayamos por partes.
   En la primera escena del primer acto presenciamos cómo la Madre maldice a todas las navajas y al “bribón que las inventó”. Luego sabemos que fue una navaja lo que segó la vida de su marido y de su hijo mayor muchos años atrás. Al final de la obra, en cambio, asistimos a una escena en la que la Madre y la Novia realizan a dúo una especie de ritual de adoración del cuchillo mediante la repetición alterna de unos versos que actúan al modo de mantras o, si se prefiere, al modo de oración de alabanza. En virtud de este rito de comunión se produce lo que algún crítico ha denominado apoteosis del cuchillo, pero no solamente esto. También ocurre que ambas mujeres parecen olvidar sus diferencias al acceder a una dimensión en la que Vida y Muerte se les muestra como elementos constitutivos y alternos de una misma y única realidad.
   Todo este asunto del cuchillo estaría construido sobre la base del modelo cristológico. Con el cuchillo ocurre lo mismo que con la cruz, que siendo un instrumento de tortura y muerte es convertido por los hombres en objeto de veneración en tanto que símbolo de la vida eterna.
   Por otra parte, es importante reparar en el dato siguiente: mientras que al principio de la obra el objeto aludido y maldecido es una navaja, al final se nos habla de un cuchillo, que es un instrumento relativamente distinto. ¿Por qué este cambio de denominación? ¿Se trata de un simple descuido del autor o hay alguna intención oculta en todo ello? Nuestra opinión es que la transfiguración de la navaja en cuchillo es algo intencionado que ha de ser visto como un símbolo que oculta un significado de especial relevancia, un significado, para ser precisos, que tiene mucho que ver con el órgano sexual masculino. En efecto, podríamos aventurarnos a decir que la navaja es al cuchillo lo que el pene pueda ser en relación al falo. A pesar de que el Diccionario de la RAE considera ambos términos como sinónimos, el caso es que los contextos en los que cada uno de ellos se suelen utilizar no son, en modo alguno, equivalentes. El primero aparece vinculado de manera muy directa y explícita a lo estrictamente fisiológico; el segundo, en cambio, estaría cargado de una serie de connotaciones que lo vinculan con una sexualidad entendida como ritual sagrado. El pene es el órgano sexual masculino del hombre y de algunos animales que sirve para miccionar y para copular. Esto es correcto. Pero no podemos decir lo mismo del falo. Éste término, a diferencia del anterior, sólo se asocia con la segunda de las funciones referidas. Es más, mientras que el pene puede ser imaginado en estado de reposo o en estado de erección, el falo sólo puede serlo de esta segunda manera. El cuchillo, por tanto, es un símbolo fálico. En tanto que navaja quita la vida, pero en tanto que cuchillo-falo derrama la sangre necesaria para que una nueva vida pueda germinar.
   La ambigüedad de esos versos finales que la Madre y la Novia recitan alternativamente –con alguna pequeña variación- está fuera de toda duda:

Y apenas cabe en la mano,
pero que penetra frío
por las carnes asombradas
y allí se para, en el sitio
donde tiembla enmarañada
la oscura raíz del grito.

   Los términos y sintagmas que aparecen en negrita son aquellos que, según nuestro punto de vista, pueden ser interpretados en un sentido eminentemente sexual. Si limitamos la lectura a lo literal y superficial, resulta evidente que se trata de unos versos en los que se describe el momento en que el puñal penetra en la carne de su víctima para arrancarle la vida a través de su último grito, pero si damos el paso consistente en interpretar los referidos términos en un sentido simbólico –y es evidente que uno de los elementos más característicos de la poética de Lorca es, precisamente, el uso sistemático de símbolos y de metáforas- la lectura en clave sexual resulta inevitable, por lo que tendremos que entender que aquí se está describiendo el acto de la penetración. Pero veamos los equivalentes de cada uno de los términos cargados de simbolismo. En el primer verso se nos indica claramente las dimensiones del instrumento; en el segundo se nos dice que la función del mismo es la de penetrar; en el tercero tenemos conocimiento de cuál es la materia o sustancia que de suyo suele penetrar; por el cuarto sabemos que ese proceso tiene un tope; en el quinto se nos informa de la conmoción que tal acto provoca en la referida sustancia; finalmente, en el sexto y último se nos habla de raíz como origen del grito, como origen de un grito que bien podría ser ese gemido de placer que, por lo general, precede a todo acto de fecundación.
Es      Estos versos finales constituyen el ejemplo más sólido en que apuntalar nuestra hipótesis, pero no es el único que aquí podemos aducir. Unas líneas más arriba de estas palabras finales la Novia compara al cuchillo con un pez sin escamas ni río, queriendo aludir con ello, sin lugar a dudas, a la facilidad con que resbala lúbricamente hacia el interior de la carne. La Mendiga-Muerte, según nos informa el autor mediante el procedimiento de la acotación, al llegar al poblado refiere con profunda delectación el fin trágico de ambos hombres. Las mujeres, por otra parte, al recibir la noticia entonan a coro una especie de oración en la que se establece una identificación entre el dolor que ocasiona la muerte y el placer: Dulces clavos, dulce cruz, dulce nombre de Jesús. Cuando la Novia y Leonardo se encuentran en plena huída, éste le dice a ella: Clavos de luna nos funden mi cintura y tus caderas, a lo que añade el autor la siguiente acotación: Toda esta escena es violenta, llena de gran sensualidad. Entreverar placer y dolor, como sabemos, es lo más característico del sadomasoquismo. Consideramos que en los fragmentos seleccionados existen elementos suficientes como para considerar que la erótica subyacente en la obra se decanta del lado de esta práctica parafílica. Pero, sin lugar a dudas, el fragmento donde esto que decimos se manifiesta de una manera más patente es aquél en que la Madre se dirige al Hijo con estas palabras: Con tu mujer procura estar cariñoso, y si la notaras infatuada o arisca, hazle una caricia que le produzca un poco de daño, un abrazo fuerte, un mordisco y luego un beso suave. Que ella no pueda disgustarse, pero que sienta que tú eres el macho, el amo, el que manda….
   Unas líneas más arriba afirmamos que en la obra de Lorca resulta perceptible lo que entonces llamamos una erotización de la muerte. El Deseo insatisfecho como consecuencia de los obstáculos que le ofrecen la moral y las convenciones sociales sólo puede desembocar en la Muerte, en una muerte que, en el caso de la trilogía que aquí estamos comentando, parece repartirse alternativamente entre los distintos actores protagonistas que intervienen en cada una de las obras. En Bodas de sangre la muerte recae sobre Leonardo, el agente desencadenante del deseo –la muerte del Novio sería lo que eufemísticamente se podría denominar un daño colateral no buscado-; en Yerma muere Juan, quien aquí ha de entenderse como obstáculo para la satisfacción del deseo; finalmente, en La casa de Bernarda Alba la muerte recae sobre Adela, sobre el sujeto de quien se apodera el deseo. Es como si Lorca hubiese querido señalarnos cómo la potente energía del instinto-deseo, insatisfecha como consecuencia de una represión excesiva, se puede convertir en un arma letal para cualquiera de los tres elementos que juegan un papel central en la tragedia: persona-objeto del deseo, persona-obstáculo para la satisfacción del deseo y persona-sujeto de la que éste se apodera.
   En Bodas de sangre, por tanto, nos encontramos con una erotización de la muerte que es la consecuencia directa del hecho de que las personas, una mujer y un hombre en este caso, no puedan vivir libre y espontáneamente sus más perentorios y arraigados deseos. Utilizando una terminología que tomamos prestada al Psicoanálisis, nos atreveríamos a decir que la represión del deseo sexual, en la medida en que sólo puede conducir a la muerte, se apodera de ésta desde dentro operando sobre su fisonomía una serie de modificaciones o inervaciones que sólo la técnica interpretativa psicoanalítica sería capaz de interpretar correctamente.
   La alusión al Psicoanálisis no debe ser vista como algo meramente circunstancial en este estudio. Todo lo que hemos dicho hasta aquí está presente en la doctrina freudiana, en una doctrina, por otra parte, con la que el propio Lorca estuvo relativamente familiarizado. En El malestar en la cultura nos dice Freud que la represión y sublimación de los instintos primarios es lo que crea las condiciones de posibilidad de la cultura y del progreso, pero también nos advierte de que esta misma práctica es la principal responsable de la infelicidad de los hombres. La represión sistemática y desmedida de Eros, nos dice el médico vienés, puede provocar su debilitamiento, con lo que el individuo se queda sin las defensas necesarias para combatir a esa otra fuerza antagónica a la que denomina Thanatos. Pues bien, ¿no es esto mismo lo que parece denunciar nuestro poeta a lo largo y ancho de toda su obra?

   Yerma es, de las tres obras trágicas que estamos comentando aquí, posiblemente la que posee un pathos dramático menos intenso. Su principal punto débil se encuentra al final, en el momento en que Yerma da muerte a su marido Juan mediante el procedimiento del estrangulamiento. No resulta creíble que una mujer, por naturaleza mucho más débil que un hombre, pueda acabar con la vida de su marido mediante un procedimiento similar, y esto es algo que, desde nuestro punto de vista, arruina el efecto dramático que la obra pretende producir en el espectador. Por ello, a pesar de que Lorca ha subtitulado la obra como Poema trágico, la impresión que el espectador se lleva tras asistir a su representación –o tras realizar su lectura- es más bien de tipo tragicómico. Es cierto, no obstante, que estas objeciones quedan relativamente diluidas cuando saltamos del plano real –que es el de lo verosímil- al plano puramente simbólico. Desde este otro punto de vista, Yerma deja de ser una simple mujer maternalmente frustrada para convertirse en la personificación del mismo instinto maternal, en una fuerza de la naturaleza, en puro deseo, y, tal como dice una de las viejas que aquí aparecen, no hay en el mundo fuerza como la del deseo. En este sentido, por tanto, se podría decir que la frustración que experimenta Yerma, en tanto que mujer particular, se apropia de toda la fuerza de ese deseo que no ha podido satisfacer para dirigirla contra su marido Juan, quien en el plano en el que nos estamos moviendo debe ser visto como un símbolo de ese obstáculo que imposibilita la satisfacción.
   En la parte inicial de este trabajo dijimos que hay que tener cuidado con no confundir eros con amor y dijimos también que lo que a Lorca le interesa realmente es el deseo, el instinto y la pasión, que son impulsos mucho más primarios y elementales que el simple amor platónico por encontrarse entroncados directamente con las poderosas e inexorables fuerzas de la naturaleza. De hecho, podríamos decir que en las tragedias del poeta granadino el Deseo desempeña una función similar a la desempeñada por el Destino en la tragedia clásica –de Ésquilo, Sófocles y Eurípides-. Esto que decimos resulta completamente evidente en el diálogo final entre Yerma y Juan que precede a la muerte de éste.

Yerma. ¿Qué buscas?
Juan. A ti te busco. Con la luna estás hermosa.
Yerma. Me buscas como cuando te quieres comer una paloma.
Juan. Bésame…así.
Yerma. Eso nunca. Nunca. (Yerma da un grito y aprieta la garganta de su esposo…).

   En este diálogo queda meridianamente claro que Yerma no se conforma con vivir una vida cómoda y agradable al lado de un hombre que la quiera. Yerma no es una mujer, es la personificación del instinto maternal, un instrumento de esa fuerza imbatible a la que conocemos como Deseo. Juan debe morir porque lo que le ofrece es simplemente amor y afecto, un simple vasito de agua para quien siente un incendio en su propio interior.
   Si en Bodas de sangre la muerte y destrucción recaen sobre la persona-objeto que suscita el deseo, en Yerma, tal como en su momento dijimos, la destrucción se centra en la persona-obstáculo. Este es el factor que explica el hecho de que en Yerma, a diferencia de lo que ocurre con las otras dos tragedias, no podamos hablar de una erotización de la muerte, puesto que para que este fenómeno de inervación se produzca es preciso que el obstáculo que imposibilita la satisfacción permanezca en pie ejerciendo su función represora. Lo que hemos denominado erotización de la muerte sólo es posible cuando el obstáculo es lo suficientemente fuerte como para producir un efecto de rebote en virtud del cual la muerte del personaje tenga que asumir las propiedades del instinto. Tal es lo que ocurre, por ejemplo, en el mencionado pasaje final en el que se entona un canto de alabanza del cuchillo. No obstante lo anterior, es preciso tener en cuenta un dato que es de capital importancia en toda la obra lorquiana: los tres principios omnipresentes en ésta –deseo, obstáculo para su satisfacción y muerte- son eternos e indestructibles. Juan significa un límite y un impedimento para la satisfacción de las ansias que Yerma siente de ser madre, pero se trata de un impedimento menor y secundario, vicario. El obstáculo que pueda suponer la figura de Juan es simplemente una concreción de una especie de Gran Objeción Ontológica que, igual que el Deseo y la Muerte, actúa como un poder trascendental que sólo de una manera muy limitada se actualiza en los individuos o en las colectividades humanas. Por tanto, Yerma sabe perfectamente que la muerte de su marido no le va a reportar ninguna liberación sino, antes bien, una opresión mayor. Ella sabe que cuando se derriba una empalizada lo que ocurre al momento es que otra mayor se levanta en su lugar. En este sentido deben interpretarse las últimas palabras del personaje: …Voy a descansar sin despertarme sobresaltada, para ver si la sangre me anuncia otra sangre nueva. Con el cuerpo seco para siempre. ¿Qué queréis saber? ¡No os acerquéis, porque he matado a mi hijo, yo misma he matado a mi hijo! Al acabar con la vida de su marido ha matado también la poca esperanza que pudiera albergar de ser madre.

   En La casa de Bernarda Alba volvemos a encontrar el referido asunto de la erotización de la muerte, pero, a diferencia de lo que ocurría en Bodas de sangre, en esta ocasión el fenómeno se produce al comienzo de la obra. Recordemos que ésta se inicia con una escena en la que vemos a Bernarda y a sus hijas que acaban de llegar a la casa después de haber dado sepultura al cabeza de familia. A continuación van pasando las vecinas para cumplir con la obligación del pésame -y también con esa otra, mucho más perentoria, del chismorreo y la crítica-. Pues bien, lo primero que llama la atención en esta escena es el hecho de que una situación de profundo pesar por la muerte de un ser querido –lo único que sabemos del fallecido es que sentía cierta inclinación hacia los deleites carnales- aparezca entreverada con una serie de comentarios morbosos atingentes al tema de la sexualidad. Por ejemplo, justo después de despachar a la mendiga, la Criada se desahoga apostrofando al difunto de la siguiente manera: Fastídiate, Antonio María Benavides, tieso con tu traje de paño y tus botas enterizas. ¡Fastídiate! ¡Ya no volverás a levantarme las enaguas detrás de la puerta de tu corral! Un poco después de esto Poncia refiere a Bernarda una conversación oída a los hombres durante el duelo: ¿De qué hablaban?, pregunta Bernarda con curiosidad -¿con morbo quizás?-, a lo que Poncia replica: Hablaban de Paca la Roseta. Anoche ataron a su marido a un pesebre y a ella se la llevaron a la grupa del caballo hasta lo alto del olivar. Pero no solamente se trata de esto. Ya desde un primer momento, a pesar del luto de ocho años impuesto por Bernarda, las hijas se muestran incapaces de contener el deseo que arde en sus entrañas. Es como si el negro y espeso cobertor del luto que Bernarda quiere imponer con mano de hierro no fuese capaz de contener un deseo sexual que por todos los medios trata de abrirse paso aprovechando una serie de rendijas que escapan al control de la tiránica madre: un vestido verde, un abanico de colores, esa choza de coral de la que habla María Josefa, además de toda esa comidilla morbosa que cada dos por tres aflora en la conversación de los personajes.
