jueves, 29 de marzo de 2012

COMO DECÍAMOS AYER...



Detalle de mi sala de musculación mental


   Con estas palabras de inicio retomaba Fray Luis de León sus clases en la Universidad de Salamanca tras los cuatro o cinco años de privación de libertad que hubo de padecer. Cuatrocientos años después sería Tarradellas –si es que no me falla la memoria- quien, a la vuelta de su largo exilio, se dirigiera a los catalanes con unas palabras similares: ¡Ya estoy aquí! Pues bien, algo similar quisiera decir yo al presentarme nuevamente ante ustedes, mis fieles e incondicionales -¿?- seguidores a lo largo del accidentado y sinuoso viaje que iniciamos cuando vio la luz este blog.
   Yo, a pesar de que nada tengo en común con el maestro agustino ni, mucho menos, con el político catalán, sí que comparto con ellos el hecho de haber estado privado de libertad durante un período de tiempo relativamente largo, el mismo que llevo sin cebar este nuestro blog. Ya sabemos que las maneras de limitar la libertad de una persona son infinitas y variadas, ¿o no? Cárcel para unos, exilio para otros, pobreza para muchos y dependencias varias para todos…En mi caso particular, se trata principalmente de esto último, de la dependencia, de mi tremenda dependencia patológica al papel y del trastorno obsesivo-compulsivo que se apodera de mi voluntad cada vez que paso por la puerta de una librería. Y no se me rían, que no estoy de broma. Mi cuenta corriente es fiel testigo de ello. Sí, yo también he estado privado de libertad durante algún tiempo, aunque quizás sea más certero decir que abducido, tal como esos personajes carentes del más elemental sentido del ridículo que aparecen de vez en vez en la TV. De hecho, tengo la sensación de que aún sigo estándolo y de que la libertad de que disfruto es relativa e inestable, muy inestable, tan inestable que en cualquier momento, cuando menos me lo espere, puedo volver a recaer. ¡El tiempo dirá! Pero permítanme que me explique: mi largo desapego de las páginas de este blog se debe a que, al verme ante la tesitura de elegir entre lectura y escritura, decidí decantar la balanza de mis intereses hacia la primera de las alternativas, y es así que durante los últimos tres o cuatro meses no he hecho otra cosa más que leer, leer y releer. ¿Y cuál es el problema?, dirá alguno. ¿Es la lectura incompatible con la escritura? Ignoro cómo se manifiesta esta relación en los demás, lo que sí sé con absoluta seguridad es que en mi caso la presencia de una de ellas excluye por completo la de la otra. Si leo, no puedo escribir; si escribo, no puedo leer. Se trata en esto del mismo principio que subyace en la dinámica de los llamados vasos comunicantes: la elevación –el realce, la preeminencia- de uno de ellos sólo se obtiene a expensas del retroceso –depresión, supresión- del otro. Y ahora me dirán: ¡ah!, que si la virtud…, que si el término medio…, que si la aurea mediocritas…, que si la mens sana in corpore sano…, que si esto y que si lo otro de más allá. ¡Pues no! La virtud está muy bien cuando de lo que se trata es de mantener el equilibrio sobre la cuerda floja de la vida o cuando uno disfruta aspirando los efluvios anestesiantes del redil, pero deja de estar tan bien cuando de lo que se trata es de estimular al Espíritu -Filosofía, Arte o Religión, formas en que el Espíritu Absoluto se manifiesta-. ¿Qué es la virtud sino un molde diseñado para fabricar hombres en serie?, ¿qué es la virtud sino el perfecto equilibrio entre ese cuerpo sano y esa mente sana de la que nos habla el lema benedictino?, ¿qué es la virtud sino la más perfecta horizontalidad, esa noche sin luna en la que todos los gatos son pardos? En efecto, la virtud es el bromuro del que se sirve la Sociedad para sofocar el ardor genésico del Espíritu. Así que…, cuando de actividades espirituales se trata, la tan laureada aurea mediocritas se convierte en el peor de los vicios que podamos concebir. Es decir, la única excelencia en este ámbito es la que supone la desmesura y la desproporción –léase: el vicio-.
   Total, que durante estos meses he estado dedicado en cuerpo y alma a la lectura y que no he tenido tiempo –ni ganas- de mancillar la blancura inmaculada del papel con el churrete genésico de la escritura.

   Así pues, hablemos de mis lecturas. ¿Qué tal si empezamos con esa extraña joya que lleva por título Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy?