Nadie piense que cuando hablamos de la dictadura del número nos estamos refiriendo al gobierno despótico y autocrático que Doña Matemática suele ejercer en el reino del saber. Ésta es otra historia que, dicho sea de paso, en algún momento tendremos que abordar para extraerle todo su jugo.
La frase no es nuestra, es de Don Pío Baroja. Desconocemos el contexto en que fue usada, pero parece claro que con ella quiso aludir a lo específico y diferencial del régimen político conocido como democracia. Evidentemente, cuando se utiliza la expresión dictadura del número para aludir a la democracia, se la está juzgando y valorando de manera ciertamente negativa, se está dando a entender que se trata de un régimen político que cercena la libertad de las minorías, generalmente más cultas y selectas. En la misma línea habría que interpretar el lema juanramoniano: ¡A la inmensa minoría, siempre! Se nos podrá replicar diciendo que este lema no debe ser extrapolado del ámbito para el que fue formulado, que es el de la estética, ya que Juan Ramón, a lo largo de su vida, dio sobradas muestras de su apoyo incondicional a la República frente a los sublevados. Esto es cierto, pero consideramos necesario advertir que casos como éste constituyen un clarísimo ejemplo de falta de coherencia. ¿Es legítimo defender la democracia en el terreno político al tiempo que se la niega en el terreno estético? El asunto no es baladí, dado que no son pocos los intelectuales que han incurrido en esta contradicción flagrante entre lo práctico y lo ideológico. Del mismo modo que no son pocos los intelectuales que se han beneficiado de la libertad que la democracia posibilita para criticar muy duramente a la misma democracia. Aunque…, ¿no incluye la democracia, como ingrediente consustancial, la posibilidad de su propia crítica?
La relación de los intelectuales con la democracia es, quizás, uno de los asuntos que más tinta han conseguido verter sobre el papel. De hecho, se trata de una polémica que se origina en los albores mismos de nuestra cultura y que, además, en cierto modo la vertebra hasta la actualidad. Veamos unos cuantos ejemplos seleccionados de entre los muchos existentes, prestando especial atención a las etapas inicial y final de nuestra cultura:
Heráclito, príncipe heredero que abdica a favor de su hermano para así poder dedicarse al vicio solitario de la meditación, dijo lo siguiente: “Uno para mí vale más que diez mil si es el mejor”. Pitágoras fundó en la ciudad de Crotona una especie de secta –política, religiosa y académica al mismo tiempo- que siempre gobernó haciendo gala de la más absoluta intransigencia. Cuenta la tradición que la relación entre los internos y el propio Pitágoras se realizaba a través de una serie de intermediarios completamente jerarquizada. El lema “lo ha dicho él” impreso sobre un determinado documento era considerado como la prueba de autenticidad del mismo. El caso de Platón es el mejor conocido de todos, ya que, como sabemos, dedica varios de sus diálogos a la consideración de este peliagudo asunto –El Político, La República y Las Leyes, principalmente-. Además, este filósofo ateniense tiene el triste honor de figurar, junto con Hegel y Marx, en la lista negra elaborada por K. Popper y que lleva por título La sociedad abierta y sus enemigos. El argumento de Platón es así de simple: la democracia es el gobierno del pueblo, que es mayoría; el pueblo es ignorante; luego la democracia es el gobierno de los ignorantes. La democracia, en última instancia, sería la responsable directa de la injusta condena a muerte de Sócrates. –Somos conscientes, claro está, de que lo anterior es una simplificación y de que es preciso tener en cuenta otros muchos factores, como, por ejemplo, el hecho de que la democracia ateniense, a diferencia de la nuestra, fuese directa y no representativa; pero, evidentemente, este no es el lugar adecuado para estudios detallados-. Para Nietzsche, igual que para Platón, la jerarquía ontológica existente entre todos los entes no debe ser obviada en el ámbito de las relaciones humanas. No son pocos los aforismos en donde el filósofo alemán expresa su opinión denigratoria hacia los sistemas que potencian el igualitarismo entre los individuos, especialmente hacia el socialismo. Por ejemplo: “Los soles son fríos los unos para los otros”, “En los sistemas democráticos, la superficie es siempre lo más profundo”, “Desde lo más hondo tiene que llegar a su altura lo más alto”, etc. Ortega fue cofundador de la Liga para la Educación Política, luchó por la europeización del país y firmó el manifiesto de apoyo a la República, pero todo esto no fue óbice para que publicase un libro en el que expresaba su preocupación por el peso excesivo que las masas estaban asumiendo en los estados modernos y, sobre todo, para que en cierto momento de su carrera intelectual se declarase partidario de una dictadura ilustrada.