   A diferencia de lo que ocurre en Bodas de sangre, aquí la muerte recae sobre la persona-sujeto, sobre Adela, quien de las cinco hermanas es la que más vivamente siente en sus entrañas la llamada del Deseo. Este deseo, de hecho, es lo que le aporta la fuerza necesaria para rebelarse contra la autoridad de su madre mediante el gesto de partirle en dos su bastón de mando –símbolo de su poder y de los valores patriarcales que ella defiende con una intensidad de la que no sería capaz el machista más contumaz-. Por unos momentos cree poder alcanzar la tan ansiada liberación, pero con semejante arrebato lo único que consigue es precipitar el trágico desenlace. Los obstáculos, como ya dijimos unas líneas más arriba, son eternos e indestructibles.

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   Al comentar Bodas de sangre hicimos referencia a la presencia de un esquema cristológico de base más o menos evidente. Pusimos como ejemplo de esto el proceso de transfiguración experimentado por el cuchillo, que de instrumento de muerte y tortura pasa a ser un objeto digno de una veneración casi religiosa. También en la parte introductoria hicimos mención de otro dato especialmente significativo en relación a la cuestión que en estos momentos nos ocupa. Se trata de la escena en la que la Madre refiere a su futuro consuegro que cuando su marido e hijo mayor yacían muertos en la calle ella se mojó las manos en su sangre y se las lamió. Dijimos que en esto hemos de ver una alusión más o menos directa al sacramento de la Eucaristía. Es evidente que la adoración de un instrumento de muerte y que la adoración de la sangre –símbolo de vida, pero también de muerte- son elementos netamente característicos del culto cristiano.
En Yerma, sin embargo, la base cristológica apenas es perceptible, aparece de una manera marginal y, además, diluida en un paganismo de una enorme carga sensual. Esto último, presente asimismo en las otras dos tragedias, aquí se manifiesta con una explicitud total. Al comienzo del segundo cuadro del acto tercero, una Vieja dice: Venís a pedir hijos al santo y resulta que cada año vienen más hombres solos a esta romería. ¿Qué es lo que pasa? Y unas líneas después es una Muchacha quien dice lo siguiente: Más de cuarenta toneles de vino he visto en las espaldas de la ermita. Pero la prueba de cargo a favor de nuestra tesis es el extraño ritual que presencia Yerma y que nos hace recordar a los antiguos cultos paganos vinculados con la fertilidad.
   Donde con mayor claridad se percibe el esquema cristológico es en La casa de Bernarda Alba. Lo que más llama la atención en relación a este asunto son los nombres de algunos de los personajes: la madre de Bernarda se llama María Josefa, un nombre con el que, sin lugar a dudas, se quiere remitir a los padres de Cristo; Poncia, evidentemente, remite a la figura de Poncio Pilatos –tras avisar a Bernarda de lo que está ocurriendo entre sus hijas y tomar nota del poco caso que se le hace decide exonerarse de toda responsabilidad mediante un comentario que nos recuerda al lavatorio de manos del gobernador romano-; los nombres de algunas de las hermanas son, además de una referencia a la situación de opresión en la que viven, una premonición de lo que va a ocurrir –Angustias, Martirio-; finalmente, el apodo con que se conoce a Pepe –símbolo del deseo sexual- también es algo que nos remite a los acontecimientos que tuvieron lugar en la antigua Judea.
   Pero creemos que la clave interpretativa está en la figura de Bernarda Alba. ¿Qué es lo que representa ella dentro de este esquema cristológico? Ella, con ese bastón de mando que quisiera poder transformar en rayo, es una personificación de la autoridad y de la tradición, el elemento responsable de reprimir todo intento de liberación y toda novedad que suponga poner en entredicho los antiguos valores. Por esto, no sería descabellado identificarla con el Sumo Sanedrín y, por tanto, con todos aquellos que hacen suya la imagen de Dios que aparece en el Antiguo Testamento. Desde este punto de vista, pues, La casa de Bernarda Alba podría interpretarse como un alegato a favor de una religión del amor y de la libertad –la representada por Cristo-Adela- y en contra de la antigua religión de la intransigencia y del ojo por ojo –Bernarda-.