Hay palabras que, con el correr del tiempo, la sociedad va revistiendo de ciertas connotaciones sagradas y religiosas, hasta el punto de terminar convertidas en lo que podríamos llamar tótemes culturales. Uno de estos iconos culturales es la palabra democracia. Pero no es la única. Piénsese, por ejemplo, en términos como libertad, ciudadanía o plebiscito. Todas, como se habrá observado, forman parte del campo semántico-gravitacional de la palabra tótem que nos ocupa. Diríase que cada época tiene la suya propia. Así, por ejemplo, hasta el inicio de la época contemporánea, en las primeras décadas del siglo XIX –revoluciones burguesas, desarrollo industrial, Romanticismo, Positivismo, secularización progresiva, aceleración histórica-, el papel de fetiche cultural estuvo representado por la palabra Dios, centro último de referencia del que dependían nociones como fe, espíritu, monarquía y autoridad. Dios, según certificara el forense Nietzsche, ha muerto. Es más: el deceso no se ha producido por causas naturales; se trata, más bien, de un crimen, de un deicidio. Dios ha muerto porque todos nosotros lo hemos matado con nuestra indiferencia. La indiferencia es el arma con que se ha perpetrado el crimen. Ahora bien, como sabemos, en la Historia, como en la Naturaleza, todo se aprovecha. No existen otros gestores mejores que estos, pues son los únicos que saben aplicar los principios de la Economía con una precisión milimétrica. Si aquí todo tiene una utilidad, ¿por qué no aprovechar los ropajes del viejo Dios para vestir con ellos al nuevo tótem? Efectivamente, nadie como la Historia para aplicar aquello de: desnudar a un santo para vestir a otro. Y esto es lo que, de hecho, ha ocurrido. Hemos dejado de respetar a Dios y de creer en Él porque en su lugar hemos puesto otro tótem –la democracia- capaz de desempeñar la misma función y, seguramente, con unas contrapartidas menos gravosas. Hasta el siglo XX, las mayores barbaridades de la historia fueron cometidas en el nombre de Dios. Piénsese, por ejemplo, en las cruzadas, en las guerras de religión, en la persecución y en el asesinato de impíos, herejes y heterodoxos, etc. Las barbaridades de hogaño, en cambio, suelen cometerse, o bien en nombre de la raza, o bien en nombre de la democracia. Ejemplos se pueden aportar muchísimos: los distintos genocidios perpetrados contra determinados colectivos, la guerra de Iraq o la reciente guerra de Libia. Es cierto que también en la actualidad se suele utilizar a Dios como excusa para machacar al prójimo –los talibán de distinto signo: los de Afganistán, los integrantes del gobierno de G. W. Bush…-.
Lo que vale para un tótem vale para todos los restantes. Si queremos elaborar un retrato robot –un uniforme válido para todos los ejemplares-, no debemos olvidar ninguno de los siguientes rasgos fundamentales: perfil diamantino; textura compacta y nada porosa, completamente refractaria a la crítica; hipertrofia del significante en detrimento del significado, es decir, primacía de la apariencia sobre el fondo esencial…K. Otto prefirió referirse a esto mismo, a lo que aquí llamamos tótem, con la noción de lo numinoso. Lo numinoso, como el Dios veterotestamentario –como el Padre arquetípico freudiano- tiene una doble faz: amable y benévolo, por una parte; terrible y vengativo, por otra. Una vez muerto Dios, estos son los ropajes que el nuevo tótem ha recibido en herencia. Esta apropiación de atributos sería la causa del miedo reverencial y de la cautela que embarga a todo aquél que incurre en el atrevimiento de cuestionar el carácter sagrado e intocable de la institución. Si antiguamente los impíos se exponían a ser fulminados por un rayo procedente de lo más profundo de los empíreos, ¿a qué se expone quien osa suscitar dudas en relación al sistema democrático? A algo no menos cruento que el rayo: a que lo estigmaticen con el calificativo fascista.
¿Es razonable que sintamos hacia nuestros regímenes democráticos un respeto supersticioso similar al que antiguamente los hombres sentían hacia Dios? ¿Acaso la democracia no posee defectos en los que la crítica voraz pueda clavar sus caninos? Nada más antidemocrático –nada más dogmático- que la creencia en el carácter sagrado e inviolable de la democracia. Toda institución pública debe ser objeto de control y de crítica por parte de los ciudadanos, pues aquellas instituciones y representantes que consiguen blindarse tras esa mampara aurática que conforma el prestigio y el carisma suelen convertirse en un peligro para la propia sociedad y pueden acarrear un recorte de las libertades. Además, nosotros estamos convencidos de que la democracia no es el mejor sistema político, es, nada más y nada menos, el menos malo. Razón de más, por tanto, para que de vez en vez la sentemos delante del tribunal de la razón ante el que de ordinario debería rendir cuentas